Acercarse a alguno de los promontorios de tierra resquebrajada que sobresalen de los cuadros de Adalina Coromines (Barcelona 1963) permite comprender cabalmente esto que la artista explica acerca de las obras de gran formato: “En las obras grandes, el observador entra a ese mundo”. Es verdad. Hay algo tan real en esa abstracción que nos atrae y nos hace posicionarnos de un modo menos exterior. Dicho de otro modo, la escala ayuda a que el espectador se sienta envuelto en el fresco.
“El azar es muy importante en mi obra, que es muy intuitiva. Hay espacio para la incertidumbre, porque dejo que el material hable”, sostiene la pintora, que en estos días presenta una exposición individual llamada El latido de la tierra y del agua, en la Parrote Art Gallery, en la sede de la Fundación Pons de Madrid. Coromines se refiere, de esta manera, a las posibilidades abiertas que genera esta técnica del fresco, en la que se emplean polvo de mármol, arcilla, cal y pigmentos naturales. “La arcilla y la cal son aglutinantes y con el tiempo petrifican. El pigmento pinta por sedimentación”, explica.


«La escala de los cuadros de Adalina Coromines ayuda a que el espectador se sienta envuelto en el fresco»
Así, cada obra es un descubrimiento para la propia artista, que traza unos volúmenes intuitivos, con unos contornos reconocibles o no, por los que se escurren las pinturas, que se cuelan y fluyen, también, por los surcos que forma la arcilla rota. Entre los canales, emergen témpanos, mapas, cicatrices, esferas como mundos, lagartos, escamas o samuráis, siempre y cuando el observador pueda dejarse llevar por la ensoñación de las asociaciones.
Acuarelas como preludio
Adalina Coromines nació en Barcelona, pero desde hace unos años reside en el campo, en su casa-estudio del Bajo Ampurdán, una masía del siglo XVII regenerada como una vivienda autosuficiente y sostenible. Es autodidacta y llegó al arte plástico con la consciencia de la madurez, pero sin plan previo. Desde siempre, estuvo vinculada al mundo creativo en tanto cofundadora y directora general de Joan Lao Estudio, dedicado al diseño y la arquitectura, pero no fue hasta que una lesión la inmovilizó, en 2015, que echó mano de unas acuarelas ajenas. Entonces descubrió que la pintura la salvaba y, más, que nunca había sido tan feliz.


“La pintura es autoconocimiento”, afirma Adalina Coromines
“Joan, mi marido, dejó las acuarelas cerca y yo las cogí para no matar a alguien (porque no podía salir a caminar ni hacer nada). Me enganché y, con el tiempo, recordé que en mi infancia me pasaba los días dibujando”, confiesa la artista. Atribuye este descubrimiento a una aproximación a su verdadera esencia como persona. Porque, además de hacerla feliz, había una confianza en ese nuevo camino hecho con sus propias manos que la llevó, muy pronto, a mostrar sus trabajos y empezar a vender sus obras en un mercado exigente.


“Es cierto que, por mi trabajo, tengo conocimientos de materiales, por lo cual, cuando me recuperé, empecé a trabajar el fresco y el gran formato. En este caso, son todos materiales sostenibles, no tóxicos, porque no quiero fastidiar al medio ambiente y no quiero mandárselos a nadie a su casa”, asume Coromines. Su primera exposición fue durante el año 2018. Entonces, Antoni Vila Casas, de la Fundación Vila Casas, valoró sus obras y adquirió algunas, que ya cuelgan en sus espacios dedicados al arte contemporáneo catalán.
La aceptación del paso del tiempo
“La pintura es autoconocimiento”, refuerza Coromines. En algunas de sus obras encara un proceso de construcción, en el que modela con arcilla las formas, los relieves, los rompe y ve abrirse los surcos a los que aplica las pinturas que luego dejarán burbujas, claridades o sombras que irán cambiando día a día, envejeciendo y transformándose.
En otras, se aplica a la deconstrucción para destruir esos volúmenes y ver lo que aparece debajo, cuando la tabla queda desnuda y con los rastros de lo construido grabados sobre su superficie, las ruinas planas. Abocada a estas tareas, la artista plástica comprende su fascinación con el wabi sabi, que es como se llama a esa virtud japonesa de destacar la belleza que hay “en el envejecimiento, en la imperfección, en lo rústico”.
Coromines trabaja, asimismo, con el corcho –otro material noble dentro y fuera del paisaje– para crear objetos en los que la apariencia despista, porque asemejan bloques de piedra que, finalmente, son ligeros y sencillos de transportar, como las semillas en una brisa de primavera.


«El wabi sabi es esa virtud japonesa de destacar la belleza que hay en el envejecimiento, en la imperfección y en lo rústico»
“La inspiración podría considerarse un estado. En mi caso, se produce cuando estoy en contacto con la naturaleza, donde cualquier cosa puede hacer saltar la chispa que me lleva a conectar con algo muy potente. Entonces, lo cotidiano me inspira, ya sea un rayo de luz o una mancha en el suelo. Se trata de estar presente; la naturaleza es el eje, porque te deja ser tú, tener la mente más clara y una sensación de aceptación”. Así es como la pintora describe este proceso “curativo”.


Según Coromines, “la belleza es una puerta que te permite estar en un estado de conciencia alterado, en el que se es consciente del tiempo y se puede estar presente”.
La actual muestra El latido de la tierra y del agua –que sigue a Cicatrius, comisariada por Francesc Mestre, en el Museo Can Mario, en Palafrugell– puede visitarse en la Parrote Art Gallery (Serrano 138, Madrid), hasta el 25 de marzo.