La huella clásica en el cómic puede rastrearse en un título como Moby Dick, la última gran obra de Will Eisner (2001), el maestro que consagró la historia gráfica cómic como un arte mayor, y que demostró que las viñetas se bastaban para sostener las exigencias de un clásico de tanto peso en la cultura universal. Pero Eisner no ha sido, ni mucho menos, el único, porque la historia de la obsesión del capitán Ahab por la ballena blanca ha atraído a muchos otros artistas, como por ejemplo Bill Sinkiewizc (1990), donde lo ominoso de la historia se destaca con viñetas de una enorme belleza, o el de Chabouté (2014), con un impresionante blanco y negro.


«Will Eisner consagró la historia gráfica cómic como un arte mayor»
Las grandes epopeyas de la navegación han sido también inspiración para muchos lápices y pinceles. Es el caso de El mar recordará nuestros nombres, de Javier de Isusi (2021), que relata la apasionante historia de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, con la que España llevó el remedio contra la viruela a grandes zonas de América y Asia.


Por su parte, El tesoro del Cisne Negro, de Guillermo Corral y Paco Roca (2018), indaga, entre intrigas y litigios, sobre el espinoso asunto de la defensa del patrimonio sumergido y la propiedad de los tesoros hallados bajo el mar, y que estaba inspirado en la historia real del galeón español Nuestra Señora de las Mercedes, que marcó un antes y un después en la labor de las empresas cazatesoros.


El cómic, además, sirvió de base para la serie La fortuna, dirigida por Alejandro Amenábar. Y, sí, el título y la portada son una homenaje a la saga de Tintín, de Hergé (1929-1976), y sobre todo a uno de sus personajes más recordados, el capitán Haddock.


Corto Maltés y Venecia
Quizá el primer marino famoso en el cómic fuera Popeye, creado por E.C. Segar, y cuya primera tira apareció en 1929. Claro que, si hablamos de un personaje nacido directamente en las páginas de los cómics, y que encarna en sí mismo todos los referentes de las novelas de aventuras, hemos de hablar, inevitablemente, de Corto Maltés, el emblemático marinero y aventurero creado por Hugo Pratt, quien firmó varios títulos desde 1969, y que desde 2015 conoce una nueva vida a cargo, entre otros, de los españoles Juan Díaz Canales y el dibujante Rubén Pellejero.


A lo largo de sus aventuras, Corto Maltés va recorriendo distintos lugares del conflictivo mundo del primer tercio del siglo XX, y aunque la mayoría tienen lugar en tierra, siempre le acompaña su uniforme de marinero, un recuerdo continuo de que, en el fondo, las leyes de los hombres no van mucho con él. Pero el mar siempre está ahí: no en vano, protagoniza su primer título, La balada del mar salado (1967), que se desarrolla en el Pacífico micronesio. Y además, siempre queda Venecia, el lugar al que siempre retorna.


«Venecia ha protagonizado infinidad de páginas de cómic»
Y no es extraño, porque tampoco en eso es original. Venecia ha protagonizado infinidad de páginas de cómic. Bien como escenario de aventuras más o menos trepidantes, como sucede en Venezia. Triple juego, de Lewis Trondheim y Fabrice Parne (2004), en episodios de la serie de Dylan Dog (2002), de Pascuale Ruju y Angelo Stano; o de la de Vasco (desde 1979), de Gilles Chaillet, o como capítulo fundamental en la historia de uno de los personajes del universo de The Sandman, el Corintio (2020), de Darko Macan y Danijel Zezelj.
Eso, por no hablar de la ciudad de Water Seven, uno de los escenarios del exitoso manga One Piece (desde 1997), de Eiichirō Oda, y claramente inspirada en la ciudad del norte de Italia. Aunque Venecia invita también a viajes introspectivos, como el que realiza Jiro Taniguchi en el manga del mismo nombre (2014).




Agua superheroica
El agua también ha tenido cierta presencia en el mundo de los superhéroes, aunque en desventaja con otros elementos o fuerzas de la naturaleza. La gran excepción, claro, es Aquaman, que hizo su primera aparición en 1941, obra de Paul Norris y Mort Weisiger. Aunque el relato de sus orígenes ha ido cambiando con el paso del tiempo, la versión canónica actual, consagrada por las películas, nos dice que es hijo de un farero y de una habitante de la mítica ciudad sumergida de la Atlántida.
«Es en el componente simbólico donde el agua demuestra su mayor potencial»
Fruto de esa combinación, es capaz de comunicarse con todas las criaturas marinas, aparte de desenvolverse sin problema tanto en la superficie como bajo el mar. De todo el elenco de personajes que le acompañan destaca la princesa Mera, que ha logrado tener un estatus propio como personaje, más allá de su papel secundario de apoyo, y Garth, también conocido como Aqualad o Tempest.


Tanto DC como Marvel han creado en sus diversas series personajes con alguna habilidad para manipular el agua, como son los casos de Hydro-Man, Namora, Washout, Riptide o Red Torpedo, que apenas pasaron de un papel secundario en la mayoría de los casos. En el ámbito del cómic independiente destaca Fathom, creada por Michael Turner en 1998, una bióloga marina y campeona olímpica de natación, que termina descubriendo que pertenece a una raza antigua, capaz igualmente de vivir bajo el agua.
El agua como metáfora
Sin embargo, es en el componente simbólico donde el agua demuestra su mayor potencial, como demuestra Como viaja el agua, de Juan Díaz Canales (2016), una reflexión sobre la vejez y que retoma el símbolo de las corrientes acuáticas como metáfora de la vida, y cuya portada presenta una sugerente visión de un Madrid inundado.


O El rey escualo, de R. Kiku Johnson (2016), donde una leyenda tradicional hawaiana sobre un ser que a veces se aparece como hombre, y otras como tiburón, permite establecer un relato sobre la dificultad para labrarse la propia personalidad mientras crecemos. Una historia que tiene paralelismos con la que nos narra La memoria del agua, de Mathieu Reynès y Valérie Vernay (2012). Aunque, si de potencia poética hablamos, imposible no mencionar a Miguelanxo Prado y obras suyas como Trazo de tiza (1992) o De profundis (2007), esta segunda, a su vez, adaptación de su propia película.
Otros estados del agua son igualmente sugerentes, como sucede en Wáluk, de Ana Miralles y Emilio Ruiz (2011), la historia de un osezno blanco abandonado, que se une a otro viejo y gruñón en un viaje a través del desierto helado, un entorno cada vez más frágil en el que los dos protagonistas viven una hermosa aventura que nos enfrenta a la amenaza de la desaparición de todo lo que dimos por seguro y permanente.
Y es que el agua, por su prodigiosa capacidad para llenar los vacíos, sirve también para dar significado a muchas de las cuestiones que nos apasionan, nos atemorizan y, sobre todo, nos inspiran.
