Anish Kapoor es uno de esos artistas plásticos que trabajan el agua. El agua le permite hacer “una escultura no-escultura”, como él mismo explicaba, a propósito de Descenso, su remolino eterno: “una forma negativa de la escultura, como es el agua cayendo interminablemente dentro de sí misma”. Descenso quiere decir muchas cosas, pero ante todo es un remolino de agua que parece atraer y tragárselo todo, y llevarlo a través de un agujero negro a un espacio abisal del que no es posible emerger. Como lo haría el vórtice de un tornado, pero hacia el centro de la Tierra.
Es la fuerza de la naturaleza expresando dos corrientes contrarias que chocan y se enzarzan en una especie de danza magnética. La energía puede provenir de las mareas ascendentes y descendentes o de la fricción de un río que fluye en un espacio angosto, o el agua de una corriente rápida contra otra más lenta y la presión sobre un agua mansa, o del aire en fuga a través de un desagüe que la hace girar y absorber como los agujeros negros. Un remolino es también una metáfora, como la que esbozó el artista indio-británico cuando los nacionalismos intolerantes comenzaron a tragarse la convivencia, la sensatez y las democracias: “Para ver esta obra, la gente tiene que formar un círculo, incluso con desconocidos, lo que genera un acontecimiento comunitario, democrático”.
Descenso nació en 2014-15, concebida para un espacio interior en la Bienal Kochi-Muziri, en Kerala (India). El artista la llevó luego a San Gimignano, Italia, y a Versalles, en Francia. En 2017, Descenso se instaló en una versión ampliada (en una piscina circular de ocho metros de diámetro) al aire libre, junto al Brooklyn Bridge de Nueva York. Recursos de la ingeniería hidráulica le permitieron crear esa pieza hipnótica, con agua que gira permanentemente, batiendo una espuma que no porta buenos augurios. En las primeras versiones de la obra, Kapoor tiñó el agua de negro, aunque más tarde desistió del tinte para dejarla agitarse en el misterio de su transparencia original.
El hijo de un hidrógrafo
Anish Kapoor, uno de los artistas contemporáneos más destacados del mundo, nació en Mumbai (India), en 1954, y vive en el Reino Unido desde hace 45 años. Su padre era físico, especialista en hidrografía, por lo que en su memoria corre la indagación sobre el agua, en todas sus evanescentes formas y geografías. En 1990 representó a Gran Bretaña en la Bienal del Venecia y buena parte de lo allí exhibido se mostró, meses después, en el museo Reina Sofía. Entonces exploraba el color y la geometría, en esa senda del artista que va hacia lo que desconoce y lo que expone es la calidad del descubrimiento, ese misterio relacionado con “la propia mitología”, aunque el espacio interior sea “oscuro e insondable”. El proceso continuo de la materia a la imagen nos lleva, según Kapoor, a las mismas preguntas; entre ellas, “el no objeto”, el espacio y el tiempo que crean nuevos objetos y “la condición del color”, color que para él debería ser como la del agua que moja.
Cuando tenía un poco más de una década de carrera a sus espaldas, en 1991, Kapoor ganó el prestigioso premio Turner y, en 2000, ya estaba esculpiendo en agua, en Londres, con su obra Parabolic Waters (aguas parabólicas), en la que una superficie líquida se orientaba hacia el cielo, reflejándolo, en calma. En 2002, ocupó la sala de turbinas de la Tate Modern Art de Londres, con una gigantesca instalación dedicada al sátiro griego Marsyas, producida conjuntamente con el artista de Sri Lanka Cecil Balmond.
Espejo de nubes
Jugando con los materiales que le permitiesen dar forma a la dualidad del objeto físico y su contraparte no física, e inacabable, como él mismo define su concepción del arte, en 2006, diseñó el Cloud Gate (Puerta de nubes), una instalación de gran formato en acero inoxidable, que refleja y distorsiona a los paseantes, los edificios contra el cielo y el suelo, en el Millennium Park de Chicago. Su inspiración fue la imagen de una gota de mercurio líquido. Y, en 2009, en la madurez de su carrera, por fin se concretó una gran exposición suya en España, en el Museo Guggenheim de Bilbao, donde se halla la magnífica escultura El gran árbol y el ojo (hecha de bolas de acero apiladas), que es espejo a la vez que engaño.
Los cambios de uso de los objetos y sus reminiscencias parecen evocar a Sigmund Freud y sus indagaciones en el inconsciente. “Ojalá el objeto pudiera ser disparador de la memoria colectiva de un lugar –decía Kapoor, hace unos meses, con motivo de una retrospectiva suya en Chile– porque una obra de arte es una conversación. Tú completas el círculo, traes tu historia, tu psique, la historia de tu país, y eso es lo que saca fuera el significado de un objeto”.
Y aunque el artista defienda a ultranza la inutilidad del arte, a veces se deja tentar por esa conversación con el público: “Después de todo, eso es el arte: un proceso de ida y vuelta entre el objeto y el espectador. ¿De dónde viene el significado? Algo pasa en el proceso. Eso espero (…) Los objetos no son seres independientes, son muy sensibles y los afecta especialmente el lugar en el que se exponen, el espacio, el contexto cultural y metafórico”.
Para Kapoor, deberíamos usar más tiempo en cosas inútiles y no se refiere al entretenimiento, sino a hacer cosas “literalmente inútiles, sin sentido ni propósito, para nuestro crecimiento poético interior”.
