En estas fechas, hay cosas a las que preferimos no darles demasiadas vueltas, por lo que intentamos mirar para otro lado y pensar que para cuidar la naturaleza tenemos otros once meses del año. En la acera de un bazar o dentro del supermercado, vemos varias hileras de flores de Pascua envueltas en láminas plásticas –listas para pasar por caja y conseguir una decoración perfecta–, junto con otros tantos estantes de pequeños acebos en macetas plásticas minúsculas o pinitos rociados con purpurina. Decidimos salvar uno o dos ejemplares, e imaginamos, cándidamente, que se trata de “salvarlos” de morir de sed, aislados en algún depósito, cuando hayan perdido su atractivo. Sabemos que este acto individual no evitará los estragos ecológicos que intuimos entre el vivero y las tiendas, en medio del furor del consumo navideño. En las floristerías de los barrios acomodados, las poinsettias y los acebos más desarrollados conviven con ejemplares de abetos (con o sin raíces), largas ramas de pinos y otros esbeltos tallos con bayas coloridas para adornar salones elegantes.
“Corta un árbol, mata un pavo y envuélvelo todo en plástico: nada de esto es muy cristiano ni muy ecológico”, nos dice Carlos Magdalena, el botánico asturiano que desde hace dos décadas cuida las plantas más preciadas del mundo en el Kew Gardens de Londres. “A decir verdad, cortar plantas para adornar festividades es apenas actividad más contra el medio ambiente. Los árboles de plástico serían más sostenibles si se usaran durante, al menos, 20 años, lo cual significa que el plástico no puede ser tan biodegradable… El problema es que somos demasiada gente y cualquier cosa que se te ocurra, multiplicada por la escala es una inmensidad. Podríamos hacer un vaso de floristería, usando cornus sanguínea con hiedras, pero, claro, si cortas ramas con bayas de colores les quitas a los pájaros su comida de invierno”, reflexiona.
¿Hay alguna posibilidad de ser sostenibles con los adornos naturales navideños? repreguntamos. “El problema siempre es la escala –insiste Magdalena–, ya que si todos hacemos lo mismo, somos 40 millones de personas arrancando las mismas plantas. Hay que ser creativos para tratar de no afectar el medio ambiente, utilizar materiales sostenibles como el corcho, o telas para envolver (en lugar de papel y celo), tal como se hace según el arte japonés que se llama furoshiki”.
Reutilizar es el mensaje.
El abeto con el que soñó Lutero
¿Quién no ha oído la leyenda de que fue el príncipe Albert, el esposo alemán de la prolífica reina Victoria de Inglaterra, quien, a mediados del siglo XIX, importó a Londres la costumbre del árbol de Navidad desde su Sajonia natal? Pues, al parecer, hay una historia anterior del pino navideño que sitúa al alemán abeto decorando los salones de la corte británica ya a finales del siglo XVIII, gracias a otra noble germana llamada Carlota, que se casó con el rey Jorge III.


En tanto, en España, cuentan que fue Sofía Troubetzkoy, hija no oficial del zar Nicolás I, quien trajo la tradición del abeto decorado hasta Madrid, donde convivió con su segundo esposo, el duque José Osorio y Silva, alcalde de la capital entre 1856 y 1865. El primer emplazamiento español de un árbol de Navidad dataría, entonces, de 1870, en el palacio de Alcañices, que se ubicaba donde hoy está el Banco de España, frente a Cibeles.
De lo que caben menos dudas es que el abeto decorado sería, en efecto, alemán. En este caso, la leyenda narra que fue producto de la imaginación del padre del protestantismo, Martín Lutero, de quien se comenta que, una noche de invierno de 1536, caminando por un bosque de pinos, en Wittemberg, vio cómo las estrellas destellaban entre las ramas. Esa imagen lo habría inspirado para decorar con velas un árbol en su propia casa y recordar a sus niños el cielo estrellado en el nacimiento de Cristo. Como fuere, ya en 1605 habían aparecido los árboles navideños en el sur de Alemania, según testimonios escritos encontrados en Estrasburgo (hoy ciudad francesa).
Los abetos son árboles de zonas frías, crecen naturalmente en el norte de Europa, en Norteamérica y en grandes extensiones asiáticas. Hay, sin embargo, un abeto nativo de España, el pinsapo, que se encuentra en las sierras de Málaga y en Sierra Nevada. “Es una reliquia de las glaciaciones”, explica Carlos Magdalena, ya que, en tiempos más fríos, “hubo abetos en el sur de Europa, pero cuando el hielo se retiró, quedaron solamente en las montañas; los pinsapos son azules y que a nadie se le ocurra cortar ninguno porque son escasos”, remata.
Los que se venden, según Magdalena, crecen “como plantas de maíz, en fila, y esa semilla puede requerir un tiempo de cultivo de entre cinco y diez años, para luego cortarlos, empaquetarlos en esa red de plástico y, a veces, venderlos en macetas”. El problema es que “la calefacción no les hace bien”. Hay quien dice de plantarlos, pero, a su juicio, “plantar abetos no es equivalente a tener un bosque nativo”.
Acebos, musgo y poinsettias
“El acebo, que es tan tradicional, constituye una parte importante del bosque en Asturias, y es la única planta que tiene hojas en el invierno, o sea que los pájaros dependen de ellos”, aclara el botánico. En efecto, el acebo (Ilex aquifolium) es, con la flor de Pascua, una de las plantas representativas de la Navidad y está amenazado en las regiones donde tiene su hábitat, precisamente por su uso tan extendido como adorno. Cortarlo está prohibido en el norte de España.
El musgo, utilizado en belenes, también está en peligro de extinción. Los musgos nutren los suelos del bosque y evitan la erosión, a la vez que constituyen el hogar de numerosos insectos. Además, apunta Magdalena, “el musgo fija mucho dióxido de carbono y cuando se convierte en una cosa comercial, se extrae de los bosques y es un problema”.
Por último, la poinsettia o flor de Pascua llegó desde México en tiempos del virreinato de la Nueva España. En el idioma náhuatl, de donde es nativa, se llama cuetlaxóchitl (que significa ‘flor que se marchita’); de hecho, hay grupos americanos que reivindican nombrarla en su lengua original, sobre todo para eliminar la referencia a quien le dio el nombre anglófono: Joel Roberts Poinsett (1779-1851), un botánico norteamericano defensor del esclavismo. No obstante, los mexicanos pueden quedarse tranquilos porque a la euphorbia pulcherrima se la menciona con muchos nombres diferentes, según el país del que se trate: por ejemplo, en Chile, es la Corona del inca y, en Argentina, es la Estrella Federal, en alusión al distintivo rojo que portaban las tropas federales, en los primeros tiempos tras la independencia del virreinato del Río de la Plata.
Consultado sobre esta especie en particular, Magdalena –apodado El mesías de las plantas por el naturalista Richard Attenborough– advierte: “El problema de las poinsettias es que han estado en un camión durante días, luego en lugares con frío, o con excesiva luz, y, después, con calefacción. Llegan a casa muy afectadas y es difícil mantenerlas contentas. Lo que me ofende es que parece que la poinsettia no fuera bonita tal como es y le rocían pinturas plásticas brillantes y purpurina, les tapan los poros… eso es un sacrilegio. Significa no considerar que es una cosa viva (es como si te pusieran una pinza en la nariz); dejarlas morir de asfixia equivale al maltrato animal y es lo más antinavideño que existe”.
El clamor del botánico pasa por que apliquemos también a lo vegetal un código moral, que comprendamos que todo tiene impacto y es parte de un ciclo, y que esos microplásticos se filtrarán y terminarán en el estómago de un pez. También alienta a admirar a las flores tal como son, que nos alcancen sus colores naturales: “nada es mejor con purpurina”.