A primera vista, el terreno de las turberas puede parecer marciano. Las hay de varios tipos diferentes, pero las más comunes son expansiones de un suelo esponjoso, como una gigante cama de agua cubierta de musgo y poco más. Sin embargo, estos ecosistemas son, bajo el manto de turba -como se conoce a la vegetación particular que los cubre-, fuentes de vida.
Por ejemplo, tienen una gran capacidad de filtrar agua, lo que significa que tienen el potencial de abastecer de agua potable de forma económica a poblaciones cercanas. Pero, más importante, son unos de los sumideros de carbono más eficientes del planeta: si bien cubren el 3% de la superficie terrestre del planeta, contienen casi un 30% del CO2 del suelo. No obstante, esta función solo la cumplen cuando tienen buena salud. En cambio, una turbera degradada es una fuente neta de carbono. Por lo tanto, tras siglos en los que muchos de estos ecosistemas han sido drenados y convertidos en terreno para ganado o cultivos, con las consecuencias ambientales que vienen con ello, recientemente se han empezado a recuperar.


Los resultados han sido positivos, con una regeneración veloz de la vegetación y de la retención de agua, aunque para una recuperación entera de los ecosistemas -y de su capacidad de capturar carbono en volúmenes altos- tendrán que pasar décadas. A raíz de esto, expertos han advertido de que si no se aceleran y se amplían estos proyectos, los potenciales beneficios a largo plazo, tanto ambientales como económicos derivados de su función natural, se limitarán.
Las razones son diversas, pero se puede resumir en que mientras una turbera sana es resiliente a mayores temperaturas y continúa cumpliendo sus funciones de contención de gases de efecto invernadero, una que no se ha recuperado por completo podría sucumbir ante el calentamiento global y liberar miles de toneladas de CO₂, empeorando todavía más la situación ambiental. Esto significa que los esfuerzos y la inversión tendrán que ser mayores en el futuro próximo o todo podría terminar siendo en vano.


“Las turberas están compuestas por agua restos orgánicos que se van acumulando con el tiempo sin degradar por la falta de oxígeno”
El funcionamiento mismo de las turberas es la clave. Son un tipo de humedal, pero a diferencia de otros pantanos, están compuestos también por restos orgánicos que se van acumulando con el tiempo. Ya que en ese ambiente acuático hay una escasez de oxígeno para la descomposición de la materia orgánica, la vegetación muerta se mantiene intacta y la turbera crece.
La resultante masa de agua y plantas puede llegar a tener hasta 20 metros de profundidad y retener cantidades enormes de carbono durante siglos. Como punto de comparación, mientras que los diferentes tipos de bosques pueden almacenar entre 0.8 a 10 toneladas de carbono por cada hectárea, según datos de la FAO, cada metro de profundidad por hectárea de turbera retiene unas 500 toneladas de carbono, según estimaciones de la International Peatland Society (Sociedad Internacional de Turberas).


Ahora bien, cuando el agua de la turbera es drenada por medio de zanjas, todo el material orgánico acumulado se empieza a descomponer al entrar en contacto con oxígeno, proceso por el cual el carbono que estaba retenido es liberado a la atmósfera en forma gaseosa. Además, sin el ambiente acuático necesario para su supervivencia, las capas superiores de vegetación mueren, el terreno queda expuesto y se seca, erosionando rápidamente.
Desde hace siglos las turberas han sido vaciadas de agua -en ocasiones incendiadas- para convertirlas en terreno para pastar ganado, para cultivo o para cosechar la turba como fertilizante natural, al no conocer las consecuencias ambientales. De hecho, aunque desde hace algunas décadas se ha demostrado su función como importantes sumideros de carbono, en algunos lugares del mundo -en particular en zonas tropicales como la cuenca del Amazonas, Congo o Indonesia, donde las turberas yacen debajo de la selva y son menos reconocibles como tal- la práctica sigue presente de la mano de la deforestación.


Recuperación de los ecosistemas
No obstante, a partir de las experiencias positivas de conservación durante los últimos años en otros contextos, se sabe cuáles son los mejores métodos para restaurar estos ecosistemas dependiendo del nivel y tipo de degradación que han sufrido.
En todos los casos la actividad principal en la recuperación de las turberas es el manejo hidrológico. Pero en función del punto de partida, se procede a bloquear las zonas de drenaje usando diversas estrategias como represas naturales, eliminar especies vegetales invasoras, controlar la contaminación externa y regular el pastoreo, entre otras medidas. En algunos casos, el daño es tal, que lo mejor que se puede hacer es limitar una mayor degradación.


“Las turberas son uno de los sumideros de carbono más eficientes del planeta”
Escocia es uno de los líderes en la conservación de turberas. Allí, el 20% del terreno es un ecosistema de turbera, gran parte del agua proviene de ellas y se estima que guardan el equivalente a 140 años de emisiones de gases de efecto invernadero del país. A día de hoy, más de 25,000 hectáreas de turberas degradadas se han beneficiado de actividades de restauración, y en 2020 el gobierno prometió invertir más de 250 millones de libras adicionales durante los próximos 10 años.
Pero la acción no se limita únicamente al hemisferio norte, a pesar de que allí se concentren la mayoría de estos ecosistemas. En la Patagonia, tanto Chile como Argentina tienen en marcha proyectos de restauración y protección de turberas como parte de sus estrategias ambientales a largo plazo.
Esto es una buena noticia para los objetivos de ser carbono neutrales. No obstante, como detalla un estudio publicado en la revista científica Global Environmental Change, enfocado en el caso particular de Escocia, pero extrapolable a otros lugares, es necesario acelerar las diferentes iniciativas para afianzar los beneficios ambientales.
Si no se protegen vastas zonas de turberas congeladas en Rusia o en Alaska, también conocidas como permafrost, por ejemplo, de un momento para otro se podrían liberar cantidades ingentes de CO₂, a la atmósfera, con consecuencias posiblemente devastadoras. Pero, además, los científicos autores del estudio encontraron que retrasar la restauración de las turberas supondría un costo para la sociedad en el futuro para compensar la pérdida de capacidad de captura de carbono, por lo que la conclusión es clara: la recuperación de turberas debería ser una prioridad.
