“El agua es el más íntimo de los recursos naturales. Para muchos, el repentino correr del agua anuncia nuestra llegada al mundo. Dependemos y compartimos nuestras vidas con el agua en muchas formas: el calmante goteo de los manantiales de agua dulce, el deshielo de un río congelado, las olas cubiertas de blanco del norteño Gran Lago, el olor de la lluvia después de una sequía debilitante. El agua refleja nuestras emociones, despierta los sentidos y excita la imaginación”.
Era inevitable empezar esta crónica con el excelso, quizás un poco afectado, primer párrafo del texto que da la bienvenida a Memorias del Agua, una exposición del Museo de Arte Metropolitano de Nueva York, o Met, dedicada a la relación con el agua que tenían las comunidades indígenas de Estados Unidos.
Se trata de una muestra relativamente pequeña, pues consta de 40 artefactos seleccionados por Patricia Marroquin Norby, historiadora de ascendencia purépecha y primera comisaria de Arte Nativo Americano del Met. El repertorio incluye fotografías, máscaras, cerámicas, armas, ropas tradicionales, amuletos y otros elementos distintivos de las variadas tribus indígenas de Norteamérica: no solamente las pre-coloniales, pues la exhibición abarca hasta la era contemporánea.
Si colocásemos estos objetos en orden cronológico, a diferencia de lo que hace la exposición, empezaríamos muy, muy al norte, en la lejana prehistoria de Alaska, rodeados de chamanes y artilugios talismánicos de formas femeninas: rostros serios y alargados hechos de marfil de morsa, con una apertura que podría indicar, según los historiadores, la puerta de unión entre el mundo físico y el espiritual.


«La exposición muestra la relación con el agua que tenían las comunidades indígenas de Estados Unidos»
“Para los pueblos árticos”, dice el texto que presenta la sección, “los límites entre el mundo espiritual y el humano eran permeables, y las formas artísticas expresan el punto de vista de que los humanos, los animales y los espíritus existen en un estado de intercambio recíproco y transformación potencial”.
Se trataba de una vida dependiente del agua, del marfil y de la carne de las morsas, de los caminos congelados del Estrecho de Bering, de los arpones y de las infinitas extensiones blancas. El pueblo de Thule, antecesor de los Inuit, o esquimales, hasta se fabricó unas gafas de marfil con dos finas ranuras que protegían los ojos tanto de las ventiscas heladas como del efecto del sol reflejado en la nieve.
A medida que el ojo del espectador se desliza por otros paisajes estadounidenses, como las masas de bosque, los Grandes Lagos o las llanuras centrales, ve que el rol del agua sigue siendo dominante. Nuestro “recurso más íntimo” está presente en la pesca, en los rituales, en los cestos hechos de juncos, en los juegos y en las travesías a lo largo de la naturaleza.
Si uno explora los bosques en los que colindan Canadá y Estados Unidos, por ejemplo, es posible que se encuentre un árbol en forma de ángulo recto: es decir, un árbol cuyo tronco se eleva un poco y luego adopta la silueta de una L. No se trataría, seguramente, de un capricho de la naturaleza, sino de un método de la Nación Ho-Chunk para señalizar un camino seguro o la existencia de algún recurso preciado, como el agua dulce. Dicho método consistía en doblar el tronco poniéndole encima una pesada piedra, de manera que quedara como un claro indicador natural.
Durante nuestro paseo vemos canoas hechas de corteza de abedul, con motivos animales y mitológicos; dagas, peines, mazos, y hasta una chaqueta vaquera moderna, con un poderoso pájaro de color rojo, el thunderbird loado por los Anishinaabe, grabado en la espalda. La chaqueta pertenecía a un activista indígena que luchaba por la preservación de un ecosistema de Wisconsin. Un tipo de militante conocido como “protector del agua”, tal y como se nos ilustra en la muestra.


La presencia europea
En un momento dado, sin embargo, aparecen los conquistadores europeos, que también se aprovechan del agua. Y le añaden una dimensión industrial. Los barcos que zarpan de Nueva Inglaterra exploran los siete mares. El aceite de ballena era muy codiciado en el siglo XIX. Gracias a él se iluminaban las mansiones de la aristocracia. Las llamas ardían brillantes e inodoras en lámparas de cristal prensado. De las ballenas también salían la cera de las velas e ingredientes de perfumes.
Los colonos, que eventualmente se transformaron en estadounidenses, se dejan cautivar por los recovecos mágicos del panorama. Entre 1883 y 1893, el germano-americano Henry P. Bosse fue contratado por el Gobierno para hacer un estudio topográfico del río Misisipi, previo a su dominación por parte de las autoridades.
Lo que iba a ser, en principio, un trabajo técnico, acabó pareciéndose más a una delicada obra artística. Las 345 fotografías que tomó Bosse acabaron formando un relato de tintes oníricos sobre el devenir del río más grande de Estados Unidos, que avanza, se dobla y define los hábitats de las tribus que acabarían siendo desplazadas por la industrialización: los Ho-Chunk y los Winnebago.
Como en otras exhibiciones del museo, y, en general, de la alta cultura urbana estadounidense, Memorias del Agua adopta una retórica lisonjera y piadosa hacia las culturas nativas americanas, respetuosamente retratadas como inocentes emanaciones de la naturaleza: sociedades prístinas, saludables y armoniosas, integradas en el medio ambiente, maculadas luego por la mano de la industria.


En su página web, el Met presenta el Ala Americana, la sección donde está incluida esta muestra, con una confesión del hecho de que el museo está construido en Lenapehoking, una tierra perteneciente a la diáspora de los indios Lenape. “Reconocemos respetuosamente y honramos todas las comunidades indígenas -pasadas, presentes y futuras- por sus actuales y fundamentales relaciones con la región”, dice la dirección del museo en el primer párrafo. Un ritual identitario, el reconocimiento de las “tierras robadas”, que se ha extendido por el mundo cultural y corporativo de las regiones progresistas norteamericanas.
Memorias del Agua tiene su vertiente política, representada por las referencias a la militancia ecológica. En una esquina, al entrar, hay un vídeo de la llamada “serpiente de agua”. En noviembre de 2016, varias decenas de personas se congregaron en Standing Rock, en Dakota del Norte, para evitar que la construcción del oleoducto Dakota Access atravesara el río Misuri. Cada uno de los manifestantes llevaba un escudo que también era un espejo; al caminar juntos, filmados desde arriba, el efecto era el de una serpiente plateada, viva, como hecha de agua.


Esta idea, del artista Cannupa Hanska Luger, nacido precisamente en la reserva indígena de Standing Rock, fue inspirada por las protestas ucranianas del invierno de 2014. Durante aquellas manifestaciones, que desencadenarían una serie de acontecimientos que los ucranianos padecen hoy, decenas de mujeres colocaron espejos en la cara de los policías antidisturbios: para que estos se vieran reflejados en ellos, con sus armaduras, sus cascos y sus largas porras.
Adaptada al contexto de la militancia ambientalista en Estados Unidos, estos escudos reflectantes tenían como objetivo “mostrar a los policías una imagen de sí mismos con la esperanza de alcanzar su humanidad y hacerlos menos violentos”, dice el texto al pie de la obra. “Los escudos se dirigen a una humanidad universal enraizada en los valores indígenas: todos necesitamos agua para vivir”.
