“¿Por qué la nieve cae condensándose en pequeñísimas estrellas de seis puntas?”, se pregunta Johannes Kepler en las primeras líneas de un pequeño tratado que el matemático le regaló a su protector para las Navidades de 1611 y que se conserva en el museo de la que fue su casa, en Ratisbona, junto con los aparatos que construía para sus experimentos.
“El conocimiento enriquece el sentido del misterio”, escribe Claudio Magris (Trieste, Italia, 1939), a propósito de las indagaciones de Kepler en la geometría de la divina proporción. “El misterio auténtico no es aquel al que la mente se rinde con complacida superstición, sino aquel que la razón no cesa de indagar con sus instrumentos; el geómetra es quien se aproxima al proyecto divino”, anota Magris en una de las paradas alemanas, en El Danubio (Anagrama, primera edición de 1988).
La vida de Kepler es una de las tantas existencias de la historia de la modernidad europea que transcurrió en distintas ciudades que balconean al Danubio, el segundo gran río europeo en longitud, después del Volga, que pasa por una decena de países (Alemania, Austria, Eslovaquia, Hungría, Croacia, Serbia, Rumania, Bulgaria, Moldavia y Ucrania) para desembocar en el Mar Negro.
El Danubio es Centroeuropa, como cuenca y como demarcación cultural, a lo largo de casi 3.000 kilómetros, aunque el misterio de su nacimiento en la Selva Negra haga oscilar su extensión en unos cien kilómetros. Justamente allí, en los primeros charcos del Breg, donde el agua brota de la colina, es donde el ensayista de Trieste comienza su indagación del gran río, dejándose llevar por las bifurcaciones de la historia y la cultura, también las de su mente ágil. “Desde los tiempos de Heráclito, el río es por excelencia la figura interrogativa de la identidad”, arranca el germanista.
“Desde los tiempos de Heráclito, el río es por excelencia la figura interrogativa de la identidad”, escribió Claudio Magris
De ese río lleno de interrogantes, que no es solo “agua visible, expuesta al cielo y a la mirada de los hombres”, Magris construirá un tratado de más de 300 páginas, en el que sigue las estaciones del Danubio, desde los riachuelos que lo alimentan en los prados germanos hasta convertirse en el “río superlativo” que es, con una cuenca de 817.000 kilómetros cuadrados y los 200.000 millones de metros cúbicos de agua que brinda cada año al Mar Negro, en su desembocadura.
Antes ha pasado e inspirado a los habitantes de Viena, Bratislava, Budapest y Belgrado, entre otras localidades más pequeñas, como Messkirch, donde el filósofo Martin Heidegger vivió de niño. Y más adelante, las lavanderas ucranianas lo habrán domesticado, de rodillas sobre su tramo lento.


Las paradojas
“Escribir debiera ser como esas aguas que corren entre la hierba, pero esa frescura espontánea, tímida a la vez que inagotable, ese canto humilde y tortuoso de la vida” no se parece en nada, según Magris, a la “turbia aridez de la escritura, conducción de agua cuyo funcionamiento es a menudo defectuoso”. Se lamenta el escritor en metáforas que, sin embargo, no siempre van a contracorriente, porque en la escritura, como en el río, las historias pueden continuarse río arriba… o remontarse, para dar con el manantial original.
Entre las paradojas de la representación, el ensayista constata también la difícil tarea de “casar a los mares con sus mapas”, y es que la distancia simbólica es tan grande como “el vacío” de la idea imperial: “El pathos imperial es el pathos de una ausencia, de esa descompensación entre la grandeza de la idea y la pobreza de la realidad”, explica.
“El misterio auténtico no es aquel al que la mente se rinde con complacida superstición, sino aquel que la razón no cesa de indagar con sus instrumentos”


Otras paradojas más sangrantes, o más recientes, se han sucedido a orillas del Danubio, que puede ser azul y también pardo. Una de ellas es la del encuentro en la Selva Negra entre el mencionado Heidegger, que coqueteó sin ambages con el nazismo, y el gran poeta judío Paul Celan, cuyos padres fueron asesinados en campos de concentración del Tercer Reich. O la de Adolf Eichmann, de retiro espiritual en el convento de Windberg, en mayo de 1934: “El tecnócrata de la masacre ama la meditación, el recogimiento interior, la paz de los bosques, tal vez también la plegaria”, narra Magris.
Las riberas
“Passau está en la confluencia de tres ríos –el Danubio, el Inn con sus aguas azules y el Ilz, con sus aguas negras y sus perlas– y es toda ella una orilla, una ribera, una ciudad que flota sobre el agua y fluye con el agua. El cielo es azul flor de lis, la luz de los ríos y de la colina se funde, gloriosa y gozosa, con el oro y el mármol carnoso de los palacios y las iglesias”, describe el autor, con adjetivos que pueden tocarse.


Otra orilla es la de la “Viena roja”, no la de los valses imperiales, sino la del Karl-Marx-Hof, un conjunto de viviendas obreras construidas por el municipio socialista, después de la Primera Guerra Mundial, que nace de “una confianza en el progreso, del intento por construir una sociedad diferente, abierta a nuevas clases”.
Sin embargo, aquellas ilusiones modernistas se derrumbaron y se vislumbra una “uniforme grisura cuartelera” que, con todo, contagia una “melancólica alegría” a los que nos sentimos “huérfanos de esa modernidad y de sus promesas”, confiesa el escritor.


En las riberas eslovacas, Magris recuerda las constataciones de Kafka en su tierra y su dolorosa convicción de que un poeta debe distanciarse “de cualquier literatura de un pueblo menor”. La explicación de Giuliano Baione tiene que ver con que “una literatura menor y oprimida, consagrada a la defensa de su propia identidad nacional y cultural y deseosa de oír voces optimistas y consoladoras”, rechaza al artista que “crea laceraciones y pone en peligro la compacidad de la pequeña comunidad”.
En Budapest, había una gran estatua de Stalin que fue derribada en la revolución húngara del 56, pero en la base quedaban “muñones de sus botas, y la gente subía por una larga, larguísima escalera, con piedras, martillos, incluso sierras de hierro, haciendo trizas lentamente los grandes pies del dictador” y se llevaban como souvenires los “pedazos de Stalin”, según recuerda el ensayista, mientras los demás evocamos la potentísima imagen de la gigantesca estatua de Lenin fragmentado, que surca el Danubio en barco, en la película La mirada de Ulises, de Theo Angelopoulos, con Harvey Keitel.
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Se anuncia la negrura con Hiroshima, un barrio de Bucarest que la gente bautizó así por el afán de Ceausescu de “devastar para construir un monumento a su gloria”. Por fin, concluye el autor: “La literatura se siente atraída por las bajezas y por los desechos, que no se perfilan como miseria a redimir, sino más bien como rincón en el que se ha refugiado un encanto desvanecido”.
