¿Sabíais que la anguila europea (Anguilla anguilla) nace y muere en ese peliagudo mar dentro de otro mar que es el mar de los Sargazos, aunque nadie haya podido presenciar nunca tal principio ni tal fin? ¿O que este animal tan repleto de misterios sufre, a lo largo de su vida, peculiarmente longeva, cuatro metamorfosis tan distintas que podría decirse, sin caer en ningún error, que se trata de cuatro animales diferentes en uno?
¿Os habíais preguntado alguna vez por el extraordinario proceso según el cual este pez tan antipez pasa de ser una larva milimétrica de agua salada a crecer como anguila amarilla, con dientes y escamas, en ríos de agua dulce antes de emprender un viaje de regreso al mar donde empezó su vida para reproducirse y morir?


¿Habéis dedicado alguna vez tan solo un minuto de vuestro tiempo a rememorar la lucha que vivieron Aristóteles o un jovencísimo Sigmund Freud, entre otros personajes ilustres, para desentrañar los enigmas de un animal del que hasta hace no tanto se creía, por ejemplo, que carecía de sexo? ¿Por qué apenas hay campañas que nos alerten de su extinción, acelerada por el cambio climático y el consumo masivo en Japón?
¿Por qué tantas comunidades, de Aguinaga a la costa de las anguilas en Suecia pasando por el lago Neagh en Irlanda del Norte, siguen viviendo de su pesca y consumo llegando a pagar en algunos casos cantidades astronómicas por cada 100 gramos?
Un pez escurridizo
Todas las respuestas a estos interrogantes, y a otros muchos, adquieren la forma y el fondo de un Trivial apabullante en El evangelio de las anguilas, el inclasificable libro del sueco Patrik Svensson publicado en España por Libros del Asteroide que, a modo de investigación casi detectivesca sobre uno de los peces más escurridizos de todos los mares en la que se cuelan retazos de un relato autobiográfico, está cautivando a lectores de medio mundo y arrojando luz sobre el animal más misterioso del mundo.


Como muestra, ahí va un quesito:
Ya, claro, puede que las anguilas no sean inmortales, pero casi. Y si nos permitimos el lujo de humanizarlas ligeramente no podemos dejar de preguntarnos cómo afrontan todo ese tiempo, toda esa espera. La mayoría de las personas dirían que no hay tiempo peor que el del hastío. La ausencia de sucesos y la espera son lo más difícil de soportar, y el tiempo nunca está tan presente ni es tan fastidioso como cuando nos aburrimos. Nos horroriza la idea de pasar 150 años en un pozo oscuro, a solas y privados de prácticamente toda experiencia sensorial. Cuando el tiempo no se ve limitado por sucesos o experiencias, se convierte en un monstruo, en algo insoportable.
Yo me imagino 150 años en solitaria oscuridad como una eterna noche de vigilia. Ese tipo de noches de insomnio en que uno es capaz de sentir cómo cada segundo se va sumando al anterior, como si de un rompecabezas lento y complicado se tratara. Intento figurarme la impaciencia de una noche así, la impaciencia de ser totalmente consciente del tiempo y a la vez saberse incapaz de influir en él.
Según todos los indicios, para la anguila las cosas son distintas. Seguramente los animales no experimentan el hastío como las personas. No tienen ese tipo de percepción completa del tiempo, de los segundos que se vuelven minutos y años y vidas enteras. Quizá la anguila no se impaciente al ver que no ocurre nada.
Existe no obstante cierto tipo de impaciencia que quizá guarde cierto parentesco con la anterior, y es la que produce la falta de realización. La impaciencia de que nos impidan hacer aquello que nos habíamos propuesto hacer.
Y en eso pienso yo cuando pienso en la anguila de Brantevik. Por más que viviera 155 años, por mucho que lograra aplazar la muerte, no tuvo tiempo de llevar a cabo su viaje predeterminado y consumar su existencia. Aquella anguila rebasó todos los límites y sobrevivió a cuantos la rodeaban, logró prologar aquella desolada existencia, desde su origen hasta su extinción, durante siglo y medio. Y aun así no logró alcanzar el mar de los Sargazos. Las circunstancias la apresaron en una vida de espera sin fin.
Y de ello aprendemos que el tiempo es una compañía poco fiable, y que no importa lo lentos que transcurran los segundos, pues la vida pasa en un abrir y cerrar de ojos: nacemos con un origen y una herencia y hacemos cuanto está en nuestras manos por liberarnos de ese destino predeterminado, puede que lo logremos, pero pronto descubrimos que no tenemos más opción que deshacer del camino y volver al lugar del que veníamos, y si no conseguimos llegar nunca estaremos completos, y de pronto nos vemos a la luz que brinda esa súbita conciencia, y nos sentimos como si nos hubiéramos pasado toda la vida aislados en un pozo oscuro sin entender quiénes somos en realidad, y de pronto, un día, resulta que es demasiado tarde para hacerlo
