Cualquiera juraría, tras hojear las primeras páginas de El árbol, el ensayo sobre la naturaleza del novelista británico John Fowles, publicado por primera vez en 1974 y traducido ahora del inglés por Pilar Adón para el sello Impedimenta, que su autor fue uno de aquellos prodigiosos hombres que brotaban en los bancales de Amanece que no es poco, la película que dirigió José Luis Cuerda al filo de la fila del surrealismo manchego.
Si aceptamos, pues, que Fowles fue uno de esos tipos cuyos tobillos aprendieron, de forma natural, a imitar las raíces de un ciprés, entenderemos que se trata de un escritor apegado, literalmente, a la tierra. Quizás porque nada hay más telúrico que un hombre recién brotado que mira a su alrededor y escucha complacido el canto de un pájaro.
Ni rural ni bucólico
Cantar de ciego que ve más allá que todos nosotros juntos. Cháchara irreemplazable del jefe de una tribu perdida en el Amazonas de la que, para colmo, es su último superviviente. Palabrería justa, afilada y criminal que nos describe a todos, sin excepción, en mitad de un bosque animado. Carta al padre perdido nada kafkiana que se redacta en modo ajuste de cuentas retroactivo. Duelo bajo el sol entre el Fowles niño y el Fowles adulto a costa de cada rama podada o injertada con un tesón arboricida. Todo eso, y algo más, encontramos en El árbol a medida que vamos pasando páginas.


«El ensayo de Fowles es un derroche de franqueza que se convierte, entre líneas, en un potente relato que riega y abona, con su pensamiento, las raíces del alma»
«Los primeros árboles que recuerdo haber conocido bien fueron los manzanos y los perales que había en el jardín de la casa en que crecí. Dicho así, puede parecer que pasé mi primera juventud en un paraje rural y bucólico, pero nada más lejos de la realidad: la casa de la que hablo era un adosado de la década de 1920 situada en un suburbio de la desembocadura del Támesis, a unos sesenta kilómetros de Londres. El jardín trasero era bastante pequeño, menos de la cuadragésima parte de una hectárea, pero mi padre se había encargado de ir cubriendo uno de los extremos y toda una valla lateral con rejillas para podar y guiar los árboles en forma de espaldera y en cordón. Y hasta el trozo de césped más insignificante se convirtió en un pequeño huerto de árboles frutales que contaba con cinco manzanos, manejables solo porque mi padre se dedicaba a desramarlos y a podarlos constantemente, todo lo cual resultaba de una excentricidad considerable en medio de los terrenos mucho más convencionales de nuestros vecinos. Incluso un poco absurdo. Era como si quisiéramos tener nuestro trocito de huerta en medio de una gran casa de campo», así arranca el personal ensayo con tintes ecologistas del autor nacido en 1926 en Leigh-on-Sea, un pequeño pueblo del condado de Essex y que resumió su infancia en una sola frase: «Llevo tratando de escapar de ella desde entonces».


El club de los ‘best-sellers’
Pero pongamos las circunstancias del escritor en contexto. Fowles debutó en 1963 con El coleccionista, extraña novela que se adelantaba en décadas al género del thriller con psychokiller incorporado y cuyo éxito inusitado permitió que el escritor pudiese dedicarse a juntar letras a tiempo completo. Y a partir de ahí cayeron, como en racimo, El mago, La mujer del teniente francés o La torre de ébano, entre otros muchos. Novelas tan distintas entre sí como exitosas durante aquellos años en los que términos como best-seller y calidad solían ir de la mano.
Y los suyos también eran best-sellers, sí, pero revestidos de una calidad pasmosa y apabullante que acababa demostrándose en la gran pantalla tras haber alcanzado categoría de obras de culto. Las novelas de Fowles se hacen querer. Leerlas es sentirse parte de un club que, gustosamente, nos acepta como socios y del que no sentimos rechazo en pertenecer. Después, pasan los años, lo vemos envejecer entre libro y libro, creciéndose en las adversidades de la ficción, hasta que llega 1979 y el escritor publica su ensayo más conocido, este El árbol, con el que alcanza una merecida fama de abrazacipreses.
El bosque (re)animado
John Fowles demuestra que se puede escribir nature writing sin dárselas de chamán pesado con excesiva querencia a la sección de libros de autoayuda. ¿Qué separa al autor de El árbol del resto de escritores apegados a la naturaleza? Pues está muy claro. Su arrolladora sinceridad. Ese derroche de franqueza que se convierte, entre líneas, en un potente relato que riega y abona, con su pensamiento, las raíces del alma. Porque Fowles es, en resumidas cuentas, un jardinero del alma para parques y recintos públicos.
«Me resulta bastante misterioso el hecho de que, para mí, los bosques nunca hayan sido un elemento estático. En términos físicos, yo me muevo a través de ellos, pero, en términos metafísicos, son ellos los que parecen moverse a través de mí. Me ocurre igual que cuando veo una película: yo permanezco físicamente en un mismo lugar y son las imágenes del proyector las que varían. Y lo mismo me pasa al leer, con las palabras marcadas en la página y las escenas que esas palabras evocan. Esta inversión interna o mental del movimiento real, que sucede en cada uno de los viajes que hacemos, roza aquello que más me atrae de todo el arte narrativo, desde la novela al cine, es decir, el desplazamiento de un presente visible a un futuro oculto».
El bosque, como el cine o el mar, es ante todas las cosas la promesa de una vida nueva y así debe suceder también con la escritura. En palabras de Fowles: «Encuentro una clara analogía entre los árboles, el bosque, y la prosa de ficción. Todas las novelas son también, de alguna manera, un ejercicio consciente de búsqueda de la libertad».
Y es difícil no sentirse aludido por la voz de este hombre recién brotado en medio de nuestro bancal.
