«Todo el mundo necesita la belleza tanto como el pan, lugares para jugar y para reconfortarse, donde la Naturaleza sane, anime y fortalezca el cuerpo y el alma»
John Muir (1838-1914)
Todos los años por estas fechas disfruto ayudando a mis hijos a preparar la mochila para el curso nuevo. Los cuadernos, los lápices, el material para forrar los libros. Esta vez ha sido diferente. El pack de vuelta al cole incluye mascarillas -dos, dice la nota de los profes-; una bolsa de tela para guardarlas; gel hidroalcohólico; un juego doble de estuches de lápices, uno para casa y otro para el cole, para que los virus no viajen de un sitio a otro agarrados a las pinturas y los sacapuntas; un set de instrucciones sobre cómo comportarse higiénicamente en el colegio; un plano mental de las zonas de la escuela donde su clase puede jugar, porque hasta el patio está dividido en círculos de no contacto, como en las cárceles, donde unas bandas no se juntan con otras… y, por último, dos bolsas de papel, que en este caso no he entendido bien para qué sirven, pero que yo religiosamente aporto si hace falta, porque confío en las medidas y pongo la mano en el fuego por quienes llevan estas cosas e imploro para que llegue a buen puerto el esfuerzo que se ha puesto en que todo salga bien. Que salga bien, por favor, eso es lo que todos deseamos.
La vuelta a clase este curso es un misterio. Nadie sabe lo que va a ocurrir cuando millones de niños y jóvenes empiecen a juntarse y entren en contacto con los adultos que hacen su tarea en los centros escolares. Es un reto para toda la comunidad educativa, padres, alumnos y personal docente, un grupo humano este último que afronta cada día en primera línea la exposición a la Covid-19 que nos atenaza desde marzo. Afrontan este examen insólito con la misma entrega y discreción con la que cuidan de nuestros hijos durante todo el año.
Y en este contexto es cuando hemos descubierto una cosa: ¡En los colegios falta espacio! Es difícil, y en muchos lugares imposible, conseguir que se mantenga un conveniente distanciamiento social entre quienes acuden allí.
Es algo que en las últimas semanas se ha empezado a señalar desde diversas entidades, pidiendo cambios para revertir una situación que se hace evidente durante la pandemia, pero que tiene consecuencias para el bienestar incluso aunque no haya emergencias sanitarias.
Reclaman aulas más verdes
Numerosos estudios aseguran que tener más naturaleza en el patio de los centros escolares es saludable, mejora el rendimiento académico, aumenta la autoestima y reduce el tiempo de recuperación en situaciones de estrés, señala SEO/BirdLife, una entidad científica y conservacionista que es líder en España en educación ambiental. La ONG anuncia que en estos momentos de crisis sanitaria solicitará a las administraciones que saquen aulas al aire libre para reducir el riesgo de contagios y acercar al alumnado a la naturaleza. Algo a favor de lo que se ha manifestado también Teachers for future, un colectivo de docentes movilizado por la crisis climática que ha surgido con fuerza en el panorama del movimiento ambiental.
«Fomentar centros educativos más verdes y sostenibles y realizar actividades en contacto con la naturaleza de forma continua influye positivamente en la evolución de los alumnos y alumnas, proporcionándoles elementos naturales con los que interactuar y mejorar sus capacidades psicomotrices”, señala Federico García, coordinador del Área Social de SEO/BirdLife.
Además de estas iniciativas SEO/BirdLife pedirá a municipios, comunidades autónomas y al ministerio que se valore seriamente la posibilidad de trasladar parte de las jornadas lectivas a espacios abiertos, tanto en zonas urbanas (calles, plazas o parques) como en plena naturaleza. Esta medida se está explorando ya en lugares como Nueva York y se utilizó hace un siglo para tratar de minimizar los casos de tuberculosis, señala la entidad conservacionista. La ONG recuerda que, si bien las investigaciones sobre la actual pandemia siguen en constante actualización, diferentes estudios ya parecen indicar con claridad que el riesgo de contagio se reduce significativamente al aire libre.
«¿Quién no se ha sentido extraño, un poco enloquecido, al verse encerrado entre cuatro paredes sin poder salir a la calle durante la pandemia?»
Este formato educativo, arraigado en países con climas más fríos y lluviosos que el de España, muestra numerosos beneficios para la salud, el comportamiento y los resultados académicos del alumnado. “No estamos hablando de salir de excursión una o dos veces por trimestre, sino de sistematizar y regular el uso de espacios abiertos como aulas permanentes y normalizadas”, defiende García. Y añade: “Esto, por supuesto, exige que toda la comunidad educativa cuente con los medios y la formación necesarios para poder hacerlo en condiciones de seguridad y confort”.
El discurso, por futurista que suene, no es nuevo, sino que bebe en raíces antiguas, que pueden remontarse a la propia academia de Platón, un centro de enseñanza que debía su nombre a que se encontraba en los jardines de Academo, en Atenas. Una ciudad, por cierto, donde otro filósofo, Sócrates, enseñaba paseando junto a sus discípulos.


En nuestro país, por ejemplo, fue la Institución Libre de Enseñanza, cuna de las grandes mentes de nuestra Edad de Plata, la que puso en práctica las salidas al campo y la enseñanza en la naturaleza en la segunda mitad del siglo XIX.
La ciencia avala lo que todos intuimos
La Covid-19 ha puesto de manifiesto la estrechez y falta de naturalidad de muchos de nuestros centros escolares. Y las consecuencias de esto van mucho más allá del reto inmediato de la pandemia de coronavirus. Desde hace años hay toda una línea de trabajo en pedagogía, psicología y neurociencia que indaga en las consecuencias de esta falta de naturalidad sobre las personas que pasan horas en estos lugares, especialmente los niños.
Un trabajo de investigación realizado en colegios españoles por José Antonio Corraliza, catedrático de Psicología Ambiental, concluía que los niños que vivían y estudiaban en ambientes más naturales afrontaban mejor las circunstancias adversas. El contacto cercano con elementos naturales «amortigua el estrés diario», explicaba Corraliza al presentar su investigación, firmada junto a su colega Silvia Collado.
«Los niños españoles pasan de media al menos tres horas al día frente a una pantalla»
Según Corraliza, otros estudios han probado que «la desconexión del mundo natural afecta a la salud física y mental de los niños». Por ejemplo, tienen más propensión a la obesidad o desarrollar trastornos de hiperactividad. Por contra, el contacto directo con un entorno vivo «mejora el rendimiento cognitivo de los niños, les ayuda a olvidarse de sus problemas, a reflexionar, a sentirse libres y relajados y a disminuir los síntomas de los que sufren déficit de atención crónico», señalan otros psicólogos.
No hay que olvidar que la ciudad es un ecosistema reciente creado por el hombre, que nuestra especie apenas ha tenido tiempo de adaptarse a él y que todas nuestras señales instintivas de alerta se disparan ante la agresión diaria de los ruidos, los humos, el tráfico o la aglomeración. La ciudad estresa porque nuestro sistema hormonal está diseñado para estresarse ante él, señalan numerosos estudios neurocientíficos, como ha explicado brillantemente el neuroendocrinólogo Robert Sapolsky en obras de divulgación superventas como ¿Por qué las cebras no tienen úlcera?.
Biofilia y biofobia
Contra el término biofobia se levanta el de biofilia, definido hace un siglo por Eric Fromm como «la atracción por vivo» y desarrollado después conceptualmente por el gran zoólogo de Harvard Edward O. Wilson. La biofilia es el sentido innato de conexión con la naturaleza y con otras formas de vida que tienen las personas. Y responde a un sentido evolutivo: hemos desarrollado biofilia porque nuestra supervivencia ha dependido siempre de la conexión estrecha con el medio ambiente, tanto para captar los peligros como las oportunidades que la flora, la fauna, el terreno y la meteorología nos ofrecían. CONTENIDO
Parece ser pues que el contacto directo con elementos naturales tiene un efecto amortiguador de la ansiedad diaria. Tan importante resulta el entorno para los niños que algunos autores, como el divulgador estadounidense Richard Louv, autor de obras como El último niño en los bosques, han acuñado el término de Trastorno de Déficit de Naturaleza para referirse a las alteraciones que sufren los pequeños sometidos a un ambiente artificial. El síndrome no está definido como una enfermedad oficial, pero ha calado con éxito en muchos círculos pedagógicos y ambientalistas.
«La idea de que la naturaleza cura no es nueva. Siempre se ha dicho que la música amansa a las fieras y el campo calma a los locos»
En España se ha traducido libremente como Síndrome de Heidi, en referencia al personaje creado por Johanna Spyri en 1880. Heidi enfermaba cuando tenía que irse a la ciudad, mientras que su amiga Clara sanaba de sus males tras instalarse en la granja del abuelo de Heidi en los Alpes.
Como se ve, la idea de que la naturaleza cura no es nueva. Siempre se ha dicho que la música amansa a las fieras y el campo calma a los locos. Pero hay quienes van más allá y piensan que es precisamente la falta de campo lo que trastorna al ser humano actual y especialmente a los niños. El neurocientífico Jaak Panksepp defiende que el sedentarismo y la falta de ejercicio espontáneo al aire libre intervienen en los crecientes trastornos de Déficit de Atención e Hiperactividad que se detectan en la infancia.
El confinamiento es un ejemplo
Nada cómo los tiempos que corremos, marcados por el coronavirus y el confinamiento, para entenderlo mejor que nunca. ¿Quién no se ha sentido un poco extraño, enloquecido, al verse encerrado entre cuatro paredes sin poder salir a la calle durante la pandemia? La necesidad de espacio y de aire libre se han hecho evidentes en estos meses y numerosas reacciones durante la pandemia lo muestran.
Los gestores de espacios naturales, por ejemplo, alertaron de la masiva afluencia de personas a zonas de montaña y espacios protegidos en cuanto se relajaron las medidas de encierro, hasta el punto de colapsar estos espacios. Otro ejemplo es la tendencia que hemos visto en la publicidad inmobiliaria. Son abundantes los anuncios que invitan a comprar casas más grandes, con vistas, con jardín, en las afueras, indicando claramente que los publicistas han captado una necesidad social que satisfacer.
Si esto es aplicable a la vida diaria también lo es a la escuelas, donde niños y jóvenes pasan largas horas durante el año. Por eso aumenta la necesidad de que estos lugares estén diseñados para que sea posible realizar en ellos actividad física y al aire libre. Esto es algo apremiante si se tiene en cuenta que la actual es una generación que pasa más horas que nunca en espacios cerrados y entregada a entretenimientos virtuales.Hay diversos trabajos que muestran hasta qué punto estamos alejados de la naturaleza en la sociedad actual. Muchos de ellos se centran en los niños, aunque las conclusiones son válidas también para el mundo adulto.
En Gran Bretaña, la Royal Society for The Protection of Birds junto a la Universidad de Essex han realizado durante 10 años consecutivos un test para calibrar el grado de conexión con la naturaleza que tienen los jóvenes de entre ocho y 12 años en todo el país. La conclusión del estudio, que mide actitudes y comportamientos, es que apenas el 21% de los jóvenes siente un grado de conexión estimable con la naturaleza. El resultado no difiere apenas entre pueblos y ciudades ni entre partes diversas del país.
En España, según una encuesta de 2010, los niños de entre cuatro y 12 años pasan unas 1.000 horas anuales de media frente al televisor, el ordenador o los juegos electrónicos. Es decir, cerca de tres horas al día o un total de 41 días enteros al año.
Carl Honoré, autor Elogio de la lentitud (Ed. RBA), bromea con ello: «Hoy en día, un joven puede tener 400 amigos en Facebook, pero ninguno con el que salir a jugar a la calle». Y lo peor de todo, si logra salir fuera, es que estará todo asfaltado. La suma de este arresto domiciliario en el que viven los niños más la artificialidad de los entretenimientos tecnológicos con los que se distraen crean una suerte de alienación.
Si a esto le sumamos las actuales restricciones de movilidad y confinamiento y las condiciones materiales de los colegios donde estudian podemos dar por hecho que los niños de esta generación les va a hacer falta más aire libre que nunca. O que a nuestra generación le va a tocar afrontar un cambio en las condiciones físicas de los colegios, un esfuerzo para que el lugar donde invierten gran parte de su tiempo de socialización sea un sustituto de la natureleza y el aire libre del que carecen. Un reto más para un sistema educativo ya de por sí bastante sobrecargado de desafíos y al que cabe hacer una objeción: ¿Deben ser de nuevo los colegios lo que suplan lo que la sociedad y las familias no pueden proporcionar en el día a día?
El catedrático de Zoología Francisco Bernis, fundador de la Sociedad Española de Ornitología, ya lo escribía en 1952: «El hombre de hoy vive amenazado de psicosis urbana y, agobiado por el trabajo mecánico oficinesco, necesita buscar desahogos campestres que reconforten su salud y restituyan la paz y armonía de su espíritu. Y, entonces, al acudir en busca del remedio que brinda la Naturaleza, es cuando la educación y altura espiritual de cada hombre se ponen en evidencia».
Han pasado 60 años después desde esa declaración. Ahora, los educadores ambientales que continúan su labor desde SEO/BirdLife reclaman algo similar: llevar la naturaleza a la escuela y a los niños al campo.
