La advertencia de la última línea de esta especie de ensayo escrito en modo destroyer, tan peculiar como didáctico, del que no sale indemne ni el apuntador, no deja lugar a dudas: “Créanme, la aventura está en su sillón y en ningún otro lugar”. Y visto lo visto, y leído lo leído, no cabe otra que empezar a leerse de un tirón todo el libro para congraciarse con su autor. Eso sí, sentados en nuestro sillón más mullido y disfrutando cada página sin arriesgar la vida.
Bruno Léandri, escritor, articulista y guionista galo, ha logrado recopilar en Los fracasados de la aventura, un libro ilustrado por David Sánchez, traducido por Teresa Lanero Ladrón de Guevara y publicado por Errata Naturae, todas aquellas historias que, por una mezcla de pena y vergüenza ajena, apenas se recuerdan.
Será porque intuimos que aquella bendita frase con la que Samuel Beckett nos animaba a disparar el tiro por la culata, “Lo intentaste. Fracasaste. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”, no era tan vital ni optimista como emprendedores y coaches se empeñan en promulgar en estos tiempos metaversados.
Pero qué agotadores son los aventureros
No; fracasar no es ningún aprendizaje en el camino al éxito. En todo caso, tras lo leído en el ensayo de Leandri, se trata de la manera más directa de terminar alojado para siempre en el cementerio más cercano.


Eso, en el caso de que de uno queden algunos restos. Porque son muchos los loosers, de Los fracasados de la aventura que, tras convertir su hazaña en un fiasco catastrófico, no dejaron ni sus propias raspas. Ahí están Magallanes, Verrazano, Cook, La Pérouse y Marion du Fresne para confirmarlo, cuyos destinos fueron trágicamente idénticos y por eso acaparan el apartado del libro titulado Los fracasados de la exploración (comparten un final nada feliz bajo las flechas de algún indígena crispado o incluso flotando en una marmita).
“Créanme, la aventura está en su sillón y en ningún otro lugar” dice el autor
Bruno Léandri no duda en convertir su ensayo en picajosa revancha y por eso no tarda en convertirnos en acérrimos militantes de su causa.
Frente a sus argumentos, resulta imposible no darse por aludido. Así nos capta para la causa en su introducción: “Pero qué agotadores son los aventureros. Siempre al pie del cañón, dispuestos a aparecer en cualquier momento, a pedirte de todo –dinero, admiración, compasión–, a hacerte ver lo miserable que eres con tu vulgar infusión en tu sillón zarrapastroso mientras el vienta de la epopeya agita su cabellera ondulada. Son los más fuertes, los más atrevidos, su existencia rica y multicolor le da mil vueltas a nuestra vida diaria vacía y remilgada”.


Miserable gozo, pequeña venganza
“Por eso, a veces, nos entran unas ganas locas de vengarnos de ellos”, continúa. “Porque a pesar de sus bellas palabras, estos héroes magníficos también se pegan leñazos, la pifian, meten la pata hasta el corvejón. Y en ese momento, de repente, se vuelven muy discretos con sus errores, enmudecen ante sus fallos, se escaquean de sus tropiezos. Cuando narran sus fracasos es solo para ensalzar sus victorias”.
«De este libro de aventuras no sale vivo ni el apuntador»
“Así pues, por una vez, tomémonos la revancha: nosotros, los mediocres, los pudientes, los pusilánimes, hundámosles las narices en sus chapuzas, miremos de cerca sus calamidades, ya que las historias de sus infortunios son sin duda más disparatadas y cómicas que las de sus conquistas”, concluye. “Qué placer sádico ver patinar a estos superhombres, ver tropezar con la alfombra a estos conquistadores, ver sufrir reveses a estos fanfarrones, miserable gozo, pequeña venganza. ¿Y por qué? Pues porque mejor miserable y vivo que héroe y muerto”.


Los fracasados del mar
Nos quedamos, por aquello de tener un botón de muestra (aunque sea de ancla) y por esa parte acuática que aquí siempre nos toca, con los antihéroes oceánicos que aparecen en el libro. El apartado lleva por título, como no podía ser de otra manera, Los fracasados del mar. Y sus catástrofes, según el autor, son similares vistas de lejos. Por eso, “en el mar, los fracasos más insólitos hay que buscarlos en las aguas menos frecuentadas”. Palabra de Bruno Leándri.
Éric de Bisschop (1958)
“En la galería de los aventureros cenizos, categoría mediterránea, el francés Éric de Bisschop se lleva la palma. Porque no es que tenga uno o dos fiascos en su historial, es que su vida entera está llena de pifias inherentes a su sed insaciable de correrías náuticas. Y, además, sus fracasos son del tipo más cruel: precisamente aquellos que se quedan a las puertas del triunfo, las casi victorias, los pseudo éxitos. (…) Embarcan al enfermo en la nueva plancha flotante. Empujados por vientos contrarios, no logran alcanzar las Marquesas y, más de dos meses después, a finales de agosto, llegan en un estado lamentable a un atolón de las islas Cook e intentan atracar. La balsa revienta contra los arrecifes que rodean el islote y el viejo capitán no sobrevive. Los demás salen vivos de milagro y son atendidos por los insulares. (…) De Èric de Bisschop solo queda una tumba de arenisca, no de bambú, y una conmemoración decenal en Tahití, su tierra de adopción, que por otro lado no tiene muchos héroes a quienes alabar”.


Los losers del Titánic (1985)
“Suponiendo que les diera tiempo a pensar cualquier cosa el 14 de abril de 1912, los desdichados pasajeros del Titanic que vieron naufragar esa enorme máquina garantizada como insumergible por los meapilas de la época no podían ni imaginarse el iceberg de oro macizo que su lamentable historia iba a generar unas ocho décadas después. La titanicmanía, sin duda, vino desatada por el triunfo mundial de la película de James Cameron, aunque el retorno de este pobre barco a los proyectores había comenzado 12 años antes, por iniciativa de un tal Robert Ballard. (…) Ballard y su homólogo del Ifremer, Jean-Louis Michel, dirigirían juntos las operaciones a bordo del primer barco y después a bordo del segundo. En caso de éxito, se repartirían al cincuenta por ciento los beneficios de la repecursión mediática, aunque ambos sospechaban en silencio que el barco que lograra el descubrimiento recibiría más prestigio y, a mayor repercusión, más beneficios. (…) Y todas las noches, mientras las 1.522 víctimas del naufragio se elevaban un poco más en el podio de la inmortalidad, el francesito Jean-Louis Michel, de quien nadie hablaba jamás, sollozaba en su cama”.
Thierry Dubois y viceversa (1997)
“Para Thierry Dubois, es la primera regata en solitario. Comienza con mal pie. Desbordante de energía mientras va en cabeza durante las primeras horas, plaf, se choca con un pecio y tiene que volver a puerto para reparar el barco. Sale otra vez, ahora en la cola del pelotón, pero remonta, alcanza a los últimos, y de nuevo plaf: se choca con una ballena enfrente de África. (…) Cuando amanece, una gigantesca tromba de agua resuena como un despertador, cucú, una nueva ola rompiente y recomienza la acción, ¡otra voltereta! (…) Media balsa es mejor que no tener balsa, Dubois se resigna y espera a que lo rescaten, arrebujado en la medida de lo posible en su flotador de patito cojo en medio de esas montañas líquidas. (…) Después de otras dos noches de espera, una fragata australiana llega a la zona y un helicóptero rescata al hombre-milagro”.
Peter Blake, la cuarta señal (2001)
“En todos los tiempos y en todos los mares, los peores aguafiestas de la aventura siempre han sido los piratas. (…) Los asaltantes, dueños ahora del barco, tienen a su disposición todos los equipos náuticos de alta gama, pero como la mayoría son difíciles de transportar, solo se apoderan de algo de efectivo, un motor de fuera borda y varias baratijas, sin olvidar los relojes. (…) El reloj Omega Seamaster Sir Peter Blake’s Choice cuesta alrededor de 3.000 euros, según la versión, con modelos que llegan hasta los 7.000 (…) La policía encontró y detuvo a los piratas tres días después de los hechos, unos jóvenes delincuentes de la zona que se hacían llamar “Os ratos d’agua”. Si los investigadores no se equivocaron y las confesiones fueron auténticas, los culpables siguen entre rejas a día de hoy. Otro tipo de aventura”.
Los fracasados de la aventura pondrá en su sitio, tras su atenta lectura, a cualquiera que todavía sueñe con conquistar rincones ignotos o coronar picudos ochomiles. Eso sí, que nadie se llame a engaño porque la idea de fracaso que tenía Samuel Beckett sirve para darnos un baño de realidad. Y para acabar ahogándonos en él.
Va a ser cierto: por cada Colón que descubre América, resurgen mil náufragos. O más.
Os dejo con las primeras páginas. Basta con pinchar aquí.
