Un estudio señala que el cuerpo humano utiliza entre un 30% y un 50% menos de agua que los parientes primates más cercanos. Para los expertos, esta adaptación permitió a nuestros ancestros viajar más lejos de las fuentes de agua en busca de alimento, por ejemplo, o sobrevivir a entornos más áridos



Son nuestros parientes más cercanos, aquellos con los que compartimos tantos rasgos que hasta nuestro imaginario los ha situado como nuestros posibles sucesores inteligentes en un futuro apocalíptico. Sin embargo, el peso de las diferencias, al final, nos termina por poner de nuevo los pies sobre la tierra. Diferencias que abarcan muchos más aspectos que los físicos ya que incluso los humanos y chimpancés son capaces de gestionar el agua de sus cuerpos de maneras diferentes.
Así lo expone un estudio llevado a cabo por expertos de la Universidad de Duke, de los Estados Unidos, que concluye que el cuerpo humano utiliza una cantidad diaria de agua entre un 30% y un 50% menor que los parientes primates más cercanos.
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Para realizar el trabajo, los expertos compararon la renovación de agua de 309 personas con una variedad de estilos de vida, desde agricultores y cazadores-recolectores hasta trabajadores de oficina, con la de 72 simios que viven en zoológicos y santuarios.
Para cada individuo del estudio, los investigadores calcularon la ingesta de agua a través de la comida y la bebida, por un lado, y el agua perdida a través del sudor, la orina y el tracto gastrointestinal, por otro lado. Cuando sumaron todas las entradas y salidas, encontraron que la persona promedio procesa unos tres litros, o 12 tazas, de agua por día. Un chimpancé o un gorila que vive en un zoológico, sim embargo, el doble.
En este sentido, se sorprendieron con los resultados porque, entre los primates, los humanos tienen una capacidad asombrosa para sudar: “Por cada pulgada cuadrada de piel, los humanos tienen 10 veces más glándulas sudoríparas que los chimpancés. Eso hace posible que una persona sude cerca de un litro de agua en un entrenamiento de una hora”, comenta Herman Pontzer.
Los hallazgos sugieren que algo cambió a lo largo de la evolución humana que redujo la cantidad de agua que nuestro cuerpo usa cada día para mantenerse saludable y, por lo tanto, que nos permitió aventurarnos más lejos de los arroyos y abrevaderos en busca de alimento.
«Incluso el simple hecho de poder pasar un poco más de tiempo sin agua habría sido una gran ventaja cuando los primeros humanos comenzaron a ganarse la vida en los paisajes secos de la sabana», señala Pontzer.


El siguiente paso, dice Pontzer, es señalar cómo ocurrió este cambio fisiológico. Una hipótesis, sugerida por los datos, es que la respuesta de sed de nuestro cuerpo se reajustó para que, en general, anhelemos menos agua por caloría en comparación con nuestros parientes simios. Incluso cuando somos bebés, mucho antes de nuestro primer alimento sólido, la proporción de agua a calorías de la leche materna humana es un 25% menor que la de otros grandes simios.
Otra posibilidad se encuentra frente a nuestra cara: la evidencia fósil sugiere que, hace aproximadamente 1,6 millones de años, con el inicio del Homo erectus, los humanos comenzaron a desarrollar una nariz más prominente. Nuestros primos los gorilas y los chimpancés tienen narices mucho más planas.
Nuestros conductos nasales ayudan a conservar el agua al enfriar y condensar el vapor de agua del aire exhalado, convirtiéndolo nuevamente en líquido en el interior de nuestra nariz, donde puede ser reabsorbido.
Tener una nariz que sobresale más puede haber ayudado a los primeros humanos a retener más humedad con cada respiración.
«Todavía hay un misterio por resolver, pero claramente los humanos están ahorrando agua. Averiguar exactamente cómo lo hacemos es el siguiente paso, y eso va a ser muy divertido», concluye el experto.