Cosas de viejos, siempre chocheando, pensarán ustedes; pues bien, no creo que sea exactamente así: hace poco, el cronista del “Asahi” de Osaka, que firma Tensei-jingo-shi (Voz del cielo, palabras humanas), se metía con los funcionarios del gobierno civil que para construir una carretera hacia el parque de Mino talaban a tontas y a locas los bosques y nivelaban las colinas; cuando leí aquello, sentí confirmadas mis palabras. Destruir hasta la sombra de los sotos al fondo de la montaña es demasiado y además una empresa estúpida. A este ritmo, so pretexto de hacer más accesibles a las multitudes los emplazamientos artísticos ilustres, llegarán progresivamente a convertir las afueras de Nara, Kyoto u Osaka en espacios descarnados… A decir verdad, he escrito esto porque quería plantear la cuestión de saber si existía alguna vía, por ejemplo, en la literatura o en las artes, con la que se pudieran compensar los desperfectos. Junichiro Tanizaki (1886 – 1965).
El arte emana del corazón. Y aunque la percepción del paisaje es algo muy personal, dado que las conexiones emocionales están condicionadas por la conducta, la cultura y la experiencia propia. No es menos cierto que los humanos, como especie, compartimos una misma forma de captar las estimulantes señales que nos llegan del exterior a través de los sentidos. Lo que nos brinda la maravillosa oportunidad, poniendo un poco de interés y disposición por nuestra parte, de saber cómo viven y sienten el paisaje los artistas.
Si hay algo que han compartido las culturas de todo tiempo y lugar, ha sido la de considerarse el centro del mundo. Un aspecto que podía entenderse con más facilidad en el pasado, cuando las comunicaciones, los intercambios comerciales y culturales se producían a paso humano, a lomos de animales o insuflados por las velas. Una de las culturas más antiguas, la China, puede ser un buen ejemplo. Durante más de 3.000 años tuvo buenas razones para creerlo, al constituir una civilización mucho más avanzada que las culturas tribales que la rodeaban. No debe extrañar pues, que no tuvieran un interés especial en establecer relaciones de cualquier tipo con otros lugares muy alejados, más allá de las conquistas, digamos, más próximas. Dominar férreamente un territorio demasiado extenso también tiene sus inconvenientes.


Cuando el mercader veneciano Marco Polo llegó a sus dominios, la Europa medieval no tenía mucho que ofrecerles. En el siglo XIII, al Kublai Kan – nieto del conquistador mongol Gengis Kan, y primer Emperador Chino de la dinastía Yuan-, le debió parecer exótico aquel joven europeo que se interesaba por todo. Se dice, incluso, que llegó a nombrarlo consejero, y que lo envió como embajador a recorrer el Lejano Oriente para que le contara cómo eran sus ciudades. Fuera cierto o no, de lo que no cabe duda es que el escritor Ítalo Calvino se sirvió de sus relatos en una de sus obras más célebres Las ciudades invisibles. Ítalo, trata de presentarnos un fantástico, amigable y enriquecedor diálogo entre culturas.
En la larga y rica historia de la pintura china la naturaleza y el paisaje fluyen de manera espontánea. Las figuras humanas representadas no siempre son el centro de atención, en muchos casos parecen formar parte de la obra como un elemento más. Entran en el orden natural y comparten protagonismo con los árboles, las plantas, las aves, las cascadas, las montañas, el mar, las nubes y los ríos. A diferencia de la pintura europea, la figura humana es un elemento para la unidad del paisaje, por lo que no suelen representar a una persona en concreto sino a la humanidad entera.
En Europa, el sentimiento estético de la naturaleza, el amor inteligente a la vez que cordial, es un aprendizaje moderno, aunque ya estaba claramente esbozado en la antigüedad clásica. Miguel de Unamuno mantiene que la forma en la que hemos aprendido a sentir la naturaleza proviene, en gran parte, del movimiento romántico apoyado en el desarrollo de la ciencia: Los antiguos eran poco paisajistas; el paisaje no era para ellos sino un medio para realzar al hombre, pero lo sentían… Virgilio describía pocos paisajes, pero la sensación íntima, profunda, amorosa, cordial del campo nos la da como nadie.


Los poetas románticos celebraron el esplendor de las montañas y sus gloriosas alturas, hasta el punto de conmover a las almas más sensibles y llevarlas al éxtasis. Aunque habría que remontarse un poco más atrás en el tiempo, en concreto al periodo del Renacimiento, con la adquisición de la nueva posición del “hombre” como centro del mundo. Concepto que quedó plasmado en la deslumbrante obra tallada a cincel por Miguel Ángel Buonarroti, en un bloque de mármol blanco de Carrara entre 1501 y 1504. En aquella mole pétrea, esculpió al pequeño David bíblico en el instante previo al enfrentamiento con el gigante Goliat, o inmediatamente tras él, según los autores a los que atendamos.
El descomunal cuerpo del joven “David” se presenta levemente girado, con un ligero “contrapposto”, con lo que el “Divino” escultor consigue que la figura adquiera sensación de movimiento. La pierna izquierda se adelanta, dejando que la firmeza del personaje y el peso de la escultura recaiga sobre la derecha. Ahora es cuando nos acercamos al significado profundo de la idea plasmada en la obra: la pierna derecha se apoya, o mejor renace, del tocón de un árbol sin vida del que brota el nuevo “hombre” con renovado brío. La desnudez del personaje simboliza la armonía con la naturaleza.


A diferencia de las esculturas de la Edad Media, diseñadas para ser vistas frontalmente, Miguel Ángel quiso que sus grandes esculturas pudieran ser admiradas desde cualquier punto de vista, rompiendo con la rigidez impuesta. Tal y como sucedía en la antigüedad grecolatina. Si pensamos ahora en La Gioconda de Leonardo da Vinci o en la Capilla Sixtina del propio Miguel Ángel, el fondo, el paisaje, va dejando de ser un mero acompañamiento para pasar a tomar entidad propia.
La pintura de paisaje eclosiona cómo género independiente en Europa a partir del siglo XVI. Los pintores de la escuela flamenca son los primeros en incorporar en sus obras escenas que remiten al paisaje. Sea a través de una ventana que mira al jardín; el desarrollo de una actividad al aire libre – como batidas de caza en el interior de los bosques o la exhibición de pescado fresco y valiosos paños en los puestos del mercado en plena calle; o mediante la representación de personajes bíblicos y escenas de la época clásica.
El paisaje, y sus luminosas vistas, lo podemos encontrar en el tríptico del Juicio final del Bosco – especialmente en el postigo izquierdo dedicado al pecado original-, y por supuesto y en todo su esplendor en El jardín de las delicias. Pero también, en los llamados “paisajes invernales”, en La torre de Babel y en el Paisaje con la caída de Ícaro – una versión de las Metamorfosis de Ovidio –, de Pieter Brueghel el Viejo. En las famosas escenas de “cacerías” de Lucas Cranach el Viejo; o en las diferentes tablas del pintor Joachim Patinir, como El paso de la laguna Estigia.


Las pinturas paisajistas de la escuela flamenca se elaboran en el interior de los talleres de los artistas, alejados de la naturaleza. Tal vez por ello, la representación resulta estereotipada: rocas con formas geométricas muy básicas, basadas en aristas limpias y sin vegetación; siluetas esquematizadas de las ciudades vislumbrándose en la lejanía; árboles representados bajo la forma típica de una pluma con troncos muy delgados y alargados; o pacíficas masas de agua marina perfectamente estancadas.
Con el paso de los siglos la naturaleza irá avanzando en Europa hasta alcanzar las más altas cumbres en la historia de la pintura: el arrebatado colorismo de J.M.W. Turner -capturando el explosivo poder de la naturaleza sobre el ser humano-, abrirá el camino a los impresionistas. O más cercano a nosotros, la pintura de Joaquín Sorolla, con su extraordinaria capacidad perceptiva para captar la luz. Estilos pictóricos y autores que constituyen algunos de los hitos más relevantes de la pintura y el avance del concepto del paisaje en la vieja Europa.


La percepción y representación de la naturaleza en la pintura china tiene un punto de partida muy anterior en el tiempo. La actitud cultural y religiosa hacia lo natural es muy distinta. Si tomamos como modelo pictórico las montañas, tanto el taoísmo como el budismo las envuelven en un halo de misterio atribuyéndoles un carácter de fortaleza inexpugnable. Y en ellas levantarán sus templos. Las admiran y las temen, como los antiguos griegos. Y aunque en sus pormenores los cambios no fueron estrictamente paralelos a los occidentales, según el geógrafo chino-estadounidense Yi-Fu Tuan: En ambas civilizaciones el cambio se inició a partir de una actitud religiosa, en la cual el temor reverencial se combinaba con la aversión, hasta llegar a una actitud estética, en la cual el sentido de lo sublime llegó a trocarse por una percepción de lo atrayente; y así hasta alcanzar la apreciación moderna de las montañas como recurso recreativo.
En China, la valoración estética de las montañas sufrió un cambio profundo a partir del siglo IV, provocado en gran medida por la emigración de una gran parte de la población a las ásperas regiones meridionales del país. También allí, y durante un largo período, la figura humana había dominado con su presencia el arte pictórico: El hombre era la medida misma de la montaña, cuando no su igual, afirma el geógrafo. Fue a partir de la dinastía Sung, entre el año 960 y el 1279, cuando las pinturas del género “montaña y agua” alcanzan su preeminencia.


Uno de los más reconocidos representantes de la pintura de paisaje es el pintor, poeta y calígrafo chino Shitao Yuanji Shih T’ao. Quién vivió a caballo entre el final de la dinastía Ming y el principio de la Qing, y que a causa de los vaivenes políticos de la época se vio obligado a refugiarse en los monasterios de las montañas. Entre los principios de su pensamiento y de su obra cabe destacar el Trazo Único de Pincel – la forma más elemental y elevada de arte, compartida por la caligrafía y la pintura, que además no admite corrección-. Los temas, y también los títulos de las obras, abordan su mirada profunda y delicada sobre el paisaje, la naturaleza y los cambios estacionales: Brotes de orquídeas, Dos flores en conversación, A la espera de la primavera, Arroyo en invierno, Escuchando el sonido del agua…


El pensamiento reflexivo y poético y las investigaciones sobre la teoría del arte de Shitao quedaron recogidas, a principios del siglo XVIII, en la obra Discurso sobre la pintura. En el capítulo dedicado a los bosques y árboles desvela la regla para representarlos: Mi método para pintar los pinos, los cedros, las viejas acacias y los viejos enebros consiste en reunirlos… combinando sus actitudes: unos se alzan con un impulso heroico y guerrero, éstos inclinan su cúspide, aquellos la levantan; unas veces están encogidos, otras plantados bien derechos y ondulan o se cimbrean. Y sobre el paisaje, Shitao señala: El Cielo enlaza el Paisaje por medio de los vientos y de las nubes. La Tierra anima el Paisaje por medio de los ríos y las rocas… ahora las Montañas y los Ríos me encargan que hable por ellos; han nacido en mí y yo, en ellos.