Ralph Waldo Emerson y la divinidad de la naturaleza
Aterriza en las librerías una antología de textos del pensador que, alejándose de las creencias religiosas y sociales de sus contemporáneos, formuló la filosofía del trascendentalismo. Con su obra, lo real y lo sagrado vuelven a ser lo que siempre fueron: una única cosa. Quizás por eso ha llegado la hora de resetear nuestras almas tras la estela de este visionario espiritual felizmente recuperado. No perdemos nada por probar. Más bien todo lo contrario.
Si Naturaleza fue el ensayo más representativo del pensamiento de Ralph Waldo Emerson (Boston, 1803-Concord, 1882) –no en vano de pocos autores modernos puede afirmarse con la misma rotundidad que de él que sus libros “leen” a sus lectores antes que ser leídos por ellos–, The American Scholar, uno de sus discursos, pronunciado en 1837, justo después de la publicación de Naturaleza, se convirtió en algo así como su tarjeta de presentación. Hasta el punto de que para el escritor Oliver Wendell Holmes Sr. tal discurso fue la “Declaración de Independencia intelectual” de los Estados Unidos, lo cual da idea de la fuerza (y contundencia) de su pensamiento.
Por eso no resulta sencillo reducir la filosofía de Ralph Waldo Emerson a un par de graves sentencias morales espolvoreadas con el aderezo de dos o tres datos biográficos. La de Emerson es una obra que siempre estuvo, está y estará a salvo de los atajos. Es más, para ingresar en el nada selecto Club Emerson uno ha de estar dispuesto a comenzar un peculiar viaje interior sobrado de miedos y complejidades. Y para ello, antes que nada, hay que aprender a volar. Sin dudarlo un solo segundo. Para planear por el cielo del mismo modo en que lo hacen las aves, ascendiendo a un nivel en el que trascender lo mundano y obtener una visión inefable de nuestra existencia.
Biblioteca de Ralph Waldo Emerson. conservada en su estado original.
Profeta en su tierra
Aunque, en el fondo, se trata de algo tan fácil como abrir un libro para dejarse inundar por la fuerte marejada que rebosa entre sus párrafos. ¿Y por qué no empezar con este Ensayos de un buscador espiritual publicado por Errata Naturae, que recoge lo más granado de la obra escrita de Emerson? Suman 246 páginas de una antología cuyos textos están separados en siete apartados cuyos títulos resultan de lo más esclarecedor: La autosuficiencia, La compensación, Las leyes espirituales, El alma suprema, Círculos, El destino y El éxito. Sin embargo, nada hay en ellos que tenga la más mínima relación con los manuales de autoayuda tal como los conocemos.
Casa Museo de Ralph Waldo Emerson en Concord, EEUU.
Harold Bloom, crítico literario y máximo responsable del ‘canon occidental’, se refiere a Emerson como “el profeta de la religión americana”, aunque conviene contextualizar la etiqueta en relación al mormonismo y el cristianismo científicos, credos tan en boga en tiempos del filósofo bostoniano, y llega a comparar al padre del trascendentalismo bostoniano con el filósofo humanista francés Michel de Montaigne. Y no faltan razones para ello. Algunos de sus contemporáneos, como el poeta Walt Whitman, el pensador Henry David Thoreau –a quien Emerson cedió la parcela de terreno en la que el autor de Walden construiría su famosa cabaña junto a la laguna– o el novelista Herman Melville reconocieron su enorme influencia.
Naturalmente humano
Si su visión religiosa fue considerada demasiado radical para la época, se debió en gran parte a que Emerson creía que Dios estaba detrás de todo lo que nos rodea, motivo por el cual todas las cosas pueden considerarse divinas. Según el trascendentalismo, la verdad divina puede ser revelada e intuitivamente experimentada desde la naturaleza. Su amor al cosmos era de índole panteísta. Emerson escribió en su diario: “Hay una confluencia entre el alma humana y todo lo que existe en el mundo”.
Carta de Emerson a Walt Whitman.
Pero dejemos que sea el propio Emerson quien se explique gracias a algunos párrafos sueltos de esta lúcida y tan necesaria antología:
“Siempre que una mente es sencilla y recibe una sabiduría divina, las cosas viejas fallecen: caen maneras, maestros, textos, templos; vive ahora y absorbe el pasado y el futuro en el momento presente. Todas las cosas se vuelven sagradas por medio de su relación con ella, unas igual que otras. Todas las cosas se disuelven en su centro por su causa, y en el milagro universal desapareen los milagros insignificantes y concretos. Si, por lo tanto, un hombre asevera saber y hablar de Dios y os hace retroceder hasta la fraseología de alguna vieja nación desmoronada en otro lugar, en otro mundo, no le creáis”.
“Existe en el alma una realidad más profunda que la compensación, a saber: su propia naturaleza. El alma no es una compensación, sino una vida. El alma es. Bajo todo este mar agitado de las circunstancias, cuyas aguas fluyen y refluyen en un equilibrio perfecto, yace el abismo aborigen del auténtico Ser. La esencia, o lo divino, no es una relación ni una parte, sino el todo. Ser es la afirmación inmensa en la que la negación está excluida, que se equilibra a sí misma y engulle todas las relaciones, partes y momentos que hay en su interior. La naturaleza, la verdad y la virtud son el influjo que surge de ello; el vicio, su ausencia o su marcha”.
“Lo único que buscamos con deseo insaciable es olvidarnos de nosotros mismos, sorprendernos de lo que tenemos, perder el recuerdo sempiterno y hacer algo sin saber cómo ni por qué: en resumen, trazar un nuevo círculo. Nunca se ha logrado nada grande sin entusiasmo. El camino de la vida es maravilloso, y es así gracias al abandono. Los grandes momentos de la historia son aquellos en los que se entretejen las habilidades de la materialización con la fuerza de las ideas, como las obras de genio y religión. “Nunca se va tan lejos”, dijo Oliver Cromwell, “como no se sabe adónde se va”.
Retrato de Emerson conservador en la Librería del Congreso de EEUU.
“En la naturaleza, todo es un inmenso reposo. Recordad lo que le ocurre a un chaval de ciudad que se adentra por primera vez en los bosques de octubre. De pronto, se introduce en una pompa y una gloria que le traen los sueños de un romance. Es el rey que soñaba ser; camina entre tiendas doradas, entre alcobas carmesí, de pórfido y topacio, pabellón tras pabellón, engalanados con guirnaldas de vid, flores y rayos de sol, con incienso y música, con un sinfín de estímulos para sus atónitos sentidos, mientras las hojas destellan, lo excitan y lisonjean, y su mirada y su paso se ven seducidos por distancias borrosas hasta soledades más felices”.
“El libro de la Naturaleza es el libro del Destino. Va pasando sus descomunales páginas, hoja tras hoja, sin volver jamás ninguna. Deposita una hoja en el suelo, sobre un lecho de granito; luego mil siglos, y un lecho de pizarra; mil siglos más, y una capa de carbón; otros mil siglos, y una capa de marga y barro: entonces aparecen formas vegetales, sus primeros animales deformes, zoófitos, trilobites, peces, seguidos de los saurios, formas toscas en las que solo ha esbozado su futura estatua y ocultado, bajo estos monstruos desmañados, la silueta elegante de su rey venidero. La superficie del planeta se enfría y se seca, las razas mejoran y nace el hombre. Pero, cuando una raza ha vivido el plazo que le corresponde, ya no regresa”.