Amanecer
La pesadilla empieza al abrir los ojos. Una obsesión escolta los amaneceres de Emily Botha, e hipoteca la seguridad de su existencia. La de ella y la de una ciudad entera.
Corrió las cortinas y observó el ocre de su jardín. Ver morir sus plantas, un día tras otro, con desesperada resignación, la arrojó, de bruces, a calcular la inminencia de la catástrofe.
Con la inquietud en acecho, se fue al baño para empezar una rutina de aseo matinal entrenada a fuerza de precariedad. Se miró al espejo y sintió que su piel de mestiza joven, antes lustrosa, ahora lucía apagada, bien por el estrés, o por el cuidado deficiente al que la obligaban las circunstancias. Suspiró. Ahora ese era el menor de los males posibles.


Emily cepilló sus dientes con medio vaso de agua y se secó los labios con una servilleta para eliminar los restos de dentífrico. El ritual incluía un litro de agua para el lavado de las zonas con mayores exigencias higiénicas, y toallitas húmedas para todo para el resto. Ser delgada pasó de ser un lujo estético o una opción saludable, un privilegio económico para Emily. Cinco kilos más duplicarían el presupuesto de toallitas húmedas. Observó el váter con aguas amarillentas y, con cierta reserva, se decidió a evacuar necesidades mayores, comprobando antes que conservaba el cubo con el agua del baño del día anterior, o sea, para “tirar de la cadena”. Desde una perspectiva optimista, al menos no estaba en los días del período que eran los más difíciles.
En la cocina, bebió el primer vaso de agua del día, degustándolo. Desde el inicio de la crisis solía beber casi todo en vasos desechables. Como el resto de su vajilla y la cubertería, las tazas de cerámica quedaron relegadas a los armarios, sustituidas por enseres plásticos o de papel. Fue una de sus primeras medidas de ahorro a partir de diciembre de 2017, cuando el gobierno local activó el nivel 2 de restricción al consumo de agua, fijando un máximo de 75 litros para cada habitante de Ciudad del Cabo. La obcecada aridez provocó que esos 75 litros fueran reducidos a 50 a partir del primero de febrero, y autoridades y vecinos, como una nueva de inquisición, montaban vigilancia ante cualquier exceso, castigándolo con costosas multas o incluso con la cárcel, y siempre con un escarmiento público.
El calendario y el cesto de la ropa sucia le recordaron que era día de la colada. Llenó un barreño con cinco litros de agua, vertió poco detergente y apiló la ropa dentro lo mejor que pudo. Calculó 10 litros más para el enjuague. Tomó lápiz y papel y se dispuso a realizar el cálculo del día o lo que ella llamaba los números del agua. Disponía de un total de 50 litros al día. De esos, ya tenía comprometidos 15 en la colada, los cuales serían escrupulosamente reciclados en: a) 5 litros del agua jabonosa para descargar el váter, b) 10 litros del agua del enjuague para la limpieza del suelo. Tenía previstos dos litros para cocinar y tres para beber. Para esto último se pasaba de lo recomendado que eran dos litros, pero esa cantidad le parecía exigua y le causaba ansiedad. ¿Y si sufría gastroenteritis u otro mal que requiriera hidratación constante? ¿Si acogía de urgencia a algún amigo o familiar? ¿Si se adelantaba el Día Cero y no quedaba agua potable en la ciudad? Muchos condicionales para sólo dos litros.


Cuando anunciaron la inminencia del “Día Cero” para el 12 de abril de 2018, día en el que se cerrarían los grifos de la ciudad y sus habitantes deberían acudir a uno de los 200 puntos de suministro para abastecerse de camiones cisterna, un pánico súbito llevó a comprar cinco garrafas de agua. Recorrió varios supermercados antes de encontrar alguno donde quedaran. Después de una cola interminable salió con su codiciada reserva, su tesoro. Además, se había pertrechado con un pequeño tanque que utilizaba en casos excepcionales si, por una eventualidad, no podía cumplir con el cálculo diario previsto y necesitaba un extra, en cuyo caso también podría acudir a uno de los grifos que, continuaban manando en algunos sitios de la urbe. Allí, la gente se apiñaba colas kilométricas para llenar unos pocos recipientes. Se le heló la sangre al ponderar que su privilegio circunstancial de no tener que ir a los grifos terminaría con el Día Cero, cuando tendría que hacer colas de más de 2.000 personas para poder contar con 25 litros de agua al día. Su existencia estaría condicionada por el esfuerzo y la disciplina que lograra para alcanzar aquella mezquina cantidad de agua. El pensamiento de los individuos que habitan una zona de desastre se vuelca sobre la subsistencia.
La situación sanitaria aún no lanzaba la alerta social, pero en el interior de Emily ya habían sonado las alarmas. Los expertos predecían brotes de cólera y otras enfermedades una vez llegado el Día Cero. Ya empezaban a registrarse algunos casos de gastroenteritis. El ínfimo nivel de los embalses provocaba que el agua bombeada hacia las tuberías estuviera mezclada con el lodo del fondo de los pantanos. Emily puso a hervir los dos litros del agua para beber. Era consciente de que podría sobrevivir sin ducharse, limpiar, lavar, incluso sin cocinar; pero hidratarse era vital, y ello se convirtió en una idea fija. La ebullición del agua aquietó la efervescencia de sus ideas y la devolvió al cómputo de su consumo:
– 20 litros para la colada, la cocina y el agua de beber.
– Cinco litros para el “baño” diario en una palangana (la misma agua sería reciclada en la descarga el inodoro).
– Dos litros para aseo.
– Ocho litros para el fregado de utensilios de cocina, limpieza de la misma, y otras contingencias.
La suma arrojaba un total de 35 litros. Obtenía así un excedente de 15 litros al día. Su escrupulosa planificación y su ahorro titánico la premiaban con la mitad de la cantidad prevista, 15 de 30 litros, para entregarse el domingo a una anhelada ducha de al menos dos minutos.
Apagó el fuego donde hervía el líquido y bebió con fruición el segundo vaso de agua en el día. Abandonó la libreta de cuentas y contempló con desdén la lavadora (devenida centrifugadora en funciones) la cual agradecía, sedienta, el agua turbia resultante del centrifugado, que a su vez devolvía en una cubeta para el habitual reciclaje. Gracias a estos malabares con las aguas residuales domésticas, lograba mantener un mínimo de higiene en el apartamento. Los electrodomésticos que consumían agua iban cayendo en desuso, cual objetos de un pasado remoto.
Emily juntó el valor necesario para leer las noticias en su tableta. Desplazó en la pantalla la hojarasca noticiosa, comprobó, con agridulce alivio, que el Día Cero permanecía estático en el horizonte: 4 de junio. Partió hacia la Universidad de Ciudad del Cabo (UTC), donde ejercía como Profesora de Periodismo. Entró en su coche con cuidado de no rozar el exterior. Si en su casa aún podía tomar medidas para mantener cierta higiene, con el coche no había nada que hacer. Todos los centros de lavado de automóviles habían quedado inactivos.


El trabajo
En su escritorio, la Dra. Botha se frotaba las manos con gel antibacterial cuando entró en su despacho el profesor Mathew Smith. Su ex alumno más aventajado se había convertido en colega y compañero de investigación. Le resultó raro verlo lucir una nueva y copiosa barba.
—Ya sabes que el afeitado no entra en mis prioridades de consumo hídrico, Doctora.
Emily le deslizó una sonrisa amable.
—¿Empezamos Profesor Smith?
—Empezamos—, confirmó Mathew y Emily escribió en la pizarra:
Causas de la Crisis hídrica en Ciudad del Cabo
– La intensa y prolongada sequía exacerbada por el cambio climático y
– el crecimiento demográfico desproporcionado (75% en 20 años)
hacen que la endémica falta de previsión y planificación de las inversiones necesarias para garantizar el suministro de agua, se conviertan en un acto criminal que pone en riesgo la existencia misma de Ciudad del Cabo.
Pregunta: ¿Por qué nadie denunció la evidencia?
Respuesta: Falta de transparencia.
Pregunta: ¿Por qué?
Respuesta: Porque no es posible ser juez y parte a la vez. El operador de Ciudad del Cabo es público y se subordina a la misma autoridad que incumple su obligación de planificación e inversión, a sabiendas de que es necesario (Informe FAO, 1997).
Cambio Climático
Emily se giró hacia Mathew.
—¿De esto qué tenemos? —inquirió.
—Los informes de todos los expertos, sin excepción, dicen que la severidad de la sequía ha creado una situación infernal, las precipitaciones medias precedentes de dos, tres y cuatro años en la región, son las más bajas desde 1981, y el 2017 ha sido justamente el año de mayor sequía en 36 años —resumió el joven profesor.
—¿Y el cambio climático?
—La investigación de un profesor de hidrología de nuestra Universidad hace un análisis sobre el período entre 1933-2017. Su estudio revela que las precipitaciones medias de los tres años anteriores, 2015-2017, no tienen precedentes. Las cifras analizadas muestran una tendencia de las precipitaciones hacia una pluviosidad más baja durante los últimos 84 años. Lo importante es que esta tendencia puede ser una expresión del cambio climático y puede estar afectando la magnitud de las sequías. Más simple: si esa tendencia no existiera, la sequía de 2017 probablemente hubiera sido menos severa. Ese estudio culmina afirmando que: “La sequía, manifestada por las lluvias en la región de las presas WCWSS, es muy rara y muy grave.” Pero lo cierto es que la FAO, con los datos disponibles hace 20 años ya avanzó la más que probable ocurrencia de una crisis como la que estamos viviendo. —Mathew concluyó, satisfecho, su exposición.
Emily bebió agua de una botella. Luego le brindó a Mathew que bebió un sorbo.
—Antes me habría bebido la botella sin pensarlo, y ahora me da vergüenza robarte un sorbo. —dijo e intentó darle el recipiente que ella le devolvió.
—Tú bebe mientras puedas. —Y sonrieron, burlándose del infortunio común—. Si existe un recurso eficaz para enfrentar el cambio climático —Emily retomó el tema—, es la resiliencia, pero para eso hay que invertir, poner la tecnología a funcionar. Pero escucha lo que ha declarado nuestro vicealcalde. —Leyó con sarcasmo—: “En general, la mejor manera de aliviar los efectos de la sequía esreducir el consumo. Las nuevas infraestructuras y las plantas de desalinización tienen un coste considerable, y es un equipamiento que queda sin utilidad pública si la sequía remite”.
— Ya me he dejado la barba, espero a llegar al despacho para beberme tu agua, y estoy pensando en casarme contigo para ahorrarnos una ducha entre los dos.
—Pues no será con mi agua. —Respondió Emily.
—¿Y con qué otra? A mí no me alcanza la de cada día, y tú con tus números del agua, tienes hasta un tanque extra.
—Pues qué pena tu oferta de matrimonio —interrumpió Emily— porque ese tanque es mi tesoro y es… lo único que no pienso compartir contigo—. Y la hermosa mulata lució una sonrisa que no conocía de ocres ni sequías. Ambos rieron por la necesidad de reír, sin motivos ni argumentos. Mathew, volviendo a sus papeles, añadió:
—Así que la culpa es de los ciudadanos por beber, y lo “ambiental” es no hacer inversiones. Hacen un presupuesto y después “desaparece”. ¿En los bolsillos de quién desaparece?
Emily respondió asintiendo:
— Lo peor es que el operador de la ciudad no protesta porque, claro, su jefe es el alcalde. Así vamos desde hace 20 años, porque ni la sequía ni el crecimiento demográfico son nuevos.
Mathew escribió en la pizarra.
Crecimiento demográfico
Emily respiró hondo:
— Ciudad del Cabo tiene cuatro millones de habitantes y muestra una tendencia de aumento de población desorbitado. En un período de 10 años (desde el 2001 hasta el 2011) el crecimiento fue de un 29,3%.
—Pero a fecha de hoy ese crecimiento casi se ha triplicado —apostilló Mathew.
—Sí. La evidencia es clara: una ciudad que se localiza en una zona de estrés hídrico, con un desarrollo urbano y económico constantes, un crecimiento demográfico brutal y una sequía prolongada. La pregunta es: ¿Por qué no se hicieron inversiones para la creación de infraestructuras que permitieran una explotación sostenible de sus recursos hídricos y la supervivencia de la ciudad?
Emily volvió a frotar sus manos con gel antibacterial. Mathew admiró abstraído la cadencia de esas manos abrazándose como pájaros en danza sutil.
—No sé, pero me siento sucia todo el tiempo. —Intentó explicarse ella.
—No te preocupes, de lejos no se nota. —El rió y ella fingió mal un enfado que encubría una sonrisa pícara, mientras escribía en la pizarra.
Infraestructuras, gestión, explotación y desarrollo sostenible de los recursos hídricos. Responsabilidad institucional
La entidad encargada del suministro de agua potable, y de aguas residuales tratadas es el Departamento de Agua y Saneamiento. Sus responsabilidades incluyen la gestión de las cuencas hidrográficas, el almacenamiento del agua, el tratamiento de las aguas residuales, entre otras. Hablamos de que gestiona una infraestructura hidráulica en Ciudad del Cabo valorada en 58.000 millones de rands. Eso incluye embalses, plantas de tratamiento, depuradoras de aguas residuales; etcétera.
—Pero la mayoría de estas infraestructuras ya existía antes de la Ley de Aguas de 1998, ¿o no? —Preguntó Mathew.
—Ese es el punto: las inversiones. —Y el rostro de Emily se iluminó con alevosía—. ¿Sabes que más ha dicho el vicealcalde? —Leyó lentamente, masticando los fragmentos del escrito—: “El Ayuntamiento ya se dio cuentaen el año 2000 de que la demanda prevista excedería el suministro planificado, y por tanto acometió una agresiva implementaciónn de tecnología degestión de la presión, mantenimiento de las infraestructuras e niciativas de educación pública en los años siguientes para reducir el consumo estimado”.
—Eso es un reconocimiento público de que las autoridades conocían el riesgo desde hace 18 años y no hicieron lo necesario para evitar el desastre. Ni presión, ni mantenimiento de infraestructuras suficientes y la educación pública nos la están dando ahora a golpe de mugre. ¿Dónde están las inversiones en tecnología, reciclaje y nuevas infraestructuras?
Emily le respondió con un trozo de una declaración de la alcaldesa Helen Zille.
—“La sequía nunca podría haber sido prevista. Los Servicios Meteorológicos Sudafricanos me han dicho que sus modelos ya no funcionan en una era de cambio climático” —leyó Botha con un placer casi perverso—. La culpa es del mensajero. Lo interesante es que ya en 1997, un experto, consultor de la FAO y colaborador en la ejecución del sistema de administración de derechos de agua en Sudáfrica señaló en el estudio publicado a propósito que: “Basándose en la situación actual, el DWAF (Departamento de Asuntos Hídricos y Bosques) ha predicho el siguiente panorama para la primera mitad del siglo XXI: Sudáfrica llegará al límite de sus recursos de agua dulce superficiales económicamente utilizables, y habrá limitaciones en el suministro de agua a nivel nacional”. ¿Profético? —inquirió Emily—. No. ¡Evidente!
—Ahora, ¿quién tenía la responsabilidad de lanzar la alarma antes de que sucediera la catástrofe?— interpeló el ex alumno de la doctora.—. Es evidente que no se puede ser juez y parte —resumió Emily y exhaló lo que se le antojó el agotamiento de todo un milenio—. Matt, lo siento, estoy cansada. Agobiada, más bien. Si te parece seguimos mañana.
Mathew percibió su aprensión.
—¿Estás bien?
Ella meditó un instante.
—Lo peor no son las privaciones. He podido pensar mucho en esa gente de los ‘Townships’. Para ellos el Día Cero siempre estuvo a la vuelta de la esquina. Han sobrevivido y lo seguirán haciendo, mejor adaptados que nosotros a cualquier penuria, eso seguro. Son supervivientes. A nosotros ahora nos falta lo que ellos probablemente nunca han tenido.
—A un operador privado le exigiríamos equidad, pero uno público tiene bula para ser un cabrón —apuntó Mathew.
—Pero no es sólo la precariedad lo que me agobia, —continuó Emily—. Lo que llevo peor es la incertidumbre. —Mathew se le acercó como si quisiera beber de algún líquido invisible que manaba con las palabras que salían de su boca—. Acostarme y amanecer pensando que es el último día de una vida “normal”. ¿No has pensado en marcharte, Matt? ¿Tienes una idea real de lo que sería vivir con 25 litros de agua en el día?


El profesor Smith destrozó la prudencia con la que había atado el albedrío de sus sentidos desde que conocía a la doctora. Botha, y la abrazó. Abandonándose al abrazo, le sobrevino a Emily un momento de quietud que logró difuminar su incertidumbre, el recuerdo del agua, y todos los blindajes contra la tentación que suponía el hombre en el que se había convertido su ex alumno.
Él transitó del abrazo hacia el beso y permitió que sus manos obraran sin recato.
—¿Nos vamos a tu casa? —Fue casi una súplica de Mathew. Ella retrocedió.
—¿Mi casa? —preguntó, espantada.
—Lo siento. —Se disculpó el profesor que, angustiado, recordaba la dictadura de lo políticamente correcto. Con ojos suplicantes, preguntó—. ¿Te he molestado?
—¡No! No. —Sonrió Emily y, para calmarlo deslizó el dedo por su mejilla.
—¿Y…? —Trató de asegurarse Matt de que no cometía una impertinencia.
—Mathew… —balbuceó y en sus oídos resonaban los ecos de la sentencia de Zille: “Nadie debería ducharse más de dos veces por semana”. Recordó su cruzada por el logro de un excedente en su cuota para la ducha del domingo—. Es que… —Intentó elaborar un discurso coherente para disculparse. Pensó en el tanquecito de la reserva pero desechó la opción. Lo había llenado antes de la restricción y no tenía manera de reponerlo. Él intentó tranquilizarla.
—No pasa nada, Emily. Yo… Sólo fue…
—No, calla. —Le puso el dedo en la boca y sintió su calor. Recordó que estaba semi-aseada y con el pelo sin lavar—. Lo siento, profesor, pero aún no tengo reservas hídricas suficientes. —Rió con una mezcla de tristeza y candor. Callaron y evocaron un tiempo en el que para enamorarse no hacía falta repasar los números del agua. También él sonrió:
—No hay prisa, doctora. Puedo esperar a que llueva.
