El Río de la Plata, desembocadura de anchos ríos entre Argentina y Uruguay, ha dado para pie a una ingente literatura. Pero elijamos entre ese caudal de letras un párrafo que vale por todos.
“En las inmediaciones del estuario más grande del mundo, en las orillas de los ríos caudalosos que lo abastecen de agua, en las innumerables islas del delta que forman en la desembocadura, en la planicie de alrededor, de 600.000 kilómetros cuadrados que se extiende al sur, al norte y al oeste, en ese lugar de paso al que ni los caballos querían acercarse, se formó, en el último siglo, una sociedad peculiar, característica, como resultado de la presencia indígena, de la colonización y del largo y adormecedor dominio español, del mestizaje, de la proliferación de ganado, de la inmigración europea, centroeuropea, balcánica, medio oriental y asiática, del impuso de la agricultura, de un relativo y fragmentario crecimiento industrial, de una explosión demográfica y de un crecimiento urbano desproporcionado en relación con la demografía rural y con el resto del país”.
Quien firma estas líneas es Juan José Saer, quien habla de Buenos Aires, la megalópolis argentina que se proyecta, más allá de las fronteras de un país, en esa cuenca hidrográfico-cultural que es el Río de la Plata, en El río sin orillas. Tratado imaginario, editado en 2006 en Argentina y que acaba de publicar, en España, en breve tirada exquisita, la editorial Días Contados.




“El Río de la Plata fue descubierto por error”, escribe Juan José Saer
Saer –cabe dejarlo claro desde el principio– es un autor imprescindible, y no nació en Buenos Aires (o sea, no es porteño), sino en un pueblito a la vera de uno de los principales afluentes del Río de la Plata, en la provincia de Santa Fe, y, como a él le gusta repetirlo, “justo enfrente de mi casa” fue donde el veneciano Sebastián Caboto estableció el fuerte de Sancti Spiritus, en 1527, en lo que fuera la primera fundación española en territorio argentino.


Su prosa tiene, por tanto, la cadencia del interior y, en particular, el acento de esa región que allí se conoce como “el Litoral”, próxima a la “Mesopotamia argentina”, entre los dos grandes ríos –el Paraná y el Uruguay– que bajan de la selva y confluyen para hacer esa “lámina de gelatina de 34.000 kilómetros cuadrados” que es el Río de la Plata y que se dispersa en el Atlántico, a orillas de Montevideo (Uruguay).
El presente del verbo se debe a lo trascendente de su obra, con novelas que son actuales y eternas (Nadie nada nunca, El entenado), aunque el escritor, nacido en 1937, de padres sirios, muriera en 2005, en Francia, donde –como buen argentino, que está siempre lejos– vivió gran parte de su vida.


Este libro lo lleva a remontar ese inmenso río marrón (o “color león”, según el poeta Leopoldo Lugones) para explicar la historia de un descubrimiento azaroso: “El Río de la Plata fue descubierto por error”.
Lo que sucedió, sobre principios del siglo XVI, fue que mientras los expedicionarios europeos seguían discutiendo si aquel continente eran las Indias u otra cosa, y si aquel océano por el que zarpaban desde Cádiz era el mismo que llegaba hasta las tierras de las especias, Núñez de Balboa divisó otro mar, al otro lado de lo que hoy es Panamá y entonces supieron que había que cruzar con los barcos hasta allí si querían llegar a las Islas Molucas. Así, las siguientes expediciones fueron auscultando todas las entradas de agua del continente sudamericano para dar con el paso al Océano Pacífico.
Llegar a las Molucas, las “islas de las especias”, junto a las promesas de infinito oro, plata y piedras preciosas del Perú eran los únicos pensamientos-guía de estos descubridores.
Saer narra maravillosamente esa “sucesión de espejismos” que agobiaban a los incansables navegantes que remontaban el río más ancho del mundo, o “el mar dulce”, como dijo Juan Díaz de Solís, antes de bajar de inspección en alguna orilla y ser confundido con una presa salvaje por una tribu de indios nómadas, cazadores y antropófagos, que además tenían el hambre milenaria de lo inhóspito.
La cuenca del río que es un oxímoron
“Los marineros gritaban que nevaban mariposas”, escribiría Charles Darwin, tres siglos más tarde, tras su largo y minucioso recorrido por ese sur de los muchos vientos con tempestades del sudeste, la humedad excesiva y la sequía del desierto, los muchos insectos y la inmensidad de un horizonte, el de la pampa (“ese vértigo horizontal”, según Drieu La Rochelle).


Dos grandes ríos, el Paraná y el Uruguay, bajan de la selva y confluyen para hacer esa “lámina de gelatina de 34.000 kilómetros cuadrados” que es el Río de la Plata
Aquel río no era una bendición. “¿Por qué no había nadie en la costa sur del río?”, se pregunta Saer en el comienzo. “Lo que sobrevivió a las últimas glaciaciones, desperezándose feliz en la primera tibieza del Holoceno, hombre, animal o planta, evitaba invariablemente las proximidades llanas y anegadizas del río (…) Los del norte, nómadas fluviales, cazadores y pescadores del Paraná y del Uruguay, casi nunca se aventuraban más allá del delta, para no perder ni pie ni realidad en esas aguas que, confundiéndose con el mar, se ensanchaban y se prolongaban al infinito. Los del sur, a pesar de los rigores del clima, rara vez traspasaban el límite septentrional de la Patagonia” (Saer dixit).
Aquello sucedía entre “los dos desiertos, el terrestre y el acuático”. Allí no había plata ni oro, ni nada de lo que Pizarro hubiese contado en la corte.


Saer narra maravillosamente esa “sucesión de espejismos” que agobiaban a los incansables navegantes que remontaban el río más ancho del mundo
El Río de la Plata es el límite oriental de esa llanura a la que por siglos se le llamó desierto y, como desgrana Saer, poco a poco se convirtió en territorio legendario de los “tópicos criollistas”, con un cielo que envuelve al hombre en una semiesfera, porque el horizonte es circular.
Sin embargo, entre los siglos XVI y XVIII, “el único atributo de la pampa, su fertilidad, no presentaba el menor interés para los españoles, que eran navegantes o aventureros, o para los indios nómadas o seminómadas, que eran cazadores y recolectores”, sostiene Saer.
“Indios y europeos tenían, en ese lugar, un enemigo común: el hambre (…) La extensión desmesurada de la llanura, las crecidas violentas de los ríos, la ausencia de agricultura y de frutos silvestres que más arriba, en el Paraguay, hacían de la selva un paraíso, convertían al Río de la Plata en un lugar de indigencia. En el campo abierto, los indios se morían no solo de hambre sino también de sed, y cuando lograban matar a un animal, se precipitaban a beberle la sangre”, se lee en El río sin orillas.


La fundación de una gran ciudad
Con lo que hoy es Buenos Aires, cuesta imaginar aquellos huesos de Solís que quedaron desperdigados frente a los ojos desorbitados de los marineros que no bajaron de sus naos: “Los primeros pasos de Solís por el territorio americano lo condujeron a un encuentro rápido y desastroso con lo arcaico, pero con lo arcaico en su forma exterior, llegando, igual que una flecha lanzada desde los primeros tiempos, a clavarse en la garganta del descubridor”, escribe Saer.
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El autor narra, con lujo de detalles, aquellos infructuosos intentos de los conquistadores por dejar algo en pie, una referencia, algún borde, mientras subían y bajaban desolados por los ríos, con sus barcos, sin encontrar salida alguna al Pacífico.
Allí están las especulaciones histórico-literarias sobre la empalizada de un sitio que se considera la primera (fallida) fundación de Buenos Aires, en 1536, por Pedro de Mendoza. ¿Es verdad que se fundó en esa orilla para “impedir las deserciones ya que, con la vasta superficie de agua de por medio, les era más difícil, a quienes tenían la intención de hacerlo, ir en busca de refugio entre las colonias portuguesas de Brasil”?


El santafesino no elude las intrigas reales, ni las noticias sobre las alucinaciones y el autoritarismo de Mendoza, un ex paje de Carlos V.
Las crónicas de un marino alemán cuentan que, en un principio, aquellos indios no estaban de malas con la expedición española de Mendoza que, lejos de construir un fuerte (“no había una piedra a 500 kilómetros a la redonda”), levantó una choza para el adelantado… Sin embargo, hay una certeza: “De los 2.500 europeos que, en sucesivos desembarcos habían ido llegando, al cabo de tres años quedaban un poco más de 500, y la mayor parte habían muerto de hambre”.
Las crónicas de la época relatan que los conquistadores, famélicos, comían zapatos, cinturones y hasta los pocos caballos que habían llevado. Y si alguien iba a la horca por sacrificar un caballo, hasta los muslos del ahorcado servían para saciar el hambre de los demás.
Así, cuando en 1541, la ciudadela resultó incendiada y abandonada, quedaban apenas cinco yeguas y siete caballos de los 100que habían salido de España cinco años antes: “Esos 12 caballos se dispersaron por la llanura y se multiplicaron al infinito. El caballo ocupó la pampa, y luego llegó el gaucho”, según decía Macedonio Fernández y confirma Saer.
En la Pampa es el ganado el que creó la civilización, en la hipótesis de Saer, que luego dará buena cuenta de lo cimarrón, del peso del caballo para el indio, el invento del gaucho, la esclavitud como única fuerza de trabajo disponible, hasta llegar a los próceres fundadores del relato contemporáneo de la historia, la política y la literatura rioplatense de los últimos dos siglos… El Río de la Plata, “como si la tierra chata se licuara”.
