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Nos acompañan desde tiempos inmemoriales y la vida en la tierra no tendría sentido sin ellos puesto que resultan fundamentales para la sostenibilidad del planeta. Cuanto más sabemos de los hongos, unos organismos sorprendentes y esenciales, menos sentido tiene todo sin su presencia. Aun así, se mantienen principalmente fuera de nuestra vista y más del 90 por ciento de sus especies siguen sin clasificar. Desde los chamanes del Amazonas hasta los cazadores de trufas del Piamonte, pasando por los túneles de un hormiguero, este lúcido ensayo nos permite descubrir a unos seres tan extraños y maravillosos que nos obligan a repensar cómo funciona el mundo. Si un pequeño microbio puede hacer que las sociedades humanas se detengan, quizás haya llegado la hora de reparar en su forma de ser y trabajar. Hagámoslo.
Ni el apesadumbrado niño de El sexto sentido daría abasto para clasificarlos a todos si fuesen los pertinaces muertos de su película. De hecho, el cálculo más aproximado sugiere que hay entre 2,2 y 3,8 millones de especies de hongos en el mundo –de 6 a 10 veces más que el número estimado de especies de plantas–, lo que nos indica que solo se han descrito un 6 por ciento de especies. Es curioso que hayan recibido menos atención por nuestra parte que la prestada a la fauna y a la flora. Aunque nunca es tarde.
Y el caso es que no hace falta salir a buscarlos demasiado lejos. Muchos residen en el interior de nuestro organismo. Es más, apenas reparamos en ellos pero transportamos millones de ellos encima. Se alojan más en nuestros intestinos que estrellas en el firmamento, lo que nos convierte en ecosistemas fúngicos y andantes. Los más de 40 millones de microbios que viven en nuestros cuerpos y a su alrededor, como pasa con los hongos que viven en las plantas, nos protegen de las enfermedades. Sin embargo, si no se mantienen bajo control, pueden enfermarnos e incluso matarnos.
Micología para principiantes
Merlin Sheldrake, micólogo y escritor, doctor en Ecología Tropical por la Universidad de Cambridge, no duda de su importancia en nuestro desarrollo y crecimiento. Y por eso ha escrito La red oculta de la vida, el brillante ensayo publicado por Geoplaneta al que, para dejarlo claro de manera rotunda, añade un subtítulo: Cómo los hongos condicionan nuestro mundo, nuestra forma de pensar y nuestro futuro. El resultado se resume en 324 páginas que uno lee al tiempo que reprime la sensación de que tendría que abandonarlo todo para iniciar, de manera intensiva, estudios de micología.
«Los hongos nos hacen rodar hacia el filo de muchas cuestiones», explica Sheldrake. «Este libro es el fruto de mi experiencia intentando dilucidar alguno de estos filos. Mi exploración me ha obligado a considerar casi todo lo que sabía. Evolución, ecosistemas, individualidad, inteligencia, vida –ninguna es como creía que eran–. Espero que este libro flexibilice alguna de tus convicciones, tal y como los hongos han flexibilizado las mías».


«Una de las promesas médicas de los hongos es su función como antivirales», prosigue el autor. «Paul Stamets colaboró con el proyecto Bioshield de EEUU y descubrió que varios hongos tenían una fuerte acción contra la viruela, el herpes y la gripe, entre otros virus. Su trabajo reciente con abejas ha descubierto que los extractos de hongos reducen considerablemente la carga viral de las abejas. No ha habido ningún hallazgo científico sobre los antivirales fúngicos y los coronavirus, pero sospecho que es un campo de interés activo en este momento. Es probable que los estudios comiencen pronto, si aún no lo han hecho», asegura.
Acompañamos a Merlin Sheldrake en un paseo por las colinas aledañas a Bolonia, en Italia, en busca de trufas blancas del Piamonte (o Tuber magnatum, que tal es su nombre científico). Él nos las describe como piedras lavadas, con un aspecto descuidado, e irregulares, como patatas. Es un tipo de trufa que nunca ha sido domesticada y solo se puede encontrar en estado natural. Su precio en el mercado ronda los 6.000 euros por kilo. Los seres humanos entrenan perros para encontrar trufas porque los cerdos, con un olfato más capacitado, se sienten tan atraídos por ellas que se las comen.
Truficultura de masas
También nos enteramos gracias a La red oculta de la vida de que Mike Castellano, un famoso experto en trufas que hasta tiene una especie que lleva su nombre, ha descrito dos nuevos órdenes, más de dos docenas de géneros nuevos y unas 200 especies nuevas de trufa. E informa de sus habituales descubrimientos cuando los recoge, con la inestimable ayuda de sus perros truferos, en un lugar perdido de California.
Por su parte, Charles Lefevre, otro experimentado trufero, admite que el renacimiento de la truficultura es una manera idónea de sacar provecho comercial de un territorio boscoso y de invertir capital privado en la restauración del medio ambiente. No se pueden cultivar trufas sin pensar a nivel de ecosistema.


En principio, los hongos son unos de los organismos mejor cualificados para la remediación (descontaminación) medioambiental. Durante cientos de millones de años antes del boom de las plantas en el Carbonífero, sobrevivieron gracias a su voraz apetito: encontraron maneras de descomponer el detrito que otros organismos dejaban.
Su capacidad para digerir plásticos, explosivos, pesticidas y petróleo crudo está siendo actualmente aprovechada en tecnologías de vanguardia, y el descubrimiento de que conectan plantas en redes de colaboración subterráneas, las Wood Wide Web, está transformando la forma en que entendemos los ecosistemas.
La invasión de los ‘hongos zombis’
Por otro lado, abundan los estudios que establecen vínculos entre el comportamiento animal y los miles de millones de bacterias y hongos que viven en sus intestinos, muchos de los cuales producen sustancias químicas que influyen en el sistema nervioso de los propios animales. La interacción entre la flora intestinal y el cerebro ha dado a luz un nuevo campo: la neuromicrobiología.
El Ophiocordyceps, por ejemplo, hereda un talento farmacológico para infectar y manipular hormigas que le ha hecho ganarse un merecidísimo apodo: el ‘hongo zombi’. Sus tejemanejes dan para rodar un filme de terror. Estos organismos pueden manipulan con precisión milimétrica el comportamiento de una hormiga. De hecho, este tipo de hongos no tienen un cuerpo animal, con nervios y músculos, con su propio sistema nervioso central o la capacidad para caminar, morder o volar. De modo que requisa uno. Y a partir de entonces comienza a vivir en el cuerpo de una hormiga.


«Ahora que este libro ya está hecho», concluye Sheldrake, en el epílogo de su ensayo, de manera original, «puedo cedérselo a los hongos para que lo deshagan. Humedeceré un ejemplar y lo sembraré con micelio de Pleurotus. Cuando haya recorrido con glotonería las palabras y páginas y guardas, y hayan brotado setas ostra de las cubiertas, me las comeré. De otro ejemplar quitaré las páginas, haré un puré con ellas y con la ayuda de un ácido suave separaré la celulosa del papel para convertirla en azúcares. Y a esta solución de azúcar añadiré una levadura. Cuando ya haya fermentado y se haya convertido en cerveza, me la beberé y completaré el ciclo».
¡Qué aproveche!
