Claudio Rodríguez se moja

Claudio Rodríguez se moja

Claudio Rodríguez se moja

En la voz de Claudio Rodríguez (Zamora, 1934-Madrid, 1999) resuenan los ecos de San Juan de la Cruz, de Hölderlin, de Wordsworth o de Rimbaud, pero también hay trazos de agua y luz por todas partes. Nuestro colaborador David Benedicte repasa la conexión entre obra y naturaleza de uno de los poetas más originales, rotundos e inspirados de la poesía española del siglo XX


David Benedicte | Especial para El Ágora
Madrid | 16 julio, 2021


Si era el poeta de la luz, de la intensa claridad, tenía que serlo a la vez de la lluvia torrencial, de la ribera del río, del arroyo desbocado. Y vaya que lo es. Seguir hoy el rastro líquido en la obra de Claudio Rodríguez (Zamora, 1934-Madrid, 1999) supone toparse con versos que fueron escritos en aquel tiempo de silencio en que en España se liquidaba a gente por decreto ley. En aquel país que se empezaba a vaciar por hastío y a secarse en los estíos. La España invertebrada que de tanto arrastrarse por aquellos barros adquirió el aspecto de lodazal que hoy aún mantiene. Por eso sobran los motivos (y las metáforas) para afirmar que CR, aquel escritor de la generación de los 50 que vivió dedicado en cuerpo y alma a descifrar los misterios de la claridad, también se mojaba.

El poeta Claudio Rodríguez, en una imagen de los años 50.

Vino, vio y venció. Desde su Zamora natal. Como Julio César durante la batalla de Zela. Claudio Ródriguez triunfó a los 18 años con Don de la ebriedad (1953), poemario con el que ganó el Premio Adonais a una edad en que muchos de sus compañeros de clase seguían jugando a las canicas, y tan solo necesitó cuatro poemarios más para convertirse en el poeta admirado que hoy es. De hecho, muy pocos de sus compañeros de generación, la de los 50, superan hoy la prueba del algodón (o del paso del tiempo) como él lo hace.

Y eso que le tocó atravesar, con cada nuevo poemario, algunos desiertos tan particulares como repletos de lugares comunes. Empezando, cómo no, por el sambenito de «poeta de la ebriedad» que tan flaco favor le hizo. A partir de ahí, el chorreo de dudosos tópicos fue constante y complicaba la comprensión de su escueta obra. Don de la ebriedad se quedó, finalmente, en libro inmaduro y escrito con delirios juveniles previos a la gran resaca final; Conjuros (1958) nunca superó la etiqueta que lo condenaba a perpetua en la sección de poemarios costumbristas rurales tan al gusto de la época.

Alianza y condena (1965), por su parte, se leyó desde su publicación como otro poemario típico de la poesía «crítica» tan en boga en los años sesenta. Llegó algo más tarde El vuelo de la celebración (1976), en el que el poeta transformó la visión en contemplación e hizo de la meditación sobre la naturaleza y el destino del hombre su particular marca de la casa. Con Desde mis poemas (1983), recopilación de sus cuatro primeros libros, Claudio Rodríguez alcanzó gran notoriedad tras hacerse con el Premio Nacional de Poesía. Años más tarde, en 1987, entró en la Real Academia, lo que supuso su consagración definitiva. Casi una leyenda (1991) fue su último poemario.

Justicia poética

No obstante, por una mera cuestión de justicia poética, todos los tópicos sobre sus poemarios se han difuminado al fin, gracias al paso del tiempo, y queda la obra de uno de los poetas más originales, rotundos e inspirados de la poesía española del siglo XX. Un clásico moderno cuya escueta obra conviene revisar como la del más ilustre pionero de la ‘nature writing’ patria. Sus versos, esenciales y repletos de ritmo, nos transmiten una hondura ética que convierten su lectura en una especie de deporte de riesgo espiritual. Leerlos es rodearse de luz. No digáis luego que no estabais avisados.

El poeta Claudio Ródriguez en su biblioteca y despacho, en una imagen de los 80.

En la voz de Claudio Rodriguez resuenan los ecos de San Juan de la Cruz, de Hölderlin, de Wordsworth o de Rimbaud, y eso es algo que puede decirse de muy pocos. Hombre humilde, verso suelto entre sus contemporáneos, poeta al que nunca gustó ir de poeta por la vida, como si le avergonzara o le diera pudor hablar de su poesía. Lo cual no deja de resultar curioso, sobre todo si pensamos que, en su caso particular, vida y obra confluyen como lo hacen los ríos al arrimarse al mar. No en vano sus versos dan cuenta de ello. Repasamos hoy en los que hacen referencia al agua, con el Duero como uno de sus protagonistas absolutos. Ahí van.

Cuándo hablaré de ti sin voz de hombre / para no acabar nunca, como el río / no acaba de contar su pena y tiene / dichas más palabras que yo mismo.

Hay esperanzas que no logran / sobrepasar el tiempo y convertirlo / en seca fuente de llanura, como / hay terrenos que no filtran el limo.

No porque llueva seré digno. ¿Y cuándo / lo seré, en qué momento? ¿Entre la pausa / que va de gota a gota? (…) Como la lluvia sabe de mi infancia, / que una cosa es llegar y otra llegarme / desde la vez aquella para nada… (…)  Y llueve. Estoy pensando / que la lluvia no tiene sal de lágrimas (…) Como en esta lluvia de tanta sencillez, que lava.

Cambian las nubes / de forma y se adelantan a su cambio / deslumbrándose en él, como el arroyo / dentro de su fluir; los manantiales / contienen hacia fuera su silencio.

Como el cardal ante la lluvia al áspero zumo viscoso de su flor (…) Mirad: la lavandera / de río, que no lava la mañana / por no secarla entre sus manos, porque / la secaría como a ropa blanca, se salva a su manera.

Puente sobre el río Duero en la provincia de Zamora.

Y el mar que rige / sobre el páramo. Oh no solo el viento / del Norte es como un mar, sino que el chopo / tiembla como las jarcias de un navío.

Como desde lejos / el manantial, que suena a luz perdida.

 Es la mirada, / es el agua que espera ser bebida. / El agua. Se entristece al contemplarse / desnuda y ya con marzo casi en cinta.

Alba fuente, / mar, cerro abanderado en primavera, / ¡sed necesarios!

Estoy solo / y abandonado como las iglesias / de arrabal a su sed de agua bendita.

Quizá el arroyo no aumente su calma / por mucha nube que le aquiete el sueño; / quizá el manantial sienta las alturas / de la montaña desde su hondo lecho.

Y el sol, el fuego, el agua, / cómo dan posesión a estos mis ojos.

Como el Duero en abril entra en la casa / del hombre y allí suena, allí va dando / su eterna empresa y su labor, y, entonces: / ¿qué se podría hacer: ponerse a salvo / con el río a la puerta, / vivir como si no entrara hasta el cuarto, / hasta el más simple adobe el puro riego / de la tierra y del mundo?

Hoy he querido celebrar aquello / mientras las nubes van hacia la puesta. / Y antes de que las lluvias del otoño / caigan, oíd: vendimiad todo lo vuestro, / contad conmigo. Ebrios de sequía, / sea la claridad zaguán del alma.

Pero qué importa. ¡Ved, ved nuestro surco / avanzar como la ola, / vedle romper contra el inmenso escollo / del tiempo! Pero qué importa.

¡Que se hace tarde, vámonos que llega / la hora de la tierra y aún no cala / nuestro riego, que cumple / el gran jornal del hombre y no está en el hombre!

Y eres tú, música del río, aliento mío hondo.

Vista de la Catedral de Zamora desde el Duero

Oh, río, / fundador de ciudades, / sonando en todo menos en tu lecho, / haz que tu ruido sea nuestro canto, / nuestro taller en vida.

Tú, río de mi tierra, tú, río Duradero.

Fue en el río, seguro, en aquel río / donde se lava todo, bajo el puente.

Baja así, agua del cielo, / baja a vivir tu vida de la tierra / y a unirte al hombre, a su salud, al suelo / y al trabajo del campo.

Cala, cálanos más.

Un día habrá en que llegue hasta la nube.

Si llegase a la nube pasajera / la tensión de mis ojos, ¿cómo iría / su resplandor dejándome en la tierra?

¿No se esfuerza / la nube por morir en tanto espacio / para incendiarlo de una vez?

No importa cómo / pero ahora, la nube aquella, aquella / que es nuestra y está allí, si no habitarla, / ya, quién pudiera al menos retenerla.

¡Hoy no hay escuela!, ¡al río / a lavarse primero, / que hay que estar limpios cuando llegue la hora!

Los poetas José Manuel Caballero Bonald, Claudio Rodríguez y Jaime Gil de Biedma en A Coruña en 1988.

Mana, fuente / de rica vena, mi mirada, mi única / salvación, sella, graba, / como en un árbol los enamorados, / la locura armoniosa de la vida / en tus veloces aguas pasajeras.

Quién pudiera / modelar con la lluvia esta de junio / un rostro, dices.

El negocio / del mar que eran sus gestos ola a ola.

¿Cómo iba / a saber que su Duero / es mal vecino?

La muerte no es un río, como el Duero, / ni tampoco es un mar.

Como el amor, el mar / siempre acaba entre cuatro / paredes.

Cae la tarde. / Verdad de sumisión, de entrega, de / destronamientos, desmoronamientos / frente al mar azul puro que en la orilla / se hace verde esmeralda.

ríos

Y pasa el agua / nunca tardía para amar del Duero, / emocionada y lenta, / quemando infancia.

Estás en mí, con tu agua / que poco a poco hace feraz el llanto.

Y no mires al mar porque todo lo sabe / cuando llega la hora / adonde nunca llega el pensamiento / pero sí el mar del alma, / pero sí este momento del aire entre mis manos, / de esta paz que me espera / cuando llega la hora / -dos horas antes de la medianoche- / del tercer oleaje, que es el mío.

El sueño aún duda pero se hace claro / con la vivacidad del frío límpido / que templa hondo desde las riberas / del Tormes.



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