Otros libros reseñados en El Ágora
El azul de la distancia es el de “la luz que no llega a tocarnos, que no recorre toda la distancia hasta nosotros, esa luz que se pierde nos regala la belleza del mundo, gran parte de la cual está en el color azul”, escribe Rebecca Solnit (San Francisco, California, EE.UU., 1961) en el primero de los cuatro ensayos así titulados, intercalados entre otros cinco capítulos de su libro Una guía sobre el arte de perderse (Capitán Swing), de oportuna aparición en español. En un verano con pocas certezas y brújulas averiadas, se agradecen unos momentos de fresca lectura como la que nos regalan estos textos de Solnit, que ella escribió en 2005, pero que parecen una prescripción para las enfermedades del mundo hoy. Mal no nos vendría tener presente, en este instante del planeta, el valor de perderse, porque “no perderte nunca es no vivir”.


La autora de la columna Easy Chair de Harper’s Magazine discurre sobre la condición del explorador, que es la de “encontrarse perdido”, e incluso “encontrarse a gusto rodeado de lo desconocido”. Quién sabe si no llegó el momento de nuestra vida en que deberíamos atrevernos a buscar algo “cuya naturaleza desconoce(mos) por completo”, a la manera en que lo hacen científicos, “que viven siempre al borde del misterio”, o los artistas, cuya labor consiste en “abrir puertas y dejar entrar las profecías, lo desconocido, lo extraño”; porque “es de ahí de donde proceden sus obras”.
Solnit es capaz de arribar a trascendentes preguntas sobre el ser humano, partiendo de impresiones sensoriales, como la de desgranar las razones físicas del azul y sus derivas emocionales, o adentrándose en un detalle antropológico de la vida de los pueblos originarios de América que tan bien conoce. En estos caminos de “personas errantes” que resulta interesante transitar con la autora, nos encontramos con los modos en que los seres humanos nos alineamos o no con las virtuosas referencias de la naturaleza que nos rodea. “Los wintus del centro-norte de California para referirse a las partes de su propio cuerpo no utilizan las palabras izquierdo y derecho sino los puntos cardinales (…) el yo solo existe en relación con el resto del mundo (…) no existe un tú sin las montañas, sin el sol, sin el cielo (…) En wintu es el mundo el que es estable y eres tú el que eres condicional, el que no eres nada al margen de tu entorno”.
Así, en este mundo en el que el propio misterio es un punto cardinal, el azul resulta “el color que representa el espíritu, el cielo y el agua, lo inmaterial y lo remoto, de forma que, por tangible que sea y por muy cerca que esté, siempre transmite distancia e incorporeidad”.
Lo que sabemos que desconocemos
Parece que, al menos, estos seres desorientados que somos hemos aprendido a discernir entre lo “conocido conocido”, lo “desconocido conocido” –es decir, lo que se sabe que se desconoce– y lo “desconocido desconocido”, porque se desconoce incluso su existencia.
Entre lo que sabemos, entonces, está el “azul de la distancia”, que es como Solnit llama a ese haz de luz del sol que se dispersa por los gases y las partículas en el aire y que es azul porque se esparce más que el resto de los colores, ya que viaja en ondas más cortas.
“El mundo es azul en sus extremos y en sus profundidades. Ese azul es la luz que se ha perdido. La luz del extremo azul del espectro no recorre toda la distancia entre el sol y nosotros. Se disipa entre las moléculas del aire, se dispersa en el agua. El agua es incolora, y cuando es poco profunda parece del color de aquello que tiene debajo. Cuando es profunda, en cambio, está llena de esa luz dispersa; cuando más limpia está el agua, más intenso es el azul. El cielo es azul por la misma razón”, escribe la autora de un libro fundacional como es Los hombres me explican cosas (2016), a partir del cual se creó el concepto mansplaining (explicación de hombre).
A ella le toca explicar
“El azul del horizonte, el azul del lugar donde la tierra parece fundirse con el cielo, es un azul más intenso, más etéreo, un azul melancólico, el azul del punto más lejano que alcanzas a ver en los lugares donde puedes abarcar grandes extensiones de terreno con la mirada”, explica Solnit, sin condescendencia, pero descartando la ambición de tocar el horizonte. El azul es, entonces, un anhelo al que no hay por qué llegar: “Tratamos el deseo como si fuera un problema que hay que resolver”.
A partir de estas consideraciones, la escritora se embarca en la aventura de contarnos acerca de la representación de esas distancias, en los cuadros de los artistas europeos del siglo XV en adelante, y en sus paradas históricas nos deleita con reflexiones sobre la manera en que recordamos, recortamos, olvidamos o intercambiamos unas emociones por otras, de un modo tan táctil y placentero como pocos escritores de no-ficción suelen lograr.
Cuando habla de la melancolía (en inglés, blue es azul y también el adjetivo que se usa para la tristeza), de la música blues y la resiliencia, nos introduce en los procesos de transformación que experimentamos para continuar el camino. En el capítulo 4 cuenta, justamente, la transición del conquistador Alvar Núñez Cabeza de Vaca, sometido a la esclavitud por una tribu norteamericana y su posterior adaptación a ese pueblo, en lugar de regresar a una sociedad de la que ya no se sentía parte.
Rebecca Solnit, autora de 17 libros, entre los que se cuenta Wanderlust: una historia del caminar (2015) repasa en esta guía epopeyas de chamanes y conquistadores, obras literarias y plásticas (como todos los azules de Yves Klein), pero lo más interesante en sus escritos es su manera de hacernos pensar más hondo, aboliendo los límites entre el dentro y el fuera, la alegría y la tristeza, el vacío y la abundancia o los ríos de nuestras emociones y cómo desembocan en otros ecosistemas, con imágenes muy vívidas. “A veces el ganar y el perder están más íntimamente relacionados de lo que nos gusta creer”.