Un pintor precoz y buen conocedor de los maestros antiguos como Joseph Mallord William Turner (Londres, 1775-1851) irradió durante su larga trayectoria una luz intensa en sus coetáneos y más tarde en los impresionistas Estos se sintieron atraídos por la técnica que empleaba en sus lienzos y acuarelas hasta conectar un siglo después con algunas afinidades de un pintor como Mark Rothko en la exploración que ambos tuvieron en la innovación del color y en los efectos de la luz. Turner retrató el poder de la naturaleza sobre los seres humanos y reflejó la violencia e incertidumbre que muchas veces ofrece el mar.
El pintor británico cultivó una gran variedad de géneros, pero en los que más destacó fue en la pintura de paisajes y en la de historia aunque también nos dejó bellas composiciones de la vida cotidiana y homenajes a varios pintores en su contexto como los casos de Rafael, Ruysdael, Watteau o Canaletto, entre otros, revelando el culto al artista en sus estudios o trabajando.
A lo largo de su vida pintó más de 500 óleos, 2.000 acuarelas y varios miles de obras sobre papel. Desde muy pequeño sintió la llamada de la pintura y a los 12 años fue a una escuela en Kent al este de Londres y con tan solo 14 años entró en la Royal Academy of Art, institución a la que estuvo muy ligado durante casi toda su vida. Con 15 años, tras un año de estudio, le aceptaron que una de sus acuarelas, técnica en la que brilló, formara parte de la exposición estival.


«Turner retrató el poder de la naturaleza sobre los seres humanos y reflejó la violencia e incertidumbre que muchas veces ofrece el mar»
Fino observador y con una mente abierta, aprendió muy rápido de la pintura veneciana del siglo XVI, de paisajistas franceses como Claudio de Lorena o Nicolás Poussin, sin dejar de lado la aportación que para él tuvieron los pintores de las Escuelas del Norte como Rembrandt, Ruysdael, Rubens o Teniers, así como de un elegante Watteau o de algunos predecesores ingleses como Gainsborough.
Todo ese bagaje y sus ganas constantes para innovar le llevaron a desarrollar una carrera singular en la pintura inglesa del siglo XIX y a transformar el modo de abordar el arte del paisaje, donde las montañas y el agua tuvieron una importancia decisiva como elementos compositivos, cuyo género alcanzó con Turner un grado mayor de reconocimiento en Gran Bretaña.


En ese aprendizaje constante viajó por numerosos países europeos: Francia, Suiza, Bélgica, Holanda, Alemania e Italia, donde visitó Venecia, Roma, Nápoles y Florencia, Luxemburgo, y ya en sus años más maduros recorrió las calles de Turin, parajes de Austria, de nuevo Venecia y varias ciudades alemanas.
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A los 65 años conoció a un joven John Ruskin (1819-1900), escritor y crítico de arte, y uno de los grandes nombres de la prosa inglesa del siglo XIX, y leyó la Teoría de los colores de Goethe, escrita en 1810 y cuyo estudio fue una gran aportación descriptiva de las propiedades del color y sirvió de canon para los creadores de la época, especialmente para el pintor británico.
Por su parte, en la primera obra escrita por Ruskin, Pintores modernos, defendió el concepto paisajístico de Turner, al que admiraba. El escritor describió a Turner como el artista “que más conmovedoramente y acertadamente puede medir el temperamento de la naturaleza”.
Muchas de sus obras maestras hoy forman parte de las colecciones de la Tate Britain, National Gallery de Londres y también en numerosos museos norteamericanos como el MET y la National Gallery of Art de Washington, entre otros. Entres sus obras cabe mencionar la precisión del autorretrato que pintó en 1799 cuando solo contaba 24 años, que a pesar de su juventud es una obra de madurez. Un joven en plano corto, que mira con ojos intensos al pintor/espectador, con ese fondo neutro, destacando la iluminación de su rostro, solo atemperado por esa zona sombreada bajo los ojos y la parte superior de la nariz. En esa mirada hay ambición y convencimiento de sus posibilidades como artista.


Hace poco más de una década el Museo del Prado dedicó una exposición a Turner y los maestros, que fue una buena ocasión para ver los vínculos con otros artistas. Y sobre todo cómo fue capaz de asimilar influencias para dar lugar a algo nuevo en su forma moderna de concebir el paisaje y de distinguirse en sus composiciones por sus ansias de innovar. La atmósfera estética que logró en muchos de ellos engarzaba con el Gran Style, que era considerado durante el siglo XVII y en la Royal Academy un símbolo de prestigio plástico.
Turner siempre se mostró audaz y se inclinó en sus pinturas y acuarelas por un colorido vivo y dinámico, sin renunciar a la tradición de la gran pintura europea ni a narrar con un nuevo lenguaje la vida moderna y los avances del siglo XIX, tanto en la locomoción por ferrocarril como por las nuevas posibilidades del barco de vapor.


Precisamente en una composición de 1833 como Rotterdam-Ferry Boat, Turner creó un paisaje marino con una sensación de espacio amplio, gracias a una extensión de agua sin rasgos distintivos, con ese pequeño ferry de pasajeros delante de una fila de barcos más grandes que se mueven hacia atrás sobre olas entrecortadas, en una línea diagonal, lo que generaba una sensación de profundidad en el cuadro. Todo ello quizá fuera un homenaje a los pintores holandeses del siglo anterior como Jacob van Goyen y Aelbert Cuyp.
De sus viajes a Italia, sobre todo a Venecia, Turner dejó algunas de sus mejores vedutes como Venecia, la Dogana y San Giorgio Maggiore (1834), en este caso con una perspectiva tomada desde la iglesia de Santa María della Salute; o bien La Dogana y Santa Maria della Salute (1843), que fueron un modo de reinterpretar con su paleta las vistas que nos legaron de la Serenissima artistas como Canaletto o Bellotto.


En sus estancias por el centro de Europa, Turner plasmó en alguna acuarela la belleza serena del lago Zug (1843) en los Alpes suizos, donde algunas mujeres se están bañando mientras el sol ilumina las montañas detrás de este pueblo vislumbrado en la lejanía, que es un paisaje al que dota de un aura mítica; y también en otra acuarela y gouache titulada Oberwesel (1840) en la que combinó luz y un color vaporoso que confería espiritualidad a la escena en las orillas del Rin, con esa finura en el manejo de los elementos que conforman la composición.


Otro de los temas que mejor desarrolló en su carrera fue el dinamismo cambiante del mar en diferentes marinas y en escenas de pesca como en El barco ballenero, un óleo de 1845 que presentó en la Royal Academy, donde Turner supo manejar con sutileza la grandeza de la fuerza del mar, en este caso haciendo difícil para el observador que pudiera distinguir con nitidez los botes de pesca y los coletazos de la ballena o cachalote por la atmósfera abstracta de dicha pintura.


Y por último, el que fue escogido como el mejor cuadro inglés en una votación organizada por la BBC en 2005: ‘El Temerario’, remolcado a su último atraque para el desguace (1839), donde el “pintor de la luz” representó a ese histórico navío de guerra que había participado en numerosas contiendas y en la batalla de Trafalgar. Turner ‘congela’ la última travesía del barco por el Támesis hasta el astillero de Rotherhithe para ser desmantelado. Para él la visión de este buque histórico tal vez le sirvió como reflexión sobre el paso del tiempo -lo pintó con 64 años- con esa forma de introducir una luz crepuscular. Un momento sereno y lúcido para este cazador de tormentas.


