El día que Jean Sibelius vino al mundo, el 8 de diciembre de 1865, hacía en Hämeenlinna (Finlandia) 17 grados bajo cero, una temperatura normal para el invierno nórdico. Con razón afirmaba en su momento el director de orquesta Ara Rasilainen que los compositores de esa parte del mundo están determinados por la naturaleza y el clima, en la medida es que es imposible sustraerse al imperativo de circunstancias externas tan extremas, y seguramente la música de Sibelius lo ejemplifica mejor que la de ningún otro.
“El factor común que percibo en todos ellos viene dado por la geografía”, decía Rasilainen durante una visita a Valladolid para interpretar justamente tres obras de Sibelius: Finlandia, Karelia y Kullervo. “La naturaleza, la climatología y la escasa y diseminada población determinan tanto la música como la pintura. Tenemos cuatro estaciones diferenciadas y, en verano, 24 horas de luz. Eso marca el matiz de los colores y los sonidos. Por ejemplo, Sibelius imita los intervalos que dejan los pájaros en su canto”.
Pero incluso para los estándares nórdicos, Sibelius respondía con excepcional intensidad a los estados de la naturaleza y los cambios de estaciones. Como escribió su biógrafo, Erik Tawaststjerna, el autor “recorría los cielos con sus binoculares en busca de gansos -un animal por el que sentía auténtica fascinación- mientras sobrevolaban lagos helados, escuchaba al sonido de las grullas y prestaba atención a los gemidos de los zarapitos en los terrenos pantanosos de Ainola”, la casa donde vivió prácticamente recluido los últimos 28 años de su vida.
La figura de nuestro hombre no se comprende de forma integral sin mencionar, junto con su especial conexión con la naturaleza, otros dos aspectos primordiales de su trayectoria musical. Uno es, sin duda, haberse convertido rápidamente en símbolo nacional de una Finlandia que, siendo aún un Gran Ducado bajo el dominio más o menos laxo de los zares, comenzaba a luchar por independizarse del gigante que la ha atenazado históricamente desde el este. El país, de hecho, se apropió pronto de su Segunda sinfonía a modo de himno del movimiento de liberación nacional.


Anotemos como curiosidad, bastante frecuente en casos semejantes, que Sibelius fue el segundo de los tres hijos del doctor en medicina Christian Gustaf Sibelius y de Maria Charlotta Sibelius, de soltera Borg, ambos suecoparlantes. Es decir, pertenecía a la élite sueca de Finlandia y tenía el finés únicamente como segunda lengua, que el padre de hecho desconocía.
La otra cuestión que definió al compositor fue el sambenito de retrógrado que insistió en endosarle la vanguardia musical centroeuropea acaudillada por Theodor Adorno, que no le perdonaba haber dado la espalda a los cantos de sirena de la atonalidad. Sibelius completó su formación musical hacia 1890 en Berlín y Viena, donde se embebió del sinfonismo romántico alemán, y su estilo posterior será el resultado de adaptar esta magna tradición a su deseo de evocar los ambientes y texturas del Kalevala, la epopeya nacional finlandesa que trata de la creación del universo, la venida de los dioses y el nacimiento de Finlandia a partir de las frías aguas del Mar del Norte, narrado todo en un clima de magnificencia sombría.
En visitas posteriores a Alemania, el músico tendría ocasión de conocer las composiciones de Richard Strauss y Arnold Schöenberg, pero le produjeron una mezcla de inquietud y aburrimiento. Su negativa a explorar el camino de la atonalidad le situará en el punto de mira del beligerante bando alemán, que llegaría a referirse al Sibelius autoconfinado en su casa cercana al lago Tuusula, periodo al que suele denominarse el silencio de Ainola, como “una cisterna averiada”.
Perderse en la naturaleza
Es fácil imaginarse al autor perdido en mitad de la naturaleza para intentar huir de ataques ajenos e inseguridades propias, empapados ambos al parecer en abundante alcohol, escribiendo a ratos música ritual masónica y haciendo esperar en vano al mundo por su Octava sinfonía, de la que solo quedan unos pocos fragmentos. Se dice que los bosques de los alrededores de Ainola le inspiraron su poema sinfónico Tapiola, inscrito también en lo que hoy llamaríamos su macroproyecto -la pasión de una vida- sobre el Kalevala. De su Sexta sinfonía, el mismo Sibelius decía que le recordaba “al olor de la primera nevada”.
Hay que apresurarse a precisar que en ningún caso pretende el compositor representar la realidad que le sirve de punto de partida para su trabajo. Su imaginación musical es fundamentalmente abstracta, como bien afirma David Revilla Velasco en el blog Jean Sibelius en español, fuente de abundante información sobre nuestro hombre. No trataba, pues, de describir el Kalevala, por ejemplo, sino de evocar las emociones que aquel poema épico despertaba en él. En su juventud se definió a sí mismo como “pintor y poeta musical”, pero sus cuadros no son nunca realistas o alegóricos como pueden serlo los de Mahler y se limitan -valga la expresión- a dibujar “el espíritu de las cosas antes que las cosas mismas”, apunta Revilla.


El amor y la conexión que sentía Sibelius con la naturaleza se presenta en muchas ocasiones como una espiritualidad de carácter panteísta. Por ejemplo, el vuelo (sugerido) de sus amados cisnes se suma a uno de los temas conductores de la Quinta sinfonía, como fruto de la contemplación del medio natural por parte del autor. Este solo osa introducir en sus partituras sonidos realistas cuando se trata casi exclusivamente de reproducir el canto de los pájaros, como haría años más tarde su paisano Einojuhani Rautavaara en Cantus arcticus (puedes leer el artículo sobre esta pieza en este artículo de El Ágora), aunque de una forma radicalmente distinta, además de irrealizable en los tiempos en que Sibelius se hallaba operativo.
La atmósfera del Kalevala, los extensos bosques finlandeses, envueltos en niebla y cargados de magia y misterio, el abrumador clima nórdico, el contraste entre la exuberancia del verano y la quietud tan parecida a la muerte de los largos meses de invierno… Todo ello dictó a Sibelius composiciones donde el fondo de la escena opera como un personaje más de la obra y no solo como un simple escenario donde esta transcurre. Así lo apreciamos tanto en poemas sinfónicos tempranos como La ninfa del bosque, de 1895, como en su última gran obra para orquesta, la magistral Tapiola, de 1926, una desconcertante y cuasimística evocación del bosque primordial, guardado por el viejo dios Tapio.
No cuesta adivinar en los meandros de esta composición el estado de quietud, tan cercana a veces a la desesperación, que llevó al músico a decidir encerrarse en Ainola en espera de una paz de espíritu que no sabemos si encontró. La que sí se mostró esquiva fue la inspiración, que no lo visitó con frecuencia en el largo tramo final de su vida a juzgar por los frutos que han llegado hasta nosotros, incluidas las piezas de ese rompecabezas que es hoy su Octava sinfonía.
