Han pasado dos semanas desde que El Prado, el Reina Sofía y el Thyssen-Bornemisza abrieron de nuevo sus puertas tras casi tres meses cerrados por el Covid-19 y lo han hecho con un aforo de un 30%, que probablemente se incrementará a partir del lunes 22 hasta el 50%, con todas las medidas sociosanitarias para que sea una visita segura y empática a esos templos del arte. He vuelto esta semana a recorrer sus colecciones permanentes y en los tres casos esta crisis permite una oportunidad para lanzar una nueva mirada y disfrutar de las obras maestras que cuelgan en sus salas.


Revisitar todo este conjunto de arte nos devuelve a lo esencial y nos lleva a valorar, más si cabe, todas esas piezas que muchas veces dejamos a un lado para centrarnos en las buenas exposiciones temporales que organizan. A veces los retornos a las que cosas que hemos disfrutado, un buen libro, una buena conversación o un conjunto de pinturas que te han emocionado y tantas otras pequeñas cosas para el espíritu suponen una decepción, pero esta vez ha sido muy estimulante seguir creciendo con algunas de las mejores cosas de la vida.


Pasear por el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, que ha abierto muchas de las salas de su Colección Permanente, supone un redescubrimiento. Este empieza con las principales esculturas ubicadas en su jardín, desde Carmen, de Calder, hasta otras de Miró y Chillida, antes de pasar al claustro y admirar la instalación escultórica de Juan Muñoz Lo vi en Bolonia, con esas ocho columnas y esa figura sin piernas de efecto algo ilusorio. En esa misma planta se accede a esa especie de capilla con dos obras de Richard Serra: Inversión (2001) y sobre todo Igual-paralelo:Guernica-Bengasi (1986), con esos cuatro bloques en acero cortén donde el escultor norteamericano experimentó con el espacio y la forma.


En la segunda planta se pueden ver muchas de las pinturas y esculturas más emblemáticas de la Colección permanente del Reina Sofía. Allí comienza una travesía íntima que interactúa con el paseante y nos ayuda a sentir una experiencia estética cercana. El viaje va desde las salas de Modernidad. Progreso y decadentismo -con esos óleos de la época azul y rosa de Picasso y otros de Ramón Casas- hasta El surrealismo, entre lo popular y lo moderno y La nueva figuración. Entre clasicismo y sobrerrealidad, con dos soberbios dalís de 1925 y Un mundo de Ángeles Santos. Y todo ello sin olvidar los espacios dedicados a Cubismos y experiencias de la modernidad, con esas composiciones de Braque, Picasso, Léger o Lipchitz, entre otros.


Y más tarde la sala dedicada a Salvador Dalí y Óscar Domínguez; la de Julio González: el dibujo en el espacio, con esas formas de Picasso en Mujer en el jardín, la Dafne de Julio González, una escultura de Gargallo, otra de David Smith y esas pequeñas máscaras y cabezas de Julio González, gran maestro de la escultura en el período de entreguerras; la pintura y antipintura en la obra del mejor Miró; y cómo no, todos los dibujos preparatorios de Guernica, la escultura de La dama oferente, y Guernica, cuya contemplación con un aforo limitado a un tercio es algo sosegada, que permite reparar en los infinitos matices de grises de esta gran obra de Picasso. Sin duda, una visita ajustada y estimulante para los sentidos, en la que se recupera el valor añadido que tienen las colecciones permanentes como las de este museo.
Además, todavía se pueden ver tres muestras temporales en este edificio: Jorg Immendorff, la de Ignacio Gómez de Liaño y Musas insumisas, sin dejar de mencionar la retrospectiva de Mario Merz, El tiempo es mudo, en el Palacio de Velázquez del Retiro.


‘Reencuentro’ con las obras maestras del Museo del Prado
Nuestra primera pinacoteca y uno de los grandes museos del mundo ha optado por presentar en su Galería Central -tamizada con su luz natural- y en sus salas laterales una propuesta singular: Reencuentro, que incluye un montaje sugerente con alrededor de 250 obras esenciales de su colección. El diálogo ya comienza en la rotonda de acceso con la escultura Carlos V y el Furor de Leone y Pompeo Leoni, excepcionalmente desprovisto de su armadura y representado como un héroe clásico, antes de acceder a la antesala de dicha galería donde cuelgan siete obras: El Descendimiento de Van der Weyden frente a La Anunciación de Fra Angelico, junto a Adán y Eva de Alberto Durero, un Roger Campin, El Tránsito de la Virgen de Mantegna y ese conmovedor Cristo muerto sostenido por un ángel de Antonello da Messina, que constituye un primer capítulo de que disfrutaremos más adelante hasta desembocar en Joaquín Sorolla.


En las salas 25 y 26 descubrimos cómo parecen mirarse el Autorretrato de Tiziano y el que pintó Durero de sí mismo, uno en su vejez y el otro cuando todavía era joven. A partir de ahí pinturas de Correggio, Rafael, Veronés o Tintoretto, junto a algunas tablas del Bosco, Patinir, Juan de Flandes, Guido Reni con Hipómenes y Atalanta junto a La Sagrada familia con Santa Catalina de Bartolomeo Cavarozzi, en una exaltación del magisterio de las escuelas italiana y flamenca de los siglos XVI y XVII.
En la sala 27 y antes de acceder al templo de Velázquez, los retratos de Tiziano de los primeros Habsburgo, presididos por Carlos V, a caballo, en Mülhberg, permanecen en el corazón de la Galería Central frente a dos de las Furias (Sísifo y Ticio) de Tiziano, que ya flanquean el acceso a la sala 12. En el templo velazqueño se han reunido en torno a Las meninas otras 24 pinturas del genio sevillano, con destello propio para Las Hilanderas y ese fresco con bufones, retratos, escenas religiosas y los grandes filósofos que terminan constituyendo un museo dentro del museo.
Y desde allí, la fuerza de Rubens en numerosas composiciones, además de la Dánae de Tiziano, el diálogo entre Goya y Rubens en una figura tan representada como Saturno devorando a sus hijos, sin dejar de mencionar Las lanzas, de Velázquez, junto a una pieza tan potente como el duque de Lerma a caballo, inmortalizado por el titán nacido en Ámberes, Rubens.


Seguimos caminando y, en cierto modo, flotando al ver los cuadros de Ribera, Zurbarán, El Greco, George de la Tour, Sánchez Coello, Antonio Moro, Sofonisba Anguissola, Murillo, Alonso Cano y esa sala elegante que une a un paisajista como Claudio de Lorena con los retratos del flamenco Van Dyck.
Junto a las salas velazqueñas otro punto culminante quizá sea la sala 32, un espacio dedicado a Goya -punto fuga de la Galería Central- con La Familia de Carlos IV, y a sus lados el 2 y 3 de mayo, expuestos en paredes confrontadas, antes de admirar sus dotes como retratista en el óleo de Carlos III en la sierra madrileña y en otros posteriores. Por último, El perro semihundido da paso a artistas del siglo XIX.


En salas adyacentes, fuera del recorrido, se exhiben obras maestras como las bacanales de Tiziano, la Inmaculada de Tiepolo, El Jardín de las Delicias del Bosco o la Judith de Rembrandt, por citar las más relevantes.
El Museo Thyssen alberga una gran colección de arte europeo
Y casi enfrente del Museo del Prado, el Palacio de Villahermosa que alberga desde hace casi 28 años el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, que incluye alrededor de un millar de obras de arte, desde finales del siglo XIII hasta bien avanzado el siglo XX, con las obras que fue reuniendo el Barón Heinrich Thyssen, núcleo central del museo, y la Colección Carmen Thyssen.
Están representados pintores tan importantes del arte universal como Ghirlandaio, Carpaccio, Patinir, Durero, Ucello, Lucas Cranach el Viejo, Tiziano, Orazio Gentileschi, Hans Holbein, el Greco, Caravaggio, Rubens, Rembrandt, Van Dyck, Hals, Degas, Manet, Monet, Van Gogh, Braque, Picasso, Mondrian, Sargent, Cézanne, Klee, Kandinsky, Hopper, Dalí, Miró, Beckman, Bacon, Rothko, Pollock, De Kooning, lo que revela el gusto ecléctico pero muy personal que tuvo el Barón como coleccionista.


El recorrido por esa magnífica colección permanente se divide en las tres plantas del museo y comienza en la segunda con esa colección de pintura italiana donde destaca Cristo y la Samaritana de Ducio Buoninsegna, datado entre 1310 y 1311, siguiendo con el elegante retrato de Giovanna degli Albizzi Tornabuoni, pintado por Ghirlandaio hacia 1489-1490; y otros que salieron de la mano de Piero della Francesca y Antonello da Messina, antes de destacar Joven caballero en un paisaje de Vittore Carpaccio, que todavía puede verse durante la restauración que se está acometiendo con esa obra maestra del Museo.


Y en ese paseo por los maestros antiguos cabría destacar Grupo familiar ante un paisaje de Hals; Autorretrato con gorra y dos cadenas de Rembrandt; Santa Catalina de Alejandría de Caravaggio junto a Lot y sus hijos de Orazio Gentislechi; los elegantes bodegones de Heda y Kalf; los interiores de Pieter de Hooch; los paisajes y marinas de Jacob van Ruysdael; las escenas campestres algo teatrales de Watteau; los retratos de Asensio Juliá y de Fernando VII de Goya; o una composición de Caspar Friedrich, entre otros.
Y desde finales del siglo XIX y del XX avanzado, algunas pinturas de Manet, Monet, Degas, Toulouse-Lautrec, Cézanne, Derain, Franz Marc, los vanguardistas rusos, Braque, Picasso, Léger, los Delaunay, Nicolás de Staël, Lichtenstein, Bacon, ese magnífico Rothko y un Pollock, antes de llegar a los cuadros de Lucian Freud, que inmortalizó al Barón Heinrich Thyssen en varios retratos. Y si todavía disponen de tiempo no dejen de disfrutar de la exposición Rembrandt y el retrato en Ámsterdam, 1590-1670, que se ha ampliado hasta el 30 de agosto y ahonda en la figura del mejor artista del siglo de oro holandés o bien de la norteamericana Joan Jonas, que estará abierta hasta noviembre.

