Crecen cipreses agnósticos, de alargadísima sombra, a lo ancho y largo del Paseo de la Castellana. Madrid es un caos de disputados votos lanzados al aire por el señorito Iván. Y la Régula y Paco El Bajo okupan los bajos de la Biblioteca Nacional en espera del Desahucio Final. Madrid se Delibesiza por Centenario. Rebosante capital de la España vaciada a penaltis. Madrid es Valladolid, pero con los libros de tapa dura que lee y relee, en Sol, el Oso sin su madroño. Hoy, aquí, cada barrio confinado se llama Urueña.


Puntual como un reloj de arena desenchufado, aterrizo a las once de la mañana, o’clock, en el portón acristalado de la BNE y lo hago con mi reserva previa bajo el brazo. Todo para toparme, de sopetón, con una de esas expos que perduran en la retina horas después de haber sido visitadas. Y algo así no ocurre todos los días, desde luego. Delibes. Sin más que añadir. Tal es el título de la muestra por el centenario del escritor. Pocas veces un apellido dirá tanto con tan poco. E invitará a seguir leyendo.
En Delibes, la expo, hay fotografías, cartas, dedicatorias y vídeos de una familia numerosa que siente una pasión desmedida por el legado de su progenitor, aquel doctor en Derecho y catedrático de Historia del Comercio que currelaba como director de El Norte de Castilla y obtuvo, gracias a alguna de sus novelas, el Premio Nadal (1948), el de la Crítica (1953), el Príncipe de Asturias (1982), el Nacional (1991) y el Cervantes (1993), entre otros. Por no hablar de su labor como académico o la cantidad de ocasiones en que formó parte de la baraja de nominadísimos al Nobel, aunque sin fortuna.


“Su discurso de entrada en la Academia, leído en 1975, da la razón a un Miguel Delibes visionario y protoecologista”
En Delibes hay un cuadro al óleo, el de su amada esposa, Ángeles de Castro, el mismo retrato de Eduardo García Benito que dio título a su novela Señora de rojo sobre fondo gris y que el autor de Los santos inocentes tuvo siempre tras su mesa de trabajo. Una mesa de madera robusta, quizá de roble, que mide siete palmos de ancho y tres de fondo y también forma parte, con quemaduras de cigarrillos incluidas, de la muestra.


En Delibes también hay una voz en off de altura, la de José Sacristán releyendo las primeras páginas de sus más inolvidables libros. Y en Delibes resucita una y otra vez Paco Rabal, en el papel de Azarías, llamando desesperado a su Milana. ¡Milana bonita!
En Delibes hay gente, bastante gente para ser lunes y transcurrir la exposición en un Madrid coronavírico. Una veintena de personas o así pude contar, aunque las restricciones impuestas por la pandemia han limitado el acceso a 160 personas por hora, además de hacer obligatoria la cita previa. Gente que utiliza las mascarillas correctamente y mantiene una distancia segura mientras se deja sorprender por las 310 piezas, entre manuscritos, cartas y fotografías que conforman la muestra.
En vías de extinción
Y, si hubiese que elegir algo para llevarse a casa, yo me quedaría con el telegrama que en 1948 le anunciaba que había ganado el Premio Nadal, el mismo que convirtió en escritor de raza al juntaletras amateur que, hasta el momento, tecleaba por pasar el rato en la máquina de escribir que le regaló su esposa cuando se casaron.
Y si pudiese llevarme algo más, yo arramblaría con el manuscrito original del discurso que pronunció en 1975 durante su ceremonia de ingreso en la Real Academia Española. Un discurso escrito en un cuaderno de hojas cuadriculadas y en el que nos alertaba de los peligros que suponía para la naturaleza el progreso descontrolado. Un texto que, leído hoy, da la razón a un Miguel Delibes visionario y protoecologista.


Al marcharme, vislumbré cómo dos centenares de ratas cruzaban, en plan runners en día de Maratón Popular, los pasos de cebra de Recoletos. Buscaban al Buen Ratero que se encariñase con ellas. Madrid sufre una plaga endémica de Roedoras Carantoñas. Para más inri, la Milana bonita se posaba en el dedo en punta de la estatua de un cariacontecido Colón y Daniel El Mochuelo la emprendía, a tirachinazo limpio, con el inmaculado cabezón de la escultura de la niña Julia de Plensa instalado en la plaza.


Regresé a mi casa rebosante de Delibes. Satisfecho, contento, agradecido y sintiéndome cercano a aquel escritor de Valladolid que vivió apegado a un mundo rural y sostenible, aunque en vías de extinción. Y lo hizo siempre así, aceptando luces y sombras. Entre continuos encontronazos con la censura, que primero forzaron su abandono de la dirección de El Norte de Castilla y luego afectaron a su obra literaria.
Me quité la mascarilla y me lavé las manos. Os recuerdo que debéis insistir en el hábito de lavarse las manos. Pero no como el Azarías. Tampoco hay que llegar al extremo de «orinárselas todas las mañanas para que no se resequen». Basta con un poco de agua y jabón.
