El editor observa reflexivo el nuevo mundo que comienza a configurarse más allá de la habitación que lo alberga. Su pasión le empuja a tratar de comprender, de intuir, de anticipar, las nuevas dinámicas sociales nacidas de la dichosa epidemia que atormenta a una humanidad alterada e hiperconectada. Trata de huir de la ruina presente -con muchos gastos y ningún ingreso- para tratar de calentar su ánimo con la llama sagrada que titila bajo todo editor de raza, la búsqueda del buen libro, del mejor libro, de ese que enseña, que reconforta o ayuda al lector que lo precisa.


Detrás de todo editor se oculta un cazador de talento, de belleza, de inteligencia, de sabiduría. Nuestro editor sabe que, en algún lugar, un escritor estará tecleando las últimas palabras de un manuscrito único, maravilloso e imperecedero que pronto lucirá en el catálogo del que sepa descubrirlo. Y se dispone para esa búsqueda excitante con la pasión del enamorado. Sabe que la humanidad, en cualquier circunstancia, lugar y tiempo, siempre precisó de historias que le ilustraran, admiraran, divirtieran o emocionaran. Y con ello consuela el dolor y desconcierto propio, orgulloso de su inexcusable e imprescindible misión, la de conseguir los libros, temas y autores que satisfagan al hambre ancestral de sabiduría y relatos.
“El estado de alarma cerró las librerías y apagó las ruidosas máquinas de las imprentas. Los libros dejaron de imprimirse”
El estado de alarma cerró las librerías y apagó las ruidosas máquinas de las imprentas. Aunque los lectores pueden continuar con sus lecturas y los escritores con su escritura, los libros dejaron de imprimirse. Cesó, brusca e inesperadamente, el rosario de novedades. Las que ya estaban impresas quedaron almacenadas, condenadas a aguardar expectantes e impacientes el instante gozoso de retornar al zoco multicolor y culto de las librerías.


Sólo la venta de libros digitales y la realizada a través del comercio electrónico contribuyen a mantener un mínimo vital en el mundo del editor, compuesto, básicamente por editores, impresores, distribuidores y libreros, amén de los imprescindibles oficios precisos para el parto del libro, como correctores, maquetadores, portadistas y traductores, por citar tan sólo a los más destacados y conocidos. Y, sobre todos ellos, el de los escritores y lectores, inicio y final de la rueda infinita de las historias que algún día remoto escuchamos absortos junto al fuego del campamento y que hoy devoramos con idéntica pasión en nuestros libros favoritos.
Los libros son un alimento esencial para la humanidad, más allá de que el gobierno de turno los haya incluido o no en sus caprichosos y efímeros decreto-leyes. Los libros son eternos y, por consiguiente, los editores, seguirán resultando imprescindibles para cualquier sociedad que aspire a la libertad, a la felicidad, a la sabiduría y al progreso.
Pero lo que el editor ignora es que su profesión es casi por completo desconocida por la sociedad que devora sus libros. Cualquier oficio se define por lo que hace o produce. Un médico cura o procura salud, un carpintero trabaja la madera, un bombero apaga fuegos. Pero, el editor, ¿qué produce? ¿Libros? Los libros, en verdad, los escribe el escritor y los imprime el impresor. ¿Qué papel juega entonces el editor?
Alguien podría simplificar afirmando que es quién los distribuye, quién los comercializa, quién los lleva hasta el lector. Pero, para eso están los distribuidores y los libreros. La cosa se complica entonces. Si el editor no es quién escribe el libro, ni quién lo imprime, ni quién lo vende, ¿para qué narices sirve? ¿Un parásito que chupa de la creatividad de los escritores? ¿Un mero intermediario? En absoluto. La tarea del editor es sumamente creativa, realmente imprescindible -antes, ahora y en el futuro- para el mundo de la cultura y el conocimiento.
Un editor se define por el catálogo de libros que construye a lo largo del tiempo. Y dado que los libros tienen cuerpo y alma, al modo escolástico, su atención debe dirigirse tanto al uno como a la otra. Aunque lo más importante sea el alma, el contenido, lo que dice y cómo se dice, el cuerpo del libro -o sea, el tipo de papel, de letra, de portada- también determina en gran medida la experiencia de su lectura. Un editor cuida, pues, alma y cuerpo de los libros que configuran su catálogo, normalmente estructurado en colecciones de temática específica y enfoque personal.
«Un editor de raza siempre otea el futuro, tratando de anticipar el camino que un día tendremos que hollar»
El editor es consciente de que su creatividad debe proyectarse en cada uno de los grandes eslabones que configuran la cadena editorial. Simplificando, se podrían definir cuatro grandes ámbitos de actuación. El primero, y más importante, el dedicado al alma: la selección de obras, temas y autores. El segundo, el dedicado al cuerpo: edición, correcciones, maqueta, portadas, e impresión. El tercero a la comercialización, distribución y venta. Y, por último, el cuarto, a la promoción y difusión de las obras, de los contenidos, de los autores y de los valores propios de la editorial. Estos cuatro eslabones configuran la función del editor, todo ello adobado, como no podría ser de otra forma, por las tareas administrativas, contables, financieras y fiscales, propias de la gestión de cualquier otro tipo de empresa.
El editor, pues, no se limita a recibir propuestas de autores y agencias literarias, sino que, en muchas ocasiones, es el que plantea los temas y busca el autor adecuado para su desarrollo. Por eso, un editor de raza siempre otea el futuro, tratando de anticipar el camino que un día tendremos que hollar, siendo consciente de que, a veces, las obras que editó sirvieron para crear ese camino que nunca antes existiera.
“El mundo postcovid cambiará, sí, pero los viejos libros y los románticos editores seguirán ahí para contarlo”
Caminante, no hay camino, se hace camino al andar, cantó excelso el poeta. Caminante, no hay camino, se hace camino al leer, reflexiona sereno el editor, consciente de que le toca satisfacer, por una parte, la demanda actual de conocimiento y de placer de lectura, pero que, por otra, y sobre todo, debe anticipar las demandas, debates y necesidades futuras. El editor vuelve a mirar de nuevo a través de su ventana, para reflexionar sobre el nuevo mundo que se configura y sobre las lecturas que se precisarán para mejor habitarlo.


El editor se ve pequeño e insignificante ante la gran responsabilidad que la sociedad le confiere. Pero orgulloso de su vocación, decide sacar fuerzas de flaqueza en estos tiempos desolados. Ni las deudas ni las penurias le impedirán cumplir con su misión sagrada y hermosa, la de seguir buscando con ahínco, nada más ni nada menos, el libro soñado, sabedor que el dividendo que por ello obtenga no se conjugará con euros ni dineros, sino con la satisfacción íntima y recogida del lector futuro, con la lágrima furtiva de su emoción, con la clarividencia luminosa de la palabra sabia que precisaba. Y sonríe, entonces, feliz por ello. Pese a todo, merece la pena el sacrificio y el esfuerzo que le aguardan ansiosos.
El editor debería, quizás, escribir un artículo con su momento inspirado. Un artículo que terminara con una afirmación tan certera como distópica: el mundo postcovid cambiará, sí, pero los viejos libros y los románticos editores seguirán ahí para contarlo y cantarlo. Lo veremos y los gozaremos y si no, al tiempo bendito que nunca se detiene y que siempre sorprende.
Manuel Pimentel es escritor y editor. Dirige el grupo editorial Almuzara
