Se cumple, en este 2020 insólito y amenazante, el centenario de Miguel Delibes Setién (Valladolid, 1920-2010). Un año que está siendo complicado para celebrar efemérides, pero no por ello íbamos a dejar de recordar a uno de los nuestros: Delibes, aquel escritor lúcido y reivindicativo que, según se definió a sí mismo en las primeras líneas de su discurso de ingreso en la Academia de la Lengua, también era «muy poco académico, en el sentido tradicional del término». Toda una declaración de principios.
¿Qué pensaría el autor de El camino de este aciago 2020 y los estragos de la COVID-19, devastadora enfermedad que mantiene en vilo al planeta? ¿Cómo nos lo explicaría? ¿Cuál sería la opinión al respecto del novelista cuya obra siempre hemos leído como una decidida defensa de la dignidad del hombre y su actitud responsable ante la naturaleza? ¿Estaría dispuesto a seguir dando largos paseos por el Parque del Campo Grande pucelano, como tenía por costumbre, aunque fuese con mascarilla y guantes desechables? La verdad es que cuesta, y mucho, imaginárselo así.
Como también resulta difícil fantasear con que Daniel El Mochuelo, Roque El Moñigo, Germán El Tiñoso, el ratero o El Nini hubiesen logrado sobrellevar esta desescalada de manera exitosa. Quizá porque no existía la fase adecuada para ninguno de ellos. Como nunca hubo “plan para la transición hacia una nueva normalidad” que valiese para Desi, El Senderines o Don Eloy.
“Las máscaras que utilizaba el escritor en sus novelas no necesitaban mascarillas para respirar hondo ante las dificultades”
Las máscaras que utilizaba el escritor en sus novelas, es decir, todos y cada uno de estos personajes, más otros como el señorito Iván, Paco El Bajo, Azarías, Charito, El Quirce o la Niña Chica, no necesitaban mascarillas para respirar hondo ante las dificultades. Les bastaba con abarrotar, convirtiendo su presencia en una esperanza refulgente y áspera, la España vaciada.
Elegido en febrero de 1973, Miguel Delibes tomó posesión de la silla ‘e’ de la Academia el 25 de mayo de 1975 con el discurso titulado El sentido del progreso desde mi obra. Le respondió, en nombre de la corporación, Julián Marías.


El propio filósofo, en su alocución de bienvenida al escritor, sentenciaba: «No sé qué pone en su documento de identidad. Podría poner muchas cosas: licenciado en Derecho, profesor Mercantil, intendente mercantil, catedrático de la Escuela de Comercio de su ciudad natal; podría poner también: exdirector de El Norte de Castilla, o –si me lo permitieran– ‘inspirador’; por supuesto, podría poner: escritor. Pero sospecho que lo que desearía, si se atreviera, es poner: cazador. Y todavía temo que después de escribirlo se arrepintiera, pensara que era una frivolidad, y rectificara: pescador».
El sentido del progreso desde mi obra es, en palabras de Darío Villanueva, ex director de la RAE, «un discurso innovador y apasionado que comenzaba con una declaración de principios, casi un manifiesto ecologista, en forma de pregunta: “¿Por qué no aprovechar este acceso al alto auditorio para unir mi voz a la protesta contra la brutal agresión a la Naturaleza que las sociedades llamadas civilizadas vienen perpetrando mediante una tecnología desbridada?”».
Llegaba Delibes al antiguo caserón de la calle Felipe IV con las ideas muy claras y el firme voto de arrimar algo del habla rural de sus novelas al diccionario, aunque siempre tuvo claro que, al no ser filólogo, allí era un elemento decorativo. De hecho, intentó incluir, sin demasiado éxito, el nombre de un grupo de pájaros con el aval científico del Parque de Doñana. El escritor comenzó asistiendo a las reuniones periódicas en la RAE con interminables listas de nombres de plantas o pájaros para su correcta incorporación al diccionario. Al parecer, sus colegas nunca mostraron demasiado interés y un Delibes decepcionado optó por mantener un perfil bajo. Se perdía así, arrinconado en el olvido, un tesoro lingüístico ya por aquel por entonces en vías de extinción.
“’El sentido del progreso desde mi obra’, el discurso de entrada en la Real Academia de Delibes, es casi un manifiesto ecologista”
«Tengo en la lista de espera a unos 40 pájaros que no hay forma de poderlos meter en la jaula del diccionario –confesaba el autor de La hoja roja en 1983–. La cosa me disgusta […] y no veo el motivo del retraso del pobre charrancito o del serín, y tantos otros». De todos ellos, hoy por hoy, el único que revolotea por el caserón neoclásico de la Academia es el charrancito. Por desgracia, el serín y muchas otras aves de alto y bajo vuelo nunca llegaron a entrar en la jaula. Frente a la burocracia académica, Miguel Delibes no tardó en pasar de la sorpresa a la decepción teñida de un gris escepticismo.
“Se perdía así, arrinconado en el olvido, un tesoro lingüístico ya por aquel por entonces en vías de extinción”
«Señor Delibes, ¿es usted tan huraño y melancólico como parece?». Ante la pregunta de Joaquín Soler Serrano en su programa A fondo, en 1976, el escritor lo tiene claro: «Mucho me temo que sí». Su carácter oscilaba entre las depresiones y un sentido del humor ácido e inteligente que utilizaba como escudo protector.
“Frente a la burocracia académica, Miguel Delibes no tardó en pasar de la sorpresa a la decepción teñida de un gris escepticismo”
A su muerte, dejó medio centenar de cuartillas manuscritas casi de un tirón que, con el título de Diario de un artrítico reumatoide que empieza a tratarse con Naprosyn, esbozaba la forma de una novela corta que nunca llegaría a culminar. El propio Delibes describió esta obra inconclusa como «las memorias de mi absoluta incapacidad deportiva y del enclaustramiento doméstico más completo bosquejadas con un humor negro y resignado».
Al novelista vallisoletano nunca le gustaron ni la popularidad ni la fama. No era más que ese «castellano universal que lleva boina como tapadera», como le definió su compañero Umbral. Recuerdan sus hijos que una vez se le acercó un niño mientras daba uno de sus largos paseos de flâneur empedernido y le confundió con Azorín. «¡Hijo, Azorín lleva criando malvas mucho tiempo!», le corrigió Delibes. Cuando el pequeño se alejó contrariado, el novelista comentó: «Seguro que cuando ese niño llegue a casa le dirá a su madre: “¡Mamá, he estado con Azorín! ¡Aunque él lo ha negado!».
“Secundaba el ecologismo, sí. Pero nunca fomentó las sandeces buenistas ni los animalismos de pandereta”


En otra ocasión, un grupo de escolares le paró, también en la calle, durante otro paseo, para preguntarle: «¿Es usted Miguel Boyer? ¡Fírmenos un autógrafo!». Y acto seguido Delibes empezó a firmar autógrafos como un descosido mientras se hacía pasar por el exministro felipista, ante el bochorno de la profesora que acompañaba a los burlados alumnos. No obstante, se negó a firmar la dedicatoria para un perro suplicada por el dueño del animal en una de las casetas de la Feria del Libro. Secundaba el ecologismo, sí. Pero nunca fomentó las sandeces buenistas ni los animalismos de pandereta.
Año Delibes, 2020. Es un momento idóneo para mantener encendida la memoria del novelista, aquel académico nada académico que trató de enjaular en el diccionario, aunque sin demasiado éxito, a bandadas pájaros. ¡Se agradece el esfuerzo, don Miguel!
