Como toda maestra musical que se precie, El Danubio azul se estrenó en Viena con indiferencia del público, que al acabar la interpretación se limitó a pedir un solo bis como de compromiso. Este fenómeno tan común suele deberse al hecho de que muchas personas acuden a los conciertos a corear -aunque sea interiormente- las piezas que reconocen, mientras que con las nuevas tienden a tener una actitud preventiva o de recelo, cuando no directamente de hostilidad.
Esto pasó el 13 de febrero de 1867, pocos meses después de que Johann Strauss hijo terminara de componer el vals que el coro del Wiener Männergesangverein, harto de un repertorio mediocre y gris, le había encargado para animar los carnavales de aquel año. La letra la escribiría el poeta fijo de la sociedad coral, que no era otro que el comisario de policía Josef Weyl.


A los cantores no les gustó ni poco ni mucho el texto de Weyl y, si a eso vamos, tampoco la música de Strauss. Protestaron ruidosamente cuando tuvieron que ensayar la letra, pero el director del coro y el mecenas Nikolas Dumba, a quien estaba dedicada la obra, consiguieron aplacar los ánimos y que al menos Strauss no se sintiera ofendido.
“Strauss pudo atribuirle el color azul al Danubio llevado por la idealización de uno de los símbolos de los austriacos o por las esperanzas que tenía en la proyectada regulación del río”
En la actualidad, la mayoría de los 2.000 melómanos que llenan la Sala Dorada del Musikverein de Viena para asistir cada 1 de enero al Concierto de Año Nuevo, y de los 1.000 millones que lo ven en televisión, no es consciente de la atmósfera derrotista que se respiraba en Austria después de la derrota ante Prusia en la Guerra de las Siete Semanas de 1866. En la decisiva batalla de Sadowa, los Habsburgo enterraron para siempre su sueño de dominar la confederación germánica o, dicho de otro modo, de que Austria fuera el Estado hegemónico de una Alemania unificada.


Se entiende que Viena no estuviera de humor para bailes y que la letra del poeta Weyl, que navega entre la oda del río protector de los austriacos -el título original en alemán es un evocador An der schönen blauen Donau (En el bello Danubio azul)-, la sátira y el lamento por la derrota infligida, hiriera demasiadas sensibilidades como para ser recibida de buen grado.
El pasaje que más ampollas levantaba dice así: “[Danubio tan azul, tan bello y azul,] / ¡Mantén tus olas en Viena, / que te ama tanto! / A donde quiera que vayas / ¡no encontrarás otro lugar como Viena! / Aquí vierte de sus pulmones / la magia de deseos felices / y, fiel, extiende el sentimiento germánico / sembrándolo a lo largo de sus aguas”.
“La obra original de Johann Strauss hijo llevaba el acompañamiento de una letra que tenía tanto de nostalgia como de sátira y lamento por la derrota en el campo de batalla”
Por mucho que Wyel captara bien la aflicción del pueblo austriaco mediante una elegía nostálgica del gran río de Europa Central, el público que asistió a la première en la Sala Diana no quería gastarse el dinero en sal para sus recientes heridas. Bajo la batuta de Rudolf Weinburm, la orquesta creada por los dos hermanos músicos de Johann Strauss, Josef y Eduard, y el coro interpretaron por primera El Danubio azul con la mencionada frialdad del respetable, aunque la crítica sí supo captar la vivacidad y alegría de la melodía y llegó a referirse a ella, por primera vez, con el término alemán schlager, que significa canción de moda.


Era solo cuestión de tiempo que un vals tan bello deviniera un hit. Pronto se le persuadió a Strauss de que reescribiera la partitura como pieza puramente orquestal con vistas a su estreno en París, donde el emperador Francisco José iba a ofrecer un baile en los jardines de la embajada austriaca, organizado por el embajador Metternich y esposa.
El de 1867 era el París de la Exposición Universal, instalada en el Campo de Marte, el París del nuevo y fastuoso urbanismo del barón de Haussmann, del flâneur baudeleriano y de las pinturas de Meissonier, también el París donde reinaban Napoleón III y la granadina Eugenia de Montijo. Alfred Delvau escribió que “en ningún otro lugar puede un hombre divertirse tanto y de maneras tan variadas, y quien no pueda encontrar diversión es que no sabe buscarla”.
“Dirigido por el compositor en persona, el vals se interpretó en los jardines de la embajada austriaca en París, donde se celebraba en 1867 la Exposición Universal”
Sobre la mansión de los Metternich, ninguna recreación mejor que la que ofrece Orlando Figes en su reciente libro Los europeos, un ejercicio superlativo de historia cultural de nuestro continente: “El salón de baile de la embajada y el jardín contiguo estaban engalanados con cintas de satén de color blanco y dorado; los candelabros, repletos de flores rojas, blancas y azules, y una cascada gigante de agua caía sobre las rosas en el gran salón de recepción”. Entre oropeles y testas coronadas, El Danubio azul, dirigido por el propio Strauss, fue esta vez toda una sensación. Hasta hoy.


Se dice que los presentes se resistieron a bailar para poder escuchar mejor la música. Tal vez los austriacos aprovecharon también para estrechar relaciones con los franceses a fin de asegurarse la influencia en los estados del sur de Alemania y detener el progreso de su común enemigo prusiano. Igualmente, la ocasión les servía para restaurar mínimamente el orgullo nacional lastimado, con la promoción de Johann Strauss junior en aquel rutilante baile internacional.
No sirvieron de mucho los afanes diplomáticos porque los franceses, como acunados por los suaves compases de El Danubio azul, se fueron deslizando hacia un nuevo conflicto armado contra la omnipotente Prusia. La deliciosa pieza que -olvidadas ya sus implicaciones extramusicales- incitaba a Francia a bailar y disfrutar de la vida, sonaba a oídos de Bismarck y su general Von Moltke como una obertura de guerra, la que se inició en 1870 y concluyó con la hecatombe francesa en Sedán.
“Pocas semanas después de una serie de conciertos en el Covent Garden de Londres, salió para todos los rincones del mundo un millón de ejemplares de la partitura impresa”
Strauss vivió para conocer tanto esta derrota como la creciente popularidad del más apreciado de sus 400 valses. Invitado por el Príncipe de Gales, lo dirigió en seis veladas consecutivas en el Covent Garden, y durante una gira estadounidense en 1872 se puso al frente de 2.000 intérpretes y un ciclópeo coro de 20.000 personas. Pocas semanas después de los conciertos de Londres, salía para todos los rincones del mundo un millón de ejemplares de la partitura impresa.


El vals vienés por excelencia hasta hoy encierra todavía el misterio de su título. ¿Por qué azul precisamente el Danubio, actualmente uno de los ríos más contaminados de Europa y ya en el siglo XIX una oscura corriente de agua cuyo color oscilaba entre el gris, el verde y el marrón chocolate, pero nunca el azul?
“El texto hería tantas sensibilidades que pronto se persuadió a Strauss para que realizara una versión puramente orquestal. La música ya había gustado a la mayor parte de la crítica vienesa”
Lo más fácil es que Strauss incurriera en la idealización de que suelen nutrirse los símbolos de toda índole, aunque algunos estudiosos apuntan que pudo haberse inspirado en los versos del poeta austriaco Karl Isidor Beck o que el compositor tuviera depositadas muchas esperanzas en el proyecto de regulación del Danubio del que tanto se hablaba en aquel entonces.
Es divertido pensar que Strauss se viera contagiado por el mismo espíritu del comisario Weyl y escogiera el epíteto para el título de su obra inmortal en recuerdo irónico de un color que tan malos recuerdos despertaba entre sus compatriotas: el azul de Prusia de los uniformes militares prusianos que pusieron fin a las ambiciones de Austria en el centro de Europa.
