Aunque por supuesto no fue así, me gusta pensar que el primer poema en hablar de esto fue L’Infinito, creación magistral con el que el italiano Giacomo Leopardi, hace 200 años, retrató lo que nos inunda cuando, desde la soledad, contemplamos hacia dentro de nosotros ese misterio interminable que son el cosmos y la vida, y advertimos en su presencia una inesperada compañía.
Leopardi se describe en esos quince versos ante un cerro solitario con un seto que del último horizonte la mirada excluye (dell’ultimo orizzonte il guardo esclude).
Aun así, …sentado y mirando interminables / espacios de allá lejos, y sobrehumanos / silencios y su hondísima quietud, se queda ensimismado. Hasta que brota algo parecido a una sabiduría inesperada.
Estos días, en busca de andamiajes literarios para mantenerme lo más firme posible ante esta crisis, encontré esta suerte de respuesta a Leopardi por parte del norteamericano Billy Collins (traducción de José Almagro):
Los pájaros están en los árboles,
la tostada en el tostador,
y los poetas están en las ventanas.
Es el comienzo de su poema Lunes. Desde que lo reencontré, cada vez que me asomo desde mi casa a contemplar el paisaje de fachadas, azoteas, antenas, chimeneas y árboles, y veo a gentes como yo también acodadas en su ventana, como enmarcadas en un retrato, pienso en todos nosotros como poetas. Y también en Leopardi, explicándonos que da igual que lo que tengamos delante no sean un cerro y un seto, sino un skyline más o menos desordenado: el cosmos, la vida, siguen ahí, hacia donde miramos así, cara dentro y cara fuera de cada uno.
No veo ya entonces a esas personas como en un retrato, sino como en un espejo: cada uno de nosotros somos todos nosotros. Nuestras preocupaciones, esperanzas, miedos, vacíos o dudas emanan de nuestra común condición humana. Quizá es más que nunca ante desafíos comunes como este, tan tremendo, cuando más nítidamente identificamos esa naturaleza común. Miro a una mujer muy mayor que al caer la tarde aprovecha los últimos rayos de sol en su ventana, con las dos manos a modo de visera sobre los ojos, y me veo a mí, nos veo a todos, explorando L’Infinito que somos.
Decía que, aunque por supuesto no es así, me gusta pensar que el primero fue ese poema de Leopardi. Con la mejor poesía sucede que al leerla, o escucharla, aunque nunca antes hayamos sabido de ella la sentimos de repente como sabida: llevaba ahí desde siempre. Y con esas palabras exactas, pues no podría expresarse con otras. Por eso es intemporal. Por eso es que cualquier poema puede ser el primero. Por eso, en fin, me gusta pensar que L’Infinito lo es.
El ejercicio activo de la soledad, tan imprescindible para el aprendizaje, la formación personal y profesional, la creación, la lectura o la religión, sufría de cierto desdoro en los últimos tiempos. Es un poco lo que cuenta Julio Cortázar en la célebre entrevista que le hizo Joaquín Soler Serrano en su programa A Fondo: “Yo soy por naturaleza solitario. Me siento bien solo. Puedo vivir solo. Puedo vivir largos períodos solo. Y eso, sobre todo, en mi primera juventud, en mi adolescencia. Y luego ya aquí, viviendo en Europa, por otros motivos (…) digamos que descubrí a mi prójimo. En ese momento, lo que yo reivindicaba casi como un derecho y como un orgullo, el derecho de que me dejasen en paz, y yo estuviera solo, se convirtió un poco en un sentimiento de culpa”.


Personalmente, recuerdo la preocupación de mi familia y amigos cuando, siendo yo muy joven, me escapaba durante unos pocos días solo al campo, para disfrutar de diálogos que allí establecía con la naturaleza y que luego me costaba explicarles. En una ocasión mis amigos estuvieron a punto de ir a buscarme, por si necesitaba su compañía para superar algo. Me lo confesaron a mi regreso. Igual que Cortázar, llegué a dudar de mí mismo: ¿sería yo acaso culpable de solipsismo?
Qué lejanos parecen aquellos años en esta era de hiperconexión digital. Encerradas en sus hogares y solas, millones de personas de todo el planeta pueden mantener una comunicación permanente no ya con sus seres queridos y amistades, sino con verdaderos desconocidos. Incluso con robots capaces, mediante complicados algoritmos, de hacerse pasar por anónimos usuarios de las RRSS para sembrar la desunión.
¿Estamos quizá estos días más “infoxicados” que nunca? El neologismo, acuñado por Alfons Cornella para aludir a la sobresaturación de información, se me presenta como un ángel de la guarda de dedito acusador cada vez que paso demasiado rato consultando y compartiendo noticias, análisis, chistes, ánimos y temores. Entonces dejo el teléfono y el ordenador, acudo a la ventana, la abro y dejo que el aire fresco, menos intoxicado de partículas nocivas que nunca, me ventile como necesito.
Y ahí me quedo. A veces, mucho rato. Si está nublado, contemplo las formas, a veces recortadas como setos de jardín, de los cumulonimbos. Si hace sol, hago acopio de Vitamina D.
Tarde o temprano acabo cerrando los ojos. Lo hago para sentirme, a mi minúscula y limitada manera, tardé unos días en advertirlo, como el Maestro Yong en aquel poema de Li-Bai: Rodeado de pinos que tocan el cielo, / vives en plena libertad, olvidando los años. E igual que el poeta del S. VIII, el autor chino que más leí y releí en aquellos años mozos de solitarias excursiones naturalistas, Aparto las nubes y busco el antiguo sendero. / Y recostado en un árbol, / escucho el susurro de un arroyo.
Porque lo que suena entonces en mis oídos ahí, en el marco de esa ventana, de ese espejo que me retrata proyectándome hacia L’Infinito, es también un susurro acuático.
Los cuatro caños de la fuente de mi plaza acompañan a esta ciudad con sus voces desde antes que Leopardi compusiera sus poemas.
La historia dice que fue instalada en 1794. Pero como sucede con la mejor poesía, su presencia lleva ahí desde siempre: agua que corre. Por eso, cada vez que la escucho es como si fuera la primera del mundo. Yo con los ojos cerrados, ella fluyendo dentro de mis oídos. Mi soledad describiéndose en sus versos transparentes. Como una sabiduría inesperada.
