No podemos frenar la incidencia de fenómenos naturales, pero hay cuestiones que hace tiempo que sabemos –y que saben los científicos y los gobiernos– que sí se pueden enfrentar y a las que no se les hizo caso por la urgencia de la agenda política o la inmediatez económico-financiera. Son cosas en las que se apostó todo o nada a que el azar las alejara lo suficiente de nuestro lapso de existencia para no tener que responder por ellas y que, en cambio, podrían haberse hecho con clara conciencia de trascender la propia vida.
Cuando a Greta Thunberg se le pone un nudo en la garganta y reprocha a los mayores, en público, el no haber pensado en su generación, está clamando porque nadie vuelva a hacer oídos sordos a la posibilidad de evitar lo que esté en sus manos para que el planeta aún le sirva a los nietos de los que no pudieron o no quisieron actuar con previsión hacia las siguientes generaciones. Y no se trata solo de Greta: Los hijos es la interesante pieza de teatro de una dramaturga casi millenial, la británica Lucy Kirkwood (Londres, 1984), que habla justamente de eso, de la responsabilidad adulta en lo que sucede en este presente que ya sufre o augura catástrofes ambientales, con algunas aristas evitables.


Kirkwood escribió The children, esta suerte de melodrama con buenas dosis de humor, en 2016, cinco años después de la tragedia del tsunami japonés que provocó el caos en la central nuclear de Fukushima, cuando la gran ola que había generado el terremoto más potente en Japón hasta la fecha golpeó los reactores, inundó los refrigeradores de la central y hubo derrumbes del núcleo y explosiones de hidrógeno que hicieron temblar a todos los habitantes de las costas del océano Pacífico.
El de marzo de 2011 fue el peor desastre nuclear mundial después de Chernobyl y lo provocó una ola imparable, altísima, que se fue levantando por la actividad sísmica de las placas tectónicas de una falla que todos los sismólogos, los gestores y hasta los neófitos saben que existe en esa región de la Tierra.
El pequeño escenario para una catástrofe
Seguramente inspirada por aquella tragedia de efecto dominó que dejó más de 20.000 personas muertas, enfermedades corrosivas, tierra contaminada y otras graves secuelas silenciosas de la radiactividad, por centenios, además de las más de 400.000 personas desplazadas por las inundaciones de varias localidades del norte japonés, Kirkwood ideó una situación de cámara, entre tres personajes que trabajan en ciencia. Ellos son los físicos que un día dieron los síes a las autoridades para avalar la construcción de una planta de energía atómica en una localización muy cercana a algún mar, que en la ficción no necesariamente es el Pacífico ni está en un país tan lejano como Japón.
En Los hijos, la costa se nombra como se nombran los límites que no deberíamos sobrepasar con nuestra omnipotencia o nuestras ambiciones, y el agua, que después del accidente nuclear se raciona para lavar de cuando en cuando una lechuga –ya de por sí convertida en una planta amenazante para la salud–, es el símbolo de la pureza necesaria para sobrevivir, aunque también fue el agua salada de aquella ola indómita, pero previsible, la que se volvió pared de escombros que arrasaba todo a su paso.
La obra de Kirkwood, que en España adaptó y dirige David Serrano, está hecha de situaciones cotidianas, plenas de reflexión y remordimientos. En una cabaña fuera del área de delimitación de la radiactividad, pero muy cerca aún del riesgo, una pareja de científicos ya retirados, integrada por Robin y Hazel (interpretados por Joaquín Climent y Susi Sánchez), recibe la visita de Rose (Adriana Ozores), tras más de 30 años de distancia.
Los tres han sido compañeros de universidad y buenos amigos, que han padecido intereses románticos cruzados, incompatibles, y que hoy enfrentan su sexta década de vida frente al mismo desolador panorama cronometrado por el contador Geiger para detectar cualquier indicio de radiación nociva en el ambiente. Es entonces cuando esa cotidianeidad en un aparente orden (que nadie desconoce que es inestable), deja al descubierto la fractura originaria de aquellos ideales que un día fueron valores férreos, y a los que la praxis de la rentabilidad finalmente convertiría en una reliquia impracticable. Sin embargo, como en la licuefacción en los sismos, cuando el suelo se comprime y emergen charcos demasiado visibles, los principios traicionados también afloran.
Tras la licuefacción, el charco
Los hijos cimenta su trama de malentendidos en la idea de la honestidad y las razones de la simulación en las relaciones afectivas, así como en el debate sobre la solidez ética del desempeño profesional y la posibilidad de ser generosos a través de la reparación de los propios errores, aun a pesar de la pérdida del confort. ¿Es posible la redención?
Sea como fuere, nos demos la respuesta que nos demos, Los hijos nos pone a todos, y a todas, espectadores incluidos, entre la espada y la pared agrietada del reactor nuclear, porque desde nuestro pasado nos llegan responsabilidades que convendría saldar (o soldar) antes de pasar el testigo a los descendientes.
El prestigioso periódico británico The guardian apuntó a un “acerado reforzamiento de la tragedia griega, con elecciones personales estrechamente ligadas a la realidad sociopolítica” en una pieza que, a nuestro entender, apuntala la idea de que las artes y los artistas constituyen la conciencia climática de la Tierra en este particular momento histórico. Quizá se trate menos de señalar y repartir culpas que de examinarnos para ser más conscientes, resistentes y resilientes, porque una ola imparable son miles de alarmas de coches aturdiendo al unísono, mientras el agua apenas parece mecerse sobre las cosas.
Los hijos, acerca de la actitud del hombre frente a su propia herencia ecológica, tuvo una muy buena acogida en la escena londinense y en el Broadway neoyorquino, y actualmente está en cartel, en el teatro Pavón Kamikaze, de Madrid, y desde allí continúa, a partir del 5 de enero, toda la temporada de gira por España.
