Olivier Messiaen: una pasión ornitológica… y religiosa

Olivier Messiaen: una pasión ornitológica… y religiosa

Olivier Messiaen: una pasión ornitológica… y religiosa

El experto en música P. Unamuno nos adentra en esta ocasión en el universo musical de un compositor clave del siglo XX, cuyas obras deben tanto a los sonidos de la naturaleza, el canto de los pájaros muy especialmente -al que dedicó exhaustivos estudios-, y a una visión trascendente de la existencia


P. Unamuno | Especial para El Ágora
Madrid | 18 junio, 2021


Aunque ni la educación ni el ejemplo garantizan los resultados apetecidos, en el caso de Olivier Messiaen la profunda fe católica de sus padres halló el modo de calar en la personalidad de quien llegaría a ser autor fundamental del siglo XX. Equipado con tanto talento musical como religiosidad, aquel jovencísimo compositor no tardó en plasmar en sus obras más tempranas esa visión trascendente de la vida, ni en hacerse con un puesto como creado a su medida, el de organista de la Santa Trinidad de París, que ocuparía desde los 22 años hasta su muerte.

Nacido en Aviñón en diciembre de 1908, Messiaen se trasladó pronto a Grenoble junto con su hermano Alain y su madre, Cécile Sauvage, después de que el cabeza de familia, Pierre Messiaen, fuera movilizado para luchar en la Primera Guerra Mundial. Al término de la contienda, los tres se mudaron a Nantes, pero en 1919 el padre de Olivier obtuvo una plaza de enseñanza en París, y es así como Olivier acaba en la capital francesa y se matricula en el conservatorio para estudiar piano, que ya había comenzado a tocar por sí solo, y percusión.

Messiaen
Olivier Messiaen, en una foto de comienzos de los 80. | Wikipedia

Le interesan especialmente compositores franceses como Debussy y Ravel, a quienes sigue en sus primeras composiciones. A los 15 años gana un premio de armonía, después uno de fuga y contrapunto, más tarde otro de acompañamiento de piano y, finalmente, el primer premio en el curso de historia de la música dictado por Maurice Emmanuel, profesor que lo introdujo en los ritmos griegos antiguos y las escalas llamadas exóticas.

Con Marcel Dupré se despierta su interés por el órgano, mientras que Paul Dukas -el autor de El aprendiz de brujo– lo sumerge en los arcanos de la orquestación. Para cuando toma posesión del órgano de la Trinité, Messiaen ya despliega un catálogo de intereses que abarcan el canto llano, la poesía antigua de Grecia y la India, la filosofía religiosa, los ritmos hindúes y, sobre todo, el canto de los pájaros, que acabaría por considerar la fuente musical más gloriosa de la Creación.

Toda la obra de nuestro hombre, que abre el camino a tres generaciones de compositores europeos, entre ellos Stockhausen o Boulez, aparece recorrida por cuatro elementos: religión, ritmo, colores y pájaros. Su música, hay que reconocerlo, es tan difícil para el oído no entrenado como fascinante, y posee una cualidad pura, suntuosa e infinitamente variada que transporta al oyente muy lejos y ensancha su mente. La intención del autor no es otra que loar a Dios, y para ello crea un mundo asombroso de sonoridades que se adentra sin peajes en lo inefable, aquello que no se puede expresar con palabras.

Un compositor en el frente

Como las de tantos otros, las creencias de Messiaen se vieron sometidas a las duras pruebas a que fue tan afecto el siglo XX. Una de las más penosas fue, sin duda, su paso por el Stalag VIII-A, un campo de prisioneros nutrido sobre todo de tropas francesas y belgas vencidas en la Batalla de Francia y situado en Görlitz. El compositor fue a parar a este rincón de Silesia después de ser movilizado como auxiliar médico y capturado en Verdún. Dicho claramente, lo atraparon mientras ejercía de camillero, pues los problemas de visión le impedían combatir.

Gracias a un auténtico ángel de la guarda que reforzaría la fe de cualquiera, el carcelero aficionado a la música Carl-Albert Brüll, Messiaen dispuso de todo lo necesario -lápices, goma, papel pautado y un barracón vacío- para escribir el Cuarteto para el fin de los tiempos, que se estrenaría en el propio campo con los oficiales nazis en primera fila. Todos los asistentes guardaron un silencio en verdad religioso durante los 45 minutos que dura la obra, y su autor dijo que nunca se escuchó su música “con tan absorta atención y comprensión tan plena”. No es difícil imaginar la impresión que debió de causar aquella aparición sonora en medio de un infierno de dolor, injusticia y desesperanza.

Su pasión ornitológica alcanzará el cénit en el Catalogue dOiseaux (Catálogo de pájaros), de 1956-1958, donde pasa revista a las principales especies de aves de Francia

El Cuarteto tiene su origen en el solo titulado Abismo de los pájaros, escrito por Messiaen para el clarinetista Henri Akoka -prisionero en el stalag como él- y que constituye el tercer movimiento de la composición. Las aves y sus sonidos asoman también en el primero, Liturgia de cristal, en tanto que, en el séptimo, el clarinete reproduce distintos fragmentos de cantos de pájaros transcritos por el autor, en lo que supone la primera muestra de un interés serio y dedicado por la ornitología. Años más tarde, después de muchos estudios sobre esta materia, afirmaría: “El fenómeno de la naturaleza es, en efecto, maravillosamente bello y apaciguador, y los trabajos de ornitología […] me han permitido sobreponerme a las desgracias y complicaciones de la vida”.

En la sinfonía Turangalîla es el piano el encargado de hacernos escuchar la música de los pájaros, antes de que estos pasen lentamente, coincidiendo con el periodo de mayor experimentación de Messiaen, a erigirse en núcleo de su inspiración musical. Su pasión ornitológica, ya indisolublemente unida a su concepción espiritual de la vida, alcanzará el cénit en el Catalogue dOiseaux (Catálogo de pájaros), de 1956-1958, donde pasa revista a las principales especies de aves de Francia, pero con anterioridad a esta obra dedicará otras dos al mismo tema.

La primera de ellas, Le Réveil des oiseaux (El despertar de los pájaros), es una pieza de unos 15 o 20 minutos de duración, según las interpretaciones, distinta de cualquier música conocida y -para colmo de virtudes- perfectamente accesible; algo inolvidable en suma. Empieza con el canto del ruiseñor, se desliza hacia la quietud de la noche, solo interrumpida por búhos, lechuzas y chotacabras, y con el amanecer oímos el despertar de los pájaros a través de un estruendo de la orquesta en que todos los instrumentos trinan, silban, pían, gorjean, ululan o susurran de manera independiente. Después, sale el sol, el sonido se desvanece y se escucha solo la llamada de un cuco.

Pájaros y armonía de vanguardia

Como escribieron Kenneth y Valerie McLeish, es un absoluto misterio cómo consigue Messiaen que “esa combinación de cantos de pájaros (auténticos), armonía de vanguardia y ritmos griegos e indios se transformen en una pieza de música coherente (incluso en un verdadero concierto para piano), por no decir una obra maestra”.

En Oiseaux Exotiques (Pájaros exóticos), el compositor pudo transcribir 47 cantos de aves de distintos continentes y conformar así un coro como no se había visto hasta entonces. Al igual que en otras obras, combinó con maestría la línea del piano con percusiones que cabalgan sobre ritmos griegos e hindúes, en una textura de la que emergen la sonoridad de la gracula religiosa, el urogallo y el charlatán del Himalaya, que despide la pieza desafiando un total de 31 veces, con otros tantos picotazos, al silencio inevitable del fin de los tiempos.

En cuanto al Catalogue dOiseaux, se trata de una composición de piano que va más allá de la mera representatividad del canto de los pájaros para alcanzar una cota más elevada en la música de Messiaen, como ha señalado Juan Carlos González Caldito. La obra se compone de 13 piezas, cada una de ellas dedicada a una especie distinta de las regiones francesas y envuelta en los sonidos que acompañan a cada ave en su respectivo hábitat.

La unión de la naturaleza con el canto del pájaro es un ejemplo más del perpetuo diálogo que era la música para el autor francés

Aquejado de una cierta sinestesia que se manifestaba en una percepción de colores cuando oía ciertas armonías, Messiaen realizó una asociación por colores específicos mediante marcas de pedal muy meticulosas, así como una homofonía o voz dominante encargada de representar al pájaro en concreto y su entorno. Esta configuración que une la naturaleza con el canto del pájaro es un ejemplo más del perpetuo diálogo que era la música para el autor francés, esto es, un diálogo entre el espacio y el tiempo, entre el sonido y el color, un diálogo que da como resultado una unidad encarnada en música.

Esta unificación es lo que, de algún modo impreciso, puede llevarnos más allá de nosotros y ponernos en contacto con lo que Messiaen entiende como divino. La música, esa sustancia que une los colores, el canto de los pájaros, los sonidos de la naturaleza y la propia inspiración del compositor, se eleva entonces como el único vehículo posible, o al menos el más perfeccionado, para comunicarnos con aquello que nos trasciende.



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