Lecciones desde la ciudad donde casi se acabó el agua

Lecciones desde la ciudad donde casi se acabó el agua

Lecciones desde la ciudad donde casi se acabó el agua

A mediados del 2018, Ciudad del Cabo parecía estar a días de agotar toda el agua potable disponible. Desde entonces, la concienciación de ciudadanos y los esfuerzos de la administración han conseguido evitar que el escenario se repita, aunque todavía hay riesgos


Nicholas Dale
Madrid | 18 marzo, 2022


El «Day Zero» parecía estar más cerca que nunca en junio de 2018. El momento en el que Ciudad del Cabo, en el oeste de Sudáfrica, se convertiría en la primera gran urbe del planeta en quedarse sin agua acechaba, aparentemente implacable. Cada día que pasaba sin llover la alarma se intensificaba, pero, de repente, un ahorro generalizado en el consumo o unas cuantas gotas caídas del cielo empujaban la fatídica fecha un par de semanas más para atrás. La población vivía en vilo constante. Muchos hacían colas para recibir una ración diaria gratis, pues al agua se le habían impuesto unas tarifas importantes para desincentivar su uso. La ciudadanía estaba unida y en las calles se hablaba de poco más que de los niveles de las represas que abastecen la región.

Habían pasado tres inviernos de sequía consecutivos y los embalses estaban en niveles críticos, oscilando cada uno entre el 10 y el 30% de su capacidad. Si llegaban a pasar por debajo del 13,5% en promedio, se declararía el temido «día cero» y se cerrarían los grifos, excepto en algunas infraestructuras básicas como hospitales. Para los ciudadanos comunes, significaría que tendrían que vivir con 25 litros diarios, los cuales serían distribuidos en varios puntos de la ciudad. Ese era el plan para el límite absoluto, pero la misión era evitarlo a toda costa.

Al principio ni siquiera se pensaba que la situación escalaría tanto, pero, tras el segundo año sin lluvias y agotada la esperanza de que la escasez se solucionase sola, fue necesario tomar cartas en el asunto. El gobierno comenzó a poner en marcha unas restricciones diseñadas para recortar el consumo. Primero se prohibió regar jardines o lavar el coche; después, se impusieron limitaciones a 100 litros diarios por hogar, más adelante, 85 litros, hasta eventualmente llegar a 50 en el último momento. Para ponerlo en perspectiva, tirar de la cadena en el baño gasta alrededor de 6 litros, en promedio. Con cada medida se atrasaban un poco las proyecciones del «día cero», hasta que, finalmente, la lluvia llegó en junio de 2018. Sin embargo, la crisis no se olvida en Ciudad del Cabo, y su herencia será duradera.

Colas en Ciudad del Cabo en 2018 para recoger agua.

Una no-tormenta perfecta

La larga sequía fue una situación sin precedentes. El sistema de aguas de la región donde se ubica Ciudad del Cabo depende prácticamente por completo de las precipitaciones, que se acumulan en seis represas situadas en zonas montañosas no muy lejanas a la ciudad. Normalmente, las lluvias caen en los meses de invierno, de mayo a agosto, provenientes del Atlántico, y el agua embalsada en esa época abastece la ciudad y los campos aledaños que necesitan irrigación durante el resto del año, hasta que vuelven, puntuales, las aguas.

En condiciones normales, el sistema es robusto y confiable, pero tres inviernos secos consecutivos, imposibles de predecir por la cantidad de variables que regulan el sistema climático que trae las lluvias, lo llevaron al límite. Peter Johnston, investigador climático del CSAG (Climate System Analysis Group), un equipo de la Universidad de Cape Town que es el mayor experto en los patrones climáticos de la región, pasó mucho tiempo durante la crisis intentando explicar a los medios y a la población general la anómala situación para que hicieran los sacrificios necesarios.

ciudad agua
Embalse casi vacío junto a Ciudad del Cabo en 2018.

«Muchos científicos e ingenieros llevábamos mirando la situación desde hacía años y, alrededor del 2010, viendo las estadísticas de demanda y oferta de agua, concluimos que Ciudad del Cabo se iba a quedar sin agua en el 2018, a pesar de tener una buena distribución. A partir de esa advertencia se diseñó todo un sistema con el objetivo de reducir la demanda lo más posible (…). Una vez puestas en marcha, estas restricciones cementaron la idea de que el agua no era un recurso ilimitado«, asegura a El Ágora. 

Al final, agrega Johnston, precisamente esta concienciación significó que, en realidad, en la primavera de 2018 ya era improbable que Ciudad del Cabo se fuese a quedar sin agua. «Un cuarto verano de sequía implicaba una probabilidad astronómica. Por lo tanto, solamente teníamos que llegar hasta el invierno, reduciendo la demanda, y la ciudad tenía maneras de hacerlo», apunta.

La clave está en la ciudadanía

Todas las maneras de reducir el consumo, sin embargo, requerían de la cooperación, voluntaria u obligada, de los ciudadanos. En consecuencia, el gobierno emprendió, si bien un poco tarde, admite Johnston, una campaña de información que se sumaba las restricciones paulatinas ya mencionadas. A pesar del retraso en la acción gubernamental, para enero de 2018 los residentes de la ciudad habían asumido la responsabilidad de la situación. Solamente había una minoría adinerada que alegaba que si ellos podían para pagar toda el agua que quisiesen consumir, no había quién podía detenerlos. Ante esto, el gobierno terminó por instalar medidores que cortaban el flujo una vez se superaba un límite diario, así como imponer fuertes multas para quienes desperdiciaran agua. 

No obstante, en general, los sacrificios ciudadanos fueron encomiables. La gente se dejó de duchar a diario, las aguas grises se reutilizaban, los váteres aguantaban varios usos antes de ser activados, se instalaron tanques para recoger la poca lluvia que sí caía, entre muchas otras prácticas menores y mayores emprendidas por la gente común. Una vez superada la crisis, muchas de estas prácticas continuaron. «En este momento el promedio de consumo diario por unidad familiar sigue estando muy por debajo de los 600 litros previos a la crisis. Ahora se considera un desperdicio cuando el agua es usada una sola vez y no es reciclada o reutilizada», señala Johnston. Las lecciones aprendidas han hecho a la población de Ciudad del Cabo más resiliente ante la escasez hídrica. 

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Carteles en Ciudad del Cabo en 2018 pidiendo reducir el consumo de agua.

El gobierno, por su parte, también está poniendo en marcha proyectos con el fin de reducir la vulnerabilidad de la ciudad sudafricana ante patrones de lluvia impredecibles -que lo serán cada vez más de la mano del cambio climático, advierten expertos como el equipo de Johnston en el CSAG-. Plantas de purificación ahora aprovechan las aguas grises para irrigación o para usos industriales donde no hace falta agua 100% potable; se han puesto en marcha plantas de desalinización para diversificar el suministro; se están cortando árboles no-nativos invasores que han secado los terrenos alrededor de la ciudad durante décadas; el desperdicio en las tuberías se ha minimizado lo más posible, entre varias otras medidas.

No es casualidad entonces que desde otros rincones del mundo se esté mirando a la experiencia con el agua de Ciudad del Cabo. Principalmente desde la zona Mediterránea, pues las características climáticas son muy similares al oeste sudafricano. Por eso, funcionarios de la ciudad y científicos del CSAG, incluyendo el propio Johnston, han dado charlas y conferencias en todo el planeta desde entonces. Y el consejo principal es siempre el mismo: la necesidad de educar a la ciudadanía para evitar el desperdicio en situaciones críticas, pues aunque en el ámbito del calentamiento global está evidenciado que la acción ciudadana tiene un límite en su impacto, cuando se trata de conservar el agua, cada gota cuenta.



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