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Nicos Cavadías (1910-1975) sería Popeye si a Popeye le hubiese dado por la lírica en vez de por engullir, con ese bulímico afán del que siempre hacía gala, latas de espinacas en conserva. Cavadías sería un Popeye con una pegada similar a la del pugnaz cartoon, pero más genuino en su rol de marinero distinguido. Un Popeye adicto a la musaka que apenas pisaba tierra porque eligió la cubierta de un barco por toda patria, lo que hizo que hoy sea conocido en su país como el poeta del mar, del extrañamiento, del eterno viaje.
Pero hay más: su obra –breve, aunque comparable en popularidad a la de García Lorca o Machado en España–, siempre gozó del favor del pueblo griego y las numerosas versiones musicales de sus poemas forman parte de la memoria colectiva de sus paisanos. Valgan como ejemplo los que fueron grabados por Zanos Micrúchicos, cantautor fallecido en 2019, ya que circulan por YouTube como pólvora encendida. Merece la pena buscarlos.
Marinero en agua


La Cruz del Sur –título que toma nombre de uno de sus poemas más célebres y versionados– recopila ahora su poesía completa traducida en español por David Hernández de la Fuente gracias a la indispensable labor de la editorial Alianza. Obra de un valor inconmensurable integrada en tres únicos poemarios, Marabú (1933), Calima (1947) y De través (1975), que tienen en común el estar basados en la experiencia como marino de un Cavadías que, desde joven, decidió embarcarse en la marina mercante para sumarse a una tradición griega, la de versificar las olas, que va desde Homero hasta Cavafis.
Leer la poesía completa de Nicos Cavadías es algo así como enrolarse en un buque de 185 páginas con la finalidad de convertirse, verso a verso, ola a ola, en todo un marino de los de siempre. Apenas cuesta sentirse uno más de la tripulación más acogedora del mundo a bordo de La Cruz del Sur.
Capitanes ingleses cincuentones
Sus temas, tan recurrentes como rebosantes de profunda hondura, son el exilio, la partidas, las resacas (en todas sus acepciones), el mundo visto como sucesión de puertos a lo largo y ancho de la eterna singladura vital y, a la vez, ese profundo desamparo que se experimenta cuando se llega a casa, después de años de errar por los océanos, y que es conocido como el mal du départ o la «locura por los viajes» que atormentará de por vida al marinero en tierra. Basta con haber leído a Conrad para ir entrando en ambiente y saber por dónde irán los tiros. O con abordar el siguiente poema con la mejor voluntad. ¿Su título? Lista negra. Y pertenece al poemario Marabú. Ahí va:
De algunos capitanes ingleses cincuentones
pasó la juventud en el puente de mando.
Guardias agotadoras observando los faros,
haciendo extrañas cuentas de tiempos y distancias,
tanto que solamente en navegar pensaban.
Pero bien por cansancio o por darse al alcohol,
expulsaron a algunos, perdieron su diploma.
En una «lista negra» inscritos, un papel
les dieron para que fueran contramaestres.
Y ellos, por cansancio o bien por amargura,
quedaron en sus puertos, no zarparon jamás.
Conozco capitanes ingleses cincuentones
de uniformes de oro ajados, bebedores
que rondan todo el día los bares, se emborrachan,
mascan chicle, maldicen, gritan, al suelo escupen…
Pero cuando atardece y los barcos se van,
cuando hacia atrás maniobran en las aguas del puerto,
llegan y juzgan tercos todas las maniobras.
A veces se pelean, y llega a sacar
cuchillos marineros y oxidados de Sheffield.
Se los clavan y mueren sobre bolas de yute
y sobre sacos llenos de especias de Penang.


Conrad, Brecht, Cendrars…
Un extracto de la crítica de esta novela que apareció en el diario Libération no deja mucho lugar a dudas. Ahí va: «Una mezcla explosiva de Conrad y de Brecht, de Cendrars, de Genet y de Duras, que machaca la mitología homérica de los océanos para, al final del camino, no ser ya sino un hilito ahogado de voz humana que no viene de ninguna parte y es, por ende, universal».
Estructurada en tres partes, La guardia nos permite comprar un billete sin problemas de overbooking para subir a bordo del viejo carguero Pytheas, que navega desde Singapur hasta el norte en una singladura que parece no tener fin. En la primera parte se establece un diálogo entre un oficial y un radiotelegrafista –oficio que desempeñaba el propio Cavadías– que sirve para rellenar los silencios del mar, personaje principal de un relato que navega entre lo obsceno y lo lírico. Y el resultado es un hito en la literatura griega que merece por sí solo traspasar todas las fronteras y puertos francos.
Mareo en tierra


El resto es pura evocación del oleaje. De Beirut a Amberes pasando por Huelva, Sidney o Argel. Pensiones de mala muerte, muelles repletos de almas desesperadas, estibadores, mecánicos, oficiales, guardas, prófugos, taberneros, prostitutas, cachimbas encendidas, maldiciones lanzadas al cielo con voz aguardentosa y una frase lanzada cual escupitajo que resume, en la parquedad de sus palabras, la esencia de la novela: «Yo, en tierra, me mareo».
Cavadías colgó los trastos de navegar poco antes de su fallecimiento en Atenas. Al respecto, uno de sus cuartetos resulta premonitorio: «Yo que deseé tanto que un día me enterraran / en algún mar profundo de las Indias lejanas / tendré una muerte triste y bastante normal / y un funeral de esos como toda la gente». Hoy, un busto en su honor le recuerda junto al mar que fue su vida, en Argostoli, en Cefalonia, junto a Ítaca. Descanse en paz el poeta.