A veces es bueno hacer caso de los presentimientos, por muy mala prensa que tengan en estos tiempos de un racionalismo que tan plácidamente convive con negacionismos, fake news y toda clase de teorías delicuescentes. Al menos al compositor Enrique Granados (1867-1916) le habría venido bien atenerse al mal pálpito que le producía la travesía por mar que iba a emprender a Estados Unidos con su esposa Amparo. En la despedida de sus seis hijos en el puerto de Barcelona, el músico, que siempre tenía una broma lista en los labios, comentó enigmáticamente: “En este viaje dejaré los huesos”.
Posiblemente la frase no tenía otra intención que expresar su conocida aversión a los periplos por mar. De hecho, esta era la primera vez que el músico accedía a montar en un barco, al menos para un trayecto largo, y hacerlo en plena Primera Guerra Mundial no parecía la ocasión más propicia para aventuras marinas. Pero ¿cómo resignarse a no estrenar Goyescas, que ya había triunfado en París en 1914 -valiéndole al autor una Legión de Honor-, en la Metropolitan Opera House (Met) de Nueva York llevado por una simple intuición? Nunca podría perdonarse ese acto de superstición que le hurtaría la posibilidad de consagrarse internacionalmente.


Así pues, el matrimonio embarca en el buque Montevideo en noviembre de 1915 con rumbo, primero, a Cádiz. A bordo viaja también el guitarrista Miguel Llobet, que les hace la travesía más entretenida charlando sobre cosas de Barcelona. Tras la escala gaditana, el paquebote zarpa hacia Nueva York y al poco es interceptado por el destructor Cassard de la Armada Francesa para una verificación de rutina. Aunque el incidente se resuelve de forma más o menos rápida, basta para llenar de nerviosismo a un pasaje muy consciente del escenario bélico en que se halla inmerso. Amparo hará circunspecta el resto del viaje y su marido, siempre jocoso, bromeará: “Si nos vuelven a parar, me apeo”.
“Cancelado el estreno de ‘Goyescas’ en París debido a la guerra, el Met de Nueva York se ofreció a albergar la primicia. Granados accedió a montar en barco por primera vez”
La guerra había interferido ya bastante en la andadura de Goyescas. Después de su exitazo como suite para piano en la Sala Pleyel un año antes, la Ópera de París encargó a Granados convertirla en una obra lírica. Fernando Periquet se hizo cargo del texto, que obviamente debía encajar en la música ya escrita, mientras el compositor se recluía en una casa prestada por el musicólogo Kurt Schindler en Suiza para terminar el trabajo. Pero el estallido de la Gran Guerra dio al traste con el estreno parisino, momento en que entró en escena el Met ofreciéndose para la primicia.
Fue concretamente el compositor estadounidense Ernest Schelling quien intermedió para incluir Goyescas en la programación de la temporada 1915/16 del coliseo neoyorquino. Como se pactó desde el inicio de las conversaciones, el insigne chelista Pau Casals se encargó de los ensayos principales en espera de que llegara el maestro, a quien aguardaban una saturnal de cócteles y recepciones y hasta la grabación de unos rollos de pianola.
Pocos días antes del estreno, el empresario del Metropolitan le dijo a Granados que, en su opinión, a la obra le faltaba un interludio. Nuestro hombre su puso entonces a escribir a la carrera la que sería su última composición. No muy satisfecho del resultado, le confesó a Casals que le parecía “una cosa de mala fe, vulgar, de cara al público. ¡Me ha salido una jota!”. El violonchelista, que en retranca no iba a la zaga de Granados, le respondió: “Perfecto. ¿No era aragonés Goya?”.
“El estreno tuvo un éxito tan resonante que el presidente Wilson se apresuró a invitarlo a actuar en la Casa Blanca. El cambio de la fecha de regreso tuvo consecuencias funestas”
Con estos entretenimientos y las navidades de por medio, pronto llegó para todos la velada del estreno, celebrada el 26 de enero de 1916 y saldada con un éxito resonante de bises y trises. El músico estaba tan emocionado, al parecer, que no pudo dirigirse al público, por lo que Casals tomó la palabra en su lugar. La noticia de aquella apoteosis no tardó en llegar a oídos del presidente Wilson, que lo invitó inmediatamente a actuar en la Casa Blanca unas semanas más tarde.
Este ofrecimiento tendría consecuencias funestas para Enrique Granados y Amparo Gal. La pareja tenía pasajes de regreso para el 8 de marzo en el buque de bandera española Antonio López, que cubría regularmente la línea Nueva York-Barcelona, pero la asistencia a la recepción del presidente retrasaría la fecha del viaje tres días. El embajador de España en EEUU, Juan Riaño y Gayangos, les advirtió del riesgo que conllevaba realizar un tramo de la travesía en una embarcación de un país beligerante, por muy civil que fuese. El aviso no cayó en saco roto y Granados trató de cambiar los billetes, pero no le fue posible.
“El capitán del submarino que atacó al ‘Sussex’ era un experimentado oficial, a pesar de su juventud, que tenía ya un largo historial de hundimientos de material de guerra”
El resto es historia, como suele decirse. Los Granados arribaron a Londres sin percances y, el 24 de marzo de 1916, emprendieron la penúltima etapa de su regreso (les quedaba llegar luego a Barcelona) en un transbordador francés, el Sussex, que llevaba de la localidad británica de Folkestone a la francesa de Dieppe, una ruta más larga pero teóricamente también más segura que la habitual Calais-Dover. No lo fue en esta ocasión.


Tras poco más de hora y media de trayecto, a las 14.30 horas, el vapor fue detectado por el submarino de guerra alemán UB-29, bajo el mando del joven capitán Herbert Pustkuchen, quien aparentemente lo confundió con un barco minador de la Marina francesa y 20 minutos más tarde lanzó un torpedo que impactó en medio del casco y partió el Sussex por la mitad. El disparo afectó a la proa, pero no hundió la nave. Aun así, los pasajeros que no habían perecido por la explosión y la onda expansiva se lanzaron a los botes salvavidas.
Se dijo en un principio que Granados y su esposa, que tenían sus camarotes en popa, habían fallecido en el salón de primera clase a consecuencia del estallido. Un superviviente contó que la confusión y el pánico los separaron. Algún periódico sugirió que habían sido rescatados y llevados a Inglaterra a bordo de un destructor. Varios testigos oculares vieron cómo el compositor, que no sabía nadar, se lanzó al agua en busca de Amparo para ser izado al rato por una de las lanchas de salvamento, pero al rato la volvió a atisbar luchando contra la mar embravecida; a ella, que sí sabía nadar. Se arrojó de nuevo por la borda sin volver a ser visto. Los más románticos de quienes habían salvado la vida añadían que los perdieron de vista abrazados entre las olas.
“Un año antes, el ‘Lusitania’, otro buque de pasajeros sin relación alguna con el transporte de material militar, había sido torpedeado también por un comandante alemán”
En cuanto a la supuesta confusión del capitán del U Boote, se sabe que Pustkuchen era un oficial experimentado a pesar de su juventud, 25 años, y que su impresionante registro de tonelaje enemigo hundido se le había subido bastante a la cabeza. Solo unas horas antes del fatídico encuentro con el Sussex, había atacado al vapor Salybia, de 3.300 toneladas de registro bruto, esta vez sin causar víctimas mortales, afortunadamente.


Recordemos que, en otro caso sonado, un año antes el transatlántico Lusitania, un buque de pasajeros sin relación alguna con el transporte de material militar, como el que transportaba a los Granados, fue torpedeado por otro comandante alemán que, a través de información reservada, había recibido carta blanca para el hundimiento.
En ese maremágnum de confusión, miedo y órdenes explícitas o encubiertas que es la guerra perdieron la vida la celebridad musical del momento y su esposa, que habrían hecho bien en escuchar la vocecilla interior que los desanimaba de hacerse a la mar en tiempos turbulentos.
