Reportaje gráfico: Guillermo Cervera
Decenas de figuras giran en la oscuridad, como guiadas por una fuerza secreta. El magnetismo del rock and roll les hace mover las caderas y bailar de puntillas; las mujeres agarran sus faldas y los hombres se vigilan el tupé, sacándose de vez en cuando un peine del bolsillo. Es el 1 de febrero de 2020. Afuera reluce la nieve y dentro los mocasines y la brillantina. Hace 60 años, la historia del rock and roll dejó su muesca en este pueblo del norte de Iowa. El lugar, dice la leyenda, en el que murió la música.
“Es realmente un lugar mágico”, dice Jeff Nicholas, director del Surf Ballroom, una sala de conciertos decorada como una playa. El techo es un cielo azul y las olas rompen en las paredes. “Tenemos gente que viene de todo el país, es como una especie de peregrinaje. Mucha gente se acuerda de cuando aterrizamos en la Luna, de cuando JFK fue asesinado, y de la muerte de Buddy Holly…”, añade Nicholas. “Lo tienen sellado en el cerebro”.


La noche del 2 de febrero de 1959, los habitantes de Clear Lake y de los pueblos aledaños acudieron a ver en vivo a los roqueros Buddy Holly, Ritchie Valens y J.P. Richardson, alias The Big Bopper. Los músicos andaban de gira por el Medio Oeste, cruzando la llanura en autobús, predicando la palabra de un nuevo culto de masas.
Dos días antes habían actuado en Duluth, Minesota, donde un muchacho judío nacido allí y llamado Robert Zimmerman había ido a verlos. Años después, este adolescente, transformado en Bob Dylan, juraría haber cruzado la mirada con Buddy Holly, como dos colosos que se pasan el testigo de manera silenciosa.
Los músicos estaban camino de la cima. Ritchie Valens, cuyo apellido real era Valenzuela, popularizó la canción mexicana de La Bamba en versión roquera. The Big Bopper, el más experimentado de los tres, acababa de tener varios éxitos seguidos en la radio y Buddy Holly era considerado la estrella más brillante, como probaría su larga influencia en los Beatles, Elton John o los Rolling Stones. Aquella noche tenían 17, 28 y 23 años respectivamente.
“Este es el teléfono con el que Buddy llamó a su mujer, María Elena”, dice Jeff Nicholas, frente a una vieja cabina, con un triste aparato colgado de la pared. “Siempre llamaba a su mujer al llegar a una sala de conciertos y también antes de irse. Este es el último sitio en el que Buddy habló con su esposa”.


El gentío baila en “el Surf”, bebe cerveza fría y mira de reojo los vestidos ajenos. Por todas partes hay sombreros, pajaritas, chupas de cuero y claveles en las solapas. Los aficionados celebran, como cada invierno, la Winter Dance Party: una fiesta de tres días para conmemorar el aniversario del mítico concierto. Entre la multitud destacan los testigos: los contados señores y señoras que estuvieron allí, que fueron bendecidos por la mano de la historia.
“El primo de mi padre dirigía el Surf. Me llevó entre bambalinas y llegué a conocerlos”, dice Bill Olson, que tenía 14 años el día de la tragedia. “Estaba en el despacho cuando Buddy Holly vino a decir que quería que le pagaran. El primo de mi padre les consiguió un avión para ir a Fargo. Estaban hasta las narices de viajar en el maldito autobús”.


Karen Spratt también los vio tocar. “Vinimos después de nuestra reunión en la granja”, recuerda. “El presidente dijo: ‘Vamos a cerrar pronto, por si queréis ir al Surf’. Así que vinimos, éramos cuatro, y nos quitamos los zapatos para bailar. Yo quería ver a Buddy Holly. Sus canciones eran las que más me gustaban. Al día siguiente me enteré de que había muerto”.
Sus compañeras del instituto, dice Spratt, habían llegado por la mañana con los antebrazos llenos de autógrafos. El superintendente les dijo que se los lavaran. Poco después les comunicó la noticia. “No nos lo podíamos creer”, añade. “Fue como cuando el 11-S. ¿Cómo puede ocurrir algo así?”.


En ese momento, Bill Olson y su padre estaban en la granja, escuchando la radio del granero. Sobre las siete y media les llegó la última hora. “Tenemos que ir a verlo”, dijo su padre. “Cuando llegamos, estaban el sheriff y tres o cuatro tipos. No tenían ni idea de qué hacer con los cuerpos. Les pusieron unas sábanas encima”, recuerda este señor de cara robusta y fuerte acento rural.
Olson me guía hacia la otra sala del Surf, llena de guitarras y fotografías en las paredes, y me enseña un expositor. “Ese que está ahí con la chaqueta ligera es mi padre”, dice señalando las únicas fotos que existen del siniestro. “Esos tres bultos son los cuerpos. El suelo estaba tan frío que del avión no quedó nada. Solo eran unos chavales buscando fama y fortuna, pero ¡ops!… Terrible”.
Según la investigación oficial, el Beechcraft Bonanza en el que despegaron los músicos, al salir del Surf, se estrelló contra el suelo poco antes de la una de la madrugada. Había una tormenta de nieve y el piloto, que no tenía licencia para manejar los instrumentos de vuelo, creyó que subía cuando en realidad bajaba. El aparato no voló ni dos millas.
“Mi abuelo nos colocó en la parte de atrás de su Chevrolet del 49 y nos llevó al sitio del accidente”, dice LeRoy Monford. “Recuerdo los coches de policía blancos y negros con la guinda roja brillando encima”. Monford tenía 11 años, pero desde entonces hizo de Buddy Holly su santo particular. Él y sus amigos crearon un club de fans y erigieron el monumento a su memoria, unas gafas de pasta, en el campo de maíz donde halló la muerte. “Tengo toda la memorabilia de Buddy Holly que puedas imaginar”, asegura.


El único que tuvo suerte fue el baterista del grupo, Carl Bunch. Durante el frío viaje en autobús se le congelaron los dedos. Camino de Iowa, tuvo que ser ingresado en un hospital de Wisconsin.
El recuerdo estuvo en barbecho 20 años. En 1979, un empresario local tuvo la idea de honrar a los tres artistas en el aniversario de su actuación y así fue como nació el Winter Dance Party. LeRoy Monford participó en la iniciativa. Desde entonces, estos tres días entre enero y febrero se han vuelto tan importantes, en Clear Lake, como Nochevieja o el Día de Acción de Gracias.
“Desde 1992 venimos cada año”, dice Harold Geist, con una chaqueta de lentejuelas amarillas y una frondosa peluca negra. Su mujer, Carol Geist, dice que desde hace décadas se reúnen con los mismos amigos, exclusivamente para esta ocasión. “La mayoría solo vienen aquí por la fiesta, así que lo planeamos durante el año. Somos como una gran familia del rock and roll”.


El matrimonio ha venido conduciendo desde Dakota del Sur; otros proceden de Wisconsin, Michigan, Massachusetts o California. “Vemos a la misma gente todos los años. Y nos quedamos en el mismo motel. Tenemos que mantener vivo el rock and roll”, declara Steve Saunders, que viste una camisa a juego con la falda de su mujer, tocada con una cinta roja y unas gafas ovaladas de los años cincuenta.
El Surf, construido en 1948, ha tenido sus altibajos. A principios de los noventa fue comprado por una familia de constructores, los Snyder, que restauraron la decoración original. A este santuario del rock and roll no solo vienen aficionados. Willie Nelson, ZZ Top, BB King o los Beach Boys, entre otros grupos, han tocado en el Surf. “La reverencia que los artistas muestran por este sitio es absolutamente increíble”, dice Jeff Nicholas. “Esto es realmente una celebración. No es un memorial, no hay nada triste ni mórbido al respecto”.
Los familiares de los fallecidos también han peregrinado al Surf. El hijo de Big Bopper donó el maletín con el que viajaba su padre y que recoge sus últimos trabajos. María Elena, la viuda de Holly, ha estado aquí varias veces. Pero son los familiares de Ritchie Valens quienes sienten una devoción especial.


“Cada vez que miro al escenario veo a mi hermano, junto a Buddy y Bopper. Están aquí. Sus espíritus residen aquí”, dice Connie Valens, hermana del cantante fallecido. Valens, dueña de una casa a pocos kilómetros de Clear Lake, reconoce que tardó casi 30 años en visitar el lugar en el que los roqueros tocaron por última vez.
“Vine en 1988. Estaba oscuro y olía mal, era un lugar muy viejo, y conservaba el escenario original en el que había tocado mi hermano”, recuerda Valens. “Un imán me atrajo desde la puerta hasta el escenario: puse mis manos encima, apoyé la cabeza y empecé a llorar porque sabía que él había estado allí. Fue muy especial para mí”.
Otra hermana del cantante, Irma Valens, ha venido desde California a la Winter Dance Party. Las dos, que en 1959 tenían seis y ocho años, dicen que Ritchie era “como un padre” para ellas. “Él solía cuidarnos cuando nuestra madre trabajaba. Nos protegía y nos cantaba canciones. Mi madre no tenía una figura masculina. Éramos solo Ritchie y nosotras”.


La banda invitada toca Suzie Q sobre el escenario. Los mocasines blancos y negros rayan la pista de baile, pero mucha gente ya no puede bailar, y bebe Budweiser en los cubículos del fondo. A un lado, disimuladas en las sombras, hay algunas sillas de ruedas, andadores y bastones. El tiempo pasa y el rock and roll clásico no tiene garantizado, a la vista del paisaje, un relevo generacional.
“La gente de nuestra edad se está volviendo demasiado mayor”, dice Karen Spratt. Kenny Rogers estuvo aquí hace un par de años y su voz prácticamente se había apagado. Tenía que estar sentado en un taburete…”. Spratt, que solía bailar descalza, se limita a mirar el espectáculo. “Me reemplazaron la cadera hace seis años”, confiesa.


Hay algunos jóvenes apasionados de la música o de la ropa vintage, como los Wolff, un matrimonio de treintañeros que ha venido por curiosidad. El padre de ella, Michelle Wolff, era baterista de un grupo y fue imitador de Elvis toda su vida. Pero la mayoría de los comensales del Surf tienen más de 70 años. Unos todavía bailan, lentamente o un poco encorbados; otros los admiran desde las mesas, recordando tiempos mejores.
Los forofos del rock han intentado contagiar su entusiasmo a los jóvenes. “Hay gente como yo que intenta sumergir a sus hijos y nietos, que los cría escuchando nuestra música”, dice LeRoy Monford. “Las nuevas generaciones no lo están absorbiendo tanto como nos gustaría”. A Monford le queda el consuelo de que su nieta se llama como su canción favorita de Buddy Holly, Peggy Sue.
“El día que murió la música”, o “la primera tragedia del rock and roll”, como se conoce la noche del accidente, fue cantada por Don McLean en American Pie. Su canción sonaba esos días en las emisoras locales junto con las de Buddy Holly y Ritchie Valens. El arco de la historia pasó de refilón por este pueblecito rural de Estados Unidos, dejando su hechizo en las vidas de sus habitantes.
Ya es más de medianoche. La guitarra de hielo que se derrite en el vestíbulo del Surf, dando la bienvenida a los roqueros, apenas aguanta. Un año más “la gran familia del rock and roll” ha venido a honrar a sus héroes. Todavía no lo saben, pero dentro de poco más de un mes empezará la pandemia, las grandes ciudades se llenarán de disturbios y protestas y en otoño los americanos volverán a las urnas. La música, esperamos, seguirá sonando en el Surf y en las emisoras del norte de Iowa. Así lo espera LeRoy Monford. “No creo que la música muriera ese día, ni que lo haga nunca”.
Letra de American Pie (1972), de Don McLean, conocida como El día que la música murió:
A long long time ago
I can still remember how
That music used to make me smile
And I knew if I had my chance
That I could make those people dance
And maybe they’d be happy for a while
But February made me shiver
With every paper I’d deliver
Bad news on the doorstep
I couldn’t take one more step
I can’t remember if I cried
When I read about his widowed bride
Something touched me deep inside
The day the music died
So
Bye, bye Miss American Pie
Drove my Chevy to the levee but the levee was dry
And them good ole boys were drinking whiskey and rye
Singin’ this’ll be the day that I die
This’ll be the day that I die
Did you write the book of love
And do you have faith in God above
If the Bible tells you so?
Do you believe in rock and roll?
Can music save your mortal…