Desde esta época en que cada centímetro del mundo está cartografiado, y en la que podemos visitar en remoto los rincones más alejados del planeta, resulta difícil imaginar cómo sería moverse casi a ciegas, galopando lejos de casa, o navegando con brújulas magnéticas rudimentarias, siguiendo alguna estrella, cuando el cielo se despejaba. Esto era lo que sucedía unos pocos siglos atrás, en tiempos que podríamos denominar precolombinos. De aquel momento en que la navegación cambió, porque la humanidad quiso ir más lejos, hacia donde no había costa a la vista ni cálculos previos de distancias, nos llegan los ecos del comerciante y cartógrafo Juan de la Cosa, santoñés, armador de naos y propietario de la Santa María, la nave en que se embarcó Cristóbal Colón en aquel primer viaje fundacional de 1492.
La nueva forma de navegación astronómica que permitió a estos temerarios marinos intentar llegar a alguna orilla, estimando la altura de los astros con respecto al horizonte –ayudados por el astrolabio y la ballestilla– fue la que los llevó a pisar las playas de un nuevo continente, posteriormente llamado América. Juan de la Cosa, quien también era funcionario real, había nacido en una familia de marinos, a orillas del Cantábrico, en 1460, y se atrevió a acompañar a Colón en una expedición sin asideros.
Con Juan de la Cosa nació la cartografía moderna
El marino contaba, ante todo, con la confianza de los Reyes Católicos, en especial, de la reina Isabel. Al almirante Colón solo le correspondió la aceptación de su nombre entre la tripulación que iba a explorar la inmensidad del océano, desafiando los límites de los portugueses y los obstáculos de las rutas de Oriente; el plan consistía en poner proa a poniente, porque suponían que en algún atardecer toparían con las Indias, de las que traerían especias, cuando estas valían tanto o más que el oro. De la Cosa, atento a la geografía a babor y estribor, se puso a dibujar lo que serían las primeras aproximaciones a un planisferio con bastante más territorio que el que entonces podía imaginarse desde Europa.
Lo que se llevó de Santoña
La historia cuenta que la Santa María, que zarpó de Puerto de Palos, Huelva, el 3 de agosto de 1492, naufragó el 24 de diciembre de 1492. Juan de la Cosa iba como maestre, armador y buen amigo de Martín Alonso y Vicente Yáñez Pinzón, pero, al parecer, no se salvó de la reprimenda del almirante por el naufragio de la nao. La tradición de Santoña narra también cómo Colón salvó la estatua de la virgen del puerto que De la Cosa había cargado en el barco. Hoy, el paso marítimo de la ciudad cántabra termina a los pies de la Virgen del Puerto, que irradia blancura hacia toda la bahía.


Para conocer a Juan de la Cosa hay que ir a Santoña, impregnarse de la humedad del Cantábrico, subir y bajar el monte Buciero, llegar al Faro del Caballo y ver el fondo del mar transparentado por las aguas que allí no parecen bravías. Esa ciudad de costa casi circular, rodeada de mar y marismas, explica la vocación de un marino.
Para evocar al hijo pródigo que diseñó barcos y dibujó rosas de los vientos sobre océanos desconocidos, nada mejor que visitar la iglesia de Santa María del Puerto, un antiguo monasterio del tiempo de los reyes godos, reconstruido en el siglo XI, que contiene una talla gótica de la imagen de la Virgen y el Niño, la que habría acompañado a los exploradores españoles hasta las Indias occidentales.
Los viajes hacen el mapa
En un reportaje biográfico dedicado a Juan de la Cosa, con producción del Ministerio de Defensa, el diseñador e historiador naval Ignacio Fernández Vidal explicaba el extrañamiento actual de los conocedores de la mar frente a esos hombres que navegaban “por instinto, que olían la tierra y leían las nubes” , porque no contaban con instrumental alguno para averiguar dónde había fondos o acantilados o islas, en medio de la noche, y que, seguramente, “interpretaban el tipo de olas y así sabían si había rompientes cerca”.
Juan de la Cosa acompañó a varios capitanes de navíos españoles en sus viajes de exploración del nuevo mundo y su papel de armador fue ampliándose al de cartógrafo principal. En 1499, se adentró junto a Alonso de Ojeda en la desembocadura del Orinoco y resultó herido por una de las flechas con las que los recibieron los pobladores locales. A pesar de aquellos contratiempos, al regresar tuvo fuerzas para trazar una carta con todas las tierras descubiertas por españoles y portugueses hasta ese momento.
El primer planisferio que incluye el perfil de las costas del Nuevo Mundo –se adivinan el Caribe, sus islas y el norte de Brasil– está datado en el Puerto de Santa María, Cádiz, en el año 1500, y lleva la firma de Juan de la Cosa. Este incunable de la cartografía mundial, dibujado sobre dos pieles pegadas, se encuentra hoy en el Museo Naval de Madrid, aunque para llegar hasta allí pasó varias centurias extraviado, en manos de coleccionistas de distintos países, hasta que, en el siglo XIX, el estado español pudo recuperarlo, comprándolo en una subasta.


De la Cosa, que también fue espía de la corona española en Portugal, había viajado seis veces a América y de cada una de aquellas travesías trajo líneas nuevas, contornos más afinados y precisos para sus mapas, además de costosos regalos para sus majestades. En la sexta expedición, a principios de 1510, mientras buscaba, a pie, un lugar para establecerse con su familia, en la isla La Española, murió atravesado por numerosas flechas envenenadas. Su imagen última, amarrado a un árbol caribeño, recuerda la estampa del mártir San Sebastián, perseguido y ajusticiado por los romanos, y, precisamente, homenajeado en el retablo de San Bartolomé –realizado en madera policromada, en 1561– que decora el interior de la iglesia de Santa María del Puerto, en Santoña.
Quedaron sus mapas: con Juan de la Cosa nació la cartografía moderna, la misma que nos ha traído hasta aquí, rendidos como estamos ante las aplicaciones móviles de geolocalización, sin las cuales la vida, hoy, nos parecería imposible.
