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Texto: P. Unamuno
Desde mucho antes de las plagas bíblicas, una de las cuales hablaba de pestilencia, úlceras y sarpullidos incurables, las epidemias y virus de mayor o menor gravedad han acompañado de forma constante la presencia de los humanos en la tierra, ya sea como realidad o como acechanza. Recordemos si no la frase de Camus: “Pero ¿qué es eso de la plaga? Es la vida, nada más”. La literatura no ha dejado de dar cuenta de estos episodios, cuya huella es bien visible en grandes obras como el Decameron, de Giovanni Bocaccio, escrito al calor del brote de peste bubónica acaecido en Florencia en 1348, La montaña mágica, de Thomas Mann, que transcurre en un sanatorio para tuberculosos de Davos, o El amor en los tiempos del cólera, una deliciosa narración de Gabriel García Márquez sobre los desvelos del doctor Juvenal Urbino contra un brote de cólera entreverada con los amores del propio doctor, su esposa Fermina Daza y Florentino Ariza.
En La peste, Albert Camus describe admirablemente la atmósfera de acoso que se respira en Orán al extenderse un bacilo transmitido por las ratas y, bajo la apariencia de un relato que se ciñe únicamente a los avatares del presente, ofrece la evocación de un pasado tanto anterior como posterior a los hechos, junto con la advertencia de que la alegría tras terminar una epidemia está siempre amenazada. En su novela de 1910 La peste escarlata, Jack London imaginó un 2013 en el que la peste vuelve a recorrer el mundo a velocidad vertiginosa y sin antídoto conocido capaz de detenerla. El último hombre, de Mary Shelley, narra cómo a finales del siglo XXI una plaga originaria de Asia (mira por dónde) avanza implacable hacia Occidente hasta arrasar por completo la humanidad.
En un tono más metafórico que de ciencia ficción, José Saramago describe el caso de una ciudad cuyos habitantes se van quedando sin vista por razones desconocidas y son encerrados por el Gobierno en un campo de concentración. El Ensayo sobre la ceguera, de 1995, es interpretado como una crítica de la sociedad moderna, y más concretamente de la incapacidad de las autoridades para lidiar de manera solvente con situaciones inesperadas, lo cual podría ser de perfecta aplicación a la gestión actual -aquí y allá- de nuestra pandemia de coronavirus.


Más avisos a navegantes: en la obra de teatro Un enemigo del pueblo, de 1882, Henrik Ibsen presenta al doctor Stockmann, ciudadano de firmes principios que descubre una bacteria contaminante en el agua de una ciudad que tiene en su balneario su principal atracción turística y fuente de ingresos. El aviso que hace a sus convecinos lo enfrenta a los poderosos de la localidad, a los periodistas y hasta a su propio hermano, el alcalde. Los pobladores y las autoridades parecen más preocupados por los inconvenientes económicos que la desinfección del agua acarrea y por la posible pérdida de clientes del balneario que por la salud de las personas, y el médico es tachado de traidor. De tan obvia, huelga la comparación con la situación actual y la controvertida y seguramente falaz dicotomía entre salud y economía.
Así como podemos servirnos de estos insignes libros de ficción para intentar comprender mejor lo que nos ocurre hoy y, sobre todo, cómo lo vivimos, las mentes más científicas preferirán tal vez explorar estos vericuetos desde una perspectiva ensayística. Lo cierto es que no faltan obras de profundo calado que expliquen el porqué de esta plaga global, que no es otro según consenso general que la desmedida acción del hombre sobre los ecosistemas, las formas de vida y el clima del planeta. A continuación destacamos cinco de las mejores indagaciones acerca de la pandemia de covid-19.
Contagio, de David Quammen
Quammen recorre más de 50 años de trabajo de científicos, a los que acompaña en numerosas ocasiones, estudiando los principales patógenos zoonóticos del mundo: Machupo (Bolivia, 1961), Marburgo (Alemania, 1967), Ébola (Zaire y Sudán, 1976), VIH (identificado en Nueva York y California, 1981), Hendra (Australia, 1993), gripe aviar (Hong Kong, 1997), Nipah (Malasia, 1998), SARS (China, 2003) y MERS (Arabia Saudí, 2012).
En un artículo publicado en The New York Times en enero de 2020 y que se añadió como apéndice a la edición española del libro, el escritor estadounidense desliza este párrafo memorable: “Invadimos los bosques tropicales y otros espacios salvajes, que albergan una enorme cantidad de especies de animales y plantas; y, en el seno de estas criaturas, multitud de virus desconocidos. Talamos árboles; matamos animales o los enjaulamos para enviarlos a los mercados. Alteramos ecosistemas y provocamos que los virus escapen de sus huéspedes naturales. Cuando esto ocurre, los virus necesitan un nuevo huésped. A menudo, ese huésped somos nosotros”.
A la ignorancia de los mecanismos de transmisión se suman, además de la rapidez y facilidad de propagación que propician los viajes en avión -de Wuhan a París en cuestión de horas-, “burócratas que mienten y ocultan las malas noticias, y representantes públicos que se jactan ante la multitud de talar bosques para crear puestos de trabajo en la industria maderera y agrícola, o de reducir los presupuestos destinados a sanidad e investigación”. La siguiente admonición de Quammen es demoledora: “Si alguien piensa que dedicar dinero a estar preparados contra una pandemia es costoso, que espere a ver cuál es el coste final del nCoV-2019” (covid-19). ¿Hay algo que se pueda añadir? Quizá solo el recordatorio de que nuestra pandemia “no fue un suceso novedoso ni un infortunio. Fue -y sigue siendo- parte de una serie de decisiones que estamos tomando los humanos”.
Pandemia, de Sonia Shah
Otra obra capital para entender la plaga del coronavirus y que, como la de Quammen, parte del presupuesto de que “el futuro de las pandemias, lo mismo que su pasado, está enredado con el nuestro. Depende de nosotros”. Tan tendentes a olvidar lo malo, los humanos cierran los ojos para no ver las profundas cicatrices que dejan en sus cuerpos y en sus sociedades, y se resisten a cambiar el modo de vida para acabar con los patógenos, aunque puedan hacerlo, escribe la divulgadora neoyorquina de origen indio. “En esas ocasiones, como ahora, pensamos que las pandemias eran completamente imprevisibles, que caen del cielo sin avisar. Las tratamos como una agresión extranjera, sin darnos cuenta de nuestra complicidad en su propagación”.
Ante esta avalancha de culpa -lo que nos faltaba con lo que estamos sufriendo, te dirás-, la escritora nos concede una válvula de escape, la de saber que, aunque “afrontar la siguiente pandemia pasa por combatir, de un modo u otro, los problemas creados por la industrialización y la globalización (entre ellos el cambio climático), esto solo evitaría una parte del riesgo. La pandemia de mañana puede ser producto de la modernidad, pero las pandemias en general no lo son. Lo cierto es que el fantasma del contagio lleva millones de años acechando a nuestra especie. Nuestro actual conflicto no es más que la última escaramuza de un enfrentamiento mucho más largo, peligroso y complicado entre la humanidad y los microbios”.
Sin ir más lejos -nos alerta Shah-, la próxima epidemia de alcance mundial podría venir de los hongos, organismos habituados a vivir a temperatura ambiente pero que mueren al entrar en contacto con la sangre caliente humana (de ahí una de las utilidades de la fiebre, que los achicharra). El problema es que los hongos patógenos se han adaptado a valores de hasta 37º, al menos en laboratorio, porque en su mayoría proceden hoy de otros mamíferos y para cuando nos invaden ya se han acostumbrado a la sangre caliente. En consecuencia, si las enfermedades micóticas llegaran a extenderse como lo hizo la fiebre del valle en California y Arizona en la primera década del siglo, “entrañarían un peligro nunca visto”, afirma la autora citando al eminente microbiólogo Arturo Casadevall. Pero dejemos los malos augurios para volver al pasado.
El mapa fantasma, de Steven Johnson
Más allá de estas reflexiones, El mapa fantasma relata las peripecias de dos héroes harto improbables, el anestesista John Snow -sí, como el de Juego de tronos– y el reverendo Henry Whitehead, en medio del brote de cólera de Londres en 1854. En esa década que desembocaría en el Gran Hedor -verano de 1858-, cuando el olor de los residuos humanos y los vertidos al Támesis fue más penetrante, Dickens hizo en La pequeña Dorrit esta descripción: “A través del corazón de la ciudad, una alcantarilla mortal se movía y fluía, en el lugar de un hermoso río fresco”.
Por caminos muy diferentes -y opuestos en un principio-, el doctor Snow y el reverendo Whitehead concluyeron que el origen de la enfermedad que enfermó rápidamente a cerca de 700 personas se encontraba en una fuente pública de Broad Street y, uniendo conocimiento local e investigación científica, lograron elaborar los mapas que probaban la propagación por el agua del Vibrio cholerae, en lo que supuso un caso luminoso de triunfo de la razón y la evidencia empírica no solo sobre la superstición, sino también sobre las teorías más respetadas.
Por sabida y probada que esté en la actualidad la transmisión hídrica del cólera, la hipótesis de Snow y Whitehead chocó con una montaña de reticencias y negaciones. El motivo es que su explicación del brote entraba en colisión con una creencia vigente durante más de 20 siglos: la teoría miasmática, según la cual prácticamente todas las enfermedades epidémicas tienen su origen en el aire envenenado por las o los miasmas (el género del término es ambiguo en español). Hipócrates, nada menos, estaba en el origen de esta larga tradición que, además, era compatible con la doctrina de la Iglesia, razón por la que el reverendo Whitehead atribuye el brote en un principio a la voluntad de Dios, además de a la atmósfera pestilente de Londres, que favorecía la aparición de “una plaga sin precedentes”.


Pero la teoría miasmática no solo gozaba de una longeva tradición cultural, sino que contaba también con el refrendo del instinto. Con frecuencia se describe el sentido del olfato como uno de los más primitivos, como ilustró Proust con el famoso recuerdo de las magdalenas, y es un hecho que los olores fuertes disparan la actividad de las regiones cerebrales que actúan como centros de alarma, provocando una respuesta de rechazo que llega a bloquear la capacidad de pensar. Pero, por muy repugnante que sea oler un plátano podrido, no se deriva de ello contraer enfermedad alguna.
“Los miasmáticos -nos dice Johnson- eran incapaces de obviar el sistema de alarma que se había desarrollado durante tantos años”. Sus instintos -sus amígdalas, más concretamente- les decían que los malos olores estaban matando a la gente; ni los análisis de las compañías de agua londinenses ni los mapas de John Snow podían competir con la realidad incontestable de aquel hedor repulsivo, pero finalmente se impuso la evidencia del surtidor contaminado de Broad Street y quedó al descubierto que la tradición había confundido el humo con el fuego: las miasmas pueden ser repugnantes, pero no ponen a nadie enfermo.
Grandes granjas, grandes gripes, de Rob Wallace
Si el lector quiere tener noticia hoy en día de las verdades más audaces e incómodas sobre la causa de las actuales enfermedades infecciosas, nada mejor que acudir al blog Farming Pathogens, de Rob Wallace, un biólogo evolutivo y filogeógrafo de salud pública que descubrió tempranamente las artes oscuras de la economía política cuando investigaba la geografía social del sida en la ciudad de Nueva York. “En vez de ir de beca en beca como un pequeño buen investigador”, recuerda con obvia retranca, Wallace eligió el futuro profesional más arriesgado. Primero trabajó en el mapa de la migración desde Guangdong del virus de la gripe aviar H5N1, al estilo de John Snow pero con herramientas del siglo XXI como las secuencias genéticas recogidas en múltiples zonas con brotes, operativa que provocó que los funcionarios de aquella provincia china denunciaran la investigación antes incluso de que se publicase.
No se crea el lector que Wallace es un conspiranoico al uso. “No hay ningún virus diseñado en un laboratorio ni un plan para propagar la gripe a propósito -asevera-, pero sí una conspiración entre el hombre y el microbio” que puede colocarnos al borde del abismo como especie. Nos hemos empeñado en crear aves de corral genéticamente idénticas, encerradas en megacobertizos, engordadas, sacrificadas, procesadas y enviadas al otro lado del globo en cuestión de meses, ignorando de paso los patógenos mortales que emergen, se recombinan o mutan en estos escenarios de la agroindustria especializada. De hecho, muchas de las nuevas enfermedades más peligrosas para los humanos surgen de los modernos sistemas alimentarios, como el virus Nipah, la fiebre Q, la hepatitis y numerosas variantes de la gripe común.
Sobre el origen del covid-19, atribuible en su opinión a una recombinación de cepas de murciélago y pangolín, Wallace apunta al creciente comercio de alimentos y especies silvestres. “Lo importante no es si el brote comenzó en el infame mercado de animales vivos de Wuhan”, escribe, sino reflexionar sobre los procesos industriales que convierten a estos en “mercancías” y “a las cadenas de producción completas -animal, productor, procesador y minorista- en vectores de enfermedades”.
Fruto de su implacable -y estomagante en ocasiones, por qué callarlo- defensa de la verdad, Wallace ha echado a perder una prometedora carrera de biólogo evolutivo y como consultor de la FAO y de los CDC, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de EEUU. Como él mismo admite, “me encuentro ahora profesionalmente condenado al ostracismo; de hecho, estoy a un paso del precipicio que supone ser considerado un enemigo del Estado”.
Un planeta de virus, de Carl Zimmer
El divulgador Carl Zimmer relata cómo los virus han estado en nuestras vidas durante tanto tiempo que en realidad todos somos, en parte, virus: el genoma humano contiene una gran cantidad de ADN de virus. Mientras tanto, los científicos siguen descubriendo nuevos patógenos en todas partes: en el suelo, en el océano o en cuevas a kilómetros de profundidad. Su libro presenta una de las investigaciones recientes más sugestivas sobre la manera en que los virus dominan nuestras vidas y nuestra biosfera, contribuyeron a dar lugar a las primeras formas de vida, generan nuevas enfermedades y, al mismo tiempo, pueden ser aprovechados en nuestro propio beneficio. Se trata de un breve y fascinante estudio que recorre amenazas como el Ébola y el MERS y que, como no puede ser de otra manera, augura que el cambio climático puede provocar en el futuro estragos aún peores que los del coronavirus, si insistimos en no cambiar nuestro insostenible modo de vivir.
Cuando esta crisis pase, corremos el riesgo de que la alegría nos impida sacar conclusiones, como suele suceder. Nos pasará entonces como al doctor Rieux de La peste, parado ante una muchedumbre feliz que, tras dejar atrás la epidemia, ignora o quiere ignorar lo que se puede leer en los libros, “que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”.
