Antes de que Jeremy Rifkin publicara su libro La economía del hidrógeno, en 2002, la mayoría de los mortales no teníamos más conocimiento sobre el elemento químico más abundante en el Universo que el inculcado en el instituto. El escritor estadounidense utilizaba ya la palabra descarbonización en aquella obra que alentaba la transformación radical del sistema basado en el petróleo y otros combustibles fósiles y que veía en el hidrógeno el motor de una nueva era y en sus diversos usos, un hallazgo a la altura de la invención de la imprenta.
“Las revoluciones económicas verdaderamente importantes de la historia se producen cuando una nueva tecnología de comunicación [en este caso, internet y las telecomunicaciones] se funde con un régimen energético emergente [el hidrógeno] para crear un paradigma económico completamente nuevo”, se lee en el libro fundacional de una corriente de opinión en alza hasta nuestros días.
En los años transcurridos entre su publicación y el comienzo de la crisis financiera mundial, en 2008, se generalizó en la industria del automóvil el mantra del hidrógeno como combustible eterno, toda vez que se halla prácticamente en todas partes, en todos los componentes de la materia viva y en muchos minerales, y por supuesto en la molécula de agua (H2O), donde los dos átomos de hidrógeno y el de oxígeno se unen compartiendo electrones.
La cosa no admitiría duda si no fuera porque el hidrógeno, aunque omnipresente en la naturaleza, es un elemento que raramente se encuentra en estado libre y, por tanto, ha de ser extraído según diversos procedimientos, algunos de ellos sumamente perjudiciales para el medio ambiente. A esto llegaremos un poco más adelante.
Durante los peores tiempos de la crisis global, dejó de hablarse del hidrógeno como alternativa a los combustibles fósiles y el foco se puso -y ahí ha seguido la mayor parte del tiempo- en los coches eléctricos. La sola idea de hacer frente a inversiones milmillonarias en investigación e infraestructuras cuando muchos países se hallaban literalmente al borde la quiebra enfrió el debate, que solo se ha reavivado en los últimos años gracias en buena parte a la lentitud con la que se está desplegando, en general, la movilidad basada únicamente en la tecnología enchufable (a la red eléctrica).
Pros y contras
Supuesto un hidrógeno de origen renovable y obtenido a un precio asumible, su superioridad sobre un vehículo eléctrico de baterías está fuera de discusión. Se reposta en menos de cinco minutos, como sucede en un modelo de combustión cualquiera, ofrece una autonomía mayor –el Toyota Mirai ha logrado superar los 1.000 kilómetros recientemente con los 5,6 kilos de hidrógeno alojados en sus depósitos– y, como aquel, el vehículo que lo emplea puede considerarse de cero emisiones locales (esto es, durante su utilización).
Los coches de hidrógeno hacen uso, salvo raras excepciones en que este se quema directamente, de una pila de combustible, es decir, una pila galvánica en la que la energía química del combustible (hidrógeno y oxígeno) se convierte directamente en energía eléctrica a través de un proceso electroquímico. La electricidad generada pasa a unas baterías que alimentan al motor, como en cualquier otro vehículo eléctrico -un coche de hidrógeno es sencillamente otro tipo de eléctrico-, y lo único que se emite a la atmósfera es vapor de agua y una cantidad despreciable de nitrógeno.
Comparado con un coche movido por hidrógeno, uno eléctrico dispone de poco alcance, aunque la mayoría ha obtenido avances significativos en los últimos tiempos, no es fácil de cargar salvo en la vivienda de cada cual -no se concibe hoy comprar un vehículo eléctrico sin instalar un punto de carga en casa- y resulta casi inviable en viajes largos: uno, por la necesidad de realizar varias paradas; y dos, porque esas paradas se alargan más de lo deseable. En un Supercargador de Tesla de 250 kW, tardaremos unos 20 minutos en recuperar energía para recorrer 250 kilómetros en un Model 3, y esto es lo máximo que puede ofrecer ahora mismo esta tecnología.


Pero para que estas cuentas favorables al hidrógeno salgan, debemos hacer algunas salvedades. La primera tiene que ver con el origen de la energía empleada, pues un vehículo puede ser cero emisiones localmente, al no contaminar por donde circula, pero estar usando un hidrógeno sucio, obtenido por ejemplo de la gasificación de biomasa. Lo ideal es recurrir a métodos como los del Centro Nacional del Hidrógeno (CNH2), con sede en Puertollano, que lo genera a partir de energía fotovoltaica y mediante un proceso de electrolisis, consistente en romper la molécula de agua para dar lugar a hidrógeno y oxígeno de forma limpia.
La economía del hidrógeno soñada por Rifkin se enfrenta también a un problema de costes. Las pocas estaciones de servicio que lo suministran, concentradas especialmente en países del norte de Europa, han venido ofreciendo precios políticos con el fin de promocionar esta energía, pero el costo real de su producción sigue siendo inasumible por el momento. De todos modos, este ha caído un 50% desde 2015 y podría reducirse un 30% adicional para 2025 gracias a las economías de escala y a una fabricación más estandarizada, según las previsiones de la consultora IHS Market.
Opciones limitadas
Por último, el hidrógeno presenta el inconveniente primordial de una infraestructura casi inexistente en países como España, donde hoy por hoy no existe instalación alguna abierta al público que lo dispense. Las hidrogeneras disponibles o bien pertenecen a centros de investigación y/o producción de este elemento, como el CNH2, o bien solo son accesibles a los vehículos de las empresas que las han sufragado, como ocurre con la recientemente inaugurada en Madrid por parte de Toyota España, Enagás, Urbaser, Carburos Metálicos, Sumitomo Corporation España y la Confederación Española de Estaciones de Servicio.
Desde el punto de vista de un hipotético usuario de coche de hidrógeno, las opciones de compra se limitan en nuestro país a dos modelos, y no precisamente baratos: el mencionado Toyota Mirai y el Hyundai Nexo, a la venta desde 65.000 y 72.250 euros, respectivamente. Estas dos marcas son las aventajadas en el desarrollo de pilas de combustible para automoción, secundadas por fabricantes europeos como BMW, Mercedes y, según ha trascendido en las últimas semanas, Land Rover, que cuenta con estar probando un prototipo equipado con esta tecnología a finales de año.


Audi también ha dedicado notables esfuerzos a investigar en la materia, a pesar de formar parte de un consorcio, el Grupo Volkswagen, que ha apostado todas sus fichas a la tecnología de baterías. En unas líneas especialmente beligerantes en Twitter, el CEO del gigante alemán, Herbert Diess, ha señalado tajante: “Se ha demostrado que el coche de hidrógeno NO es la solución climática. En el transporte ha prevalecido la electrificación. Los debates falsos son una pérdida de tiempo. ¡Por favor, escuche la ciencia!”, se permitía abroncar a Andreas Scheuer, el ministro alemán de Transporte e Infraestructura Digital.
La invectiva de Diess se hacía eco de un estudio del Instituto de Potsdam para la Investigación del Impacto Climático (PIK) cuya conclusión principal es que el desarrollo y la popularización de coches particulares movidos por hidrógeno tendrá efectos negativos para el clima a corto plazo, al menos si se lleva a cabo con los medios disponibles en el momento actual.
De la misma opinión que el boss del Grupo VW es la organización ecologista europea Transport & Environment (T&E), que en uno de sus últimos informes echa por tierra la eficiencia energética del hidrógeno para automoción en comparación con la de un coche o camión eléctricos. De acuerdo con sus cálculos, en el simple hecho de generar el hidrógeno (siempre de fuentes renovables) ya se produce una pérdida notable de energía: la eficiencia de un vehículo fuel cell es de un 61%, y eso que aún no ha llegado al depósito del coche, frente a un 95% de la electricidad. Añadiendo a ello el transporte y la distribución hasta el consumo final por parte del vehículo, llegaríamos a un 30% de eficiencia energética para el hidrógeno y un 77% para el modelo de baterías (y un 13% para uno de gasolina o diésel).
Convivencia de hidrógeno y eléctrico
T&E sí le concede al hidrógeno una oportunidad en el caso del transporte de larga distancia. Dado que, según datos de la Comisión Europea, el 62% de esos trayectos comprende menos de 400 kilómetros diarios y el 78% no llega a 800, un camión de pila de combustible podría funcionar de manera ininterrumpida, sin repostar, durante 8 o 10 horas. Además, necesitaría entre 3 y 20 minutos, en función de la autonomía necesaria, para rellenar sus tanques de hidrógeno, en lugar de las varias horas que precisaría uno eléctrico.
Cada vez se afianza más en la industria la idea de que el hidrógeno será la energía ideal para camiones y, tal vez, autobuses, en tanto que los modelos eléctricos, cuanto más pequeños y ligeros mejor, podrían resultar imbatibles en ciudad. Con pocas excepciones, como la de Herbert Diess, existe el consenso sobre un mañana en el que convivirán tecnologías diversas.


Como afirma Carlos Merino, jefe de la Unidad de Aplicaciones del CNH2 -y por tanto no sospechoso de imparcialidad, si se nos permite la expresión-, “no todo es blanco o negro. En el futuro habrá vehículos de batería y de hidrógeno, al igual que ahora hay diésel y gasolina. La elección de uno u otro dependerá del uso y del precio. Lo que está claro es que el hidrógeno será una de las tecnologías presentes en el mercado”.
La industria del automóvil está adoptando numerosas medidas dirigidas a reducir su impacto ambiental y su consumo energético. La propia tecnología del hidrógeno podría figurar en la relación de esos esfuerzos, junto con el ahorro de agua en los procesos de fabricación o una iniciativa como la del grupo Stellantis, fruto de la fusión de PSA y Fiat-Chrysler, que acaba de inaugurar una planta fotovoltaica que surtirá de energía renovable a su factoría de Figueruelas (Zaragoza).
La planta aragonesa, creada en 1982 para producir el Opel Corsa, puede presumir de estar clasificada como Vertedero Cero y de haber recibido numerosos reconocimientos por su gestión ambiental. Ahora aspira también a ser una green factory neutra en CO2 antes de 2030 gracias a proyectos de economía circular, el diseño de embalajes más reciclables y la recuperación del 100% de sus residuos. En cuanto al consumo de agua, pretende colocarlo por debajo de la tonelada, concretamente en 0,93 metros cúbicos por vehículo.
Tal vez nunca hayas sido consciente del gasto de agua que acarrea la fabricación de un automóvil, especialmente en el taller de pintura y a la hora de realizar las pruebas de estanqueidad. Si es un detalle que has pasado por alto, puede sorprenderte que una planta como la de Seat en Martorell registrara en 2018 un consumo de 1.170.000 metros cúbicos de agua, el equivalente a 470 piscinas olímpicas. Calculando por vehículo producido, las cifras pasaron de 3,54 m3 en 2010 a los 2,46 del citado año.
Otra firma del Grupo Volkswagen, Audi, se ha propuesto reducir a la mitad sus necesidades de agua, además de dejar de utilizar agua potable en la producción vehículos en el futuro. De la media actual de 3,75 m3 quiere llegar a 1,75 m3 por coche antes del año 2035.
Su planta de México es, además, pionera en el uso responsable del líquido elemento como recurso. Se trata del primer centro de producción a nivel mundial que fabrica coches sin generar aguas residuales, algo que lleva haciendo desde 2018. Una planta de tratamiento biológico con un sistema de ultrafiltración y ósmosis inversa recoge esas aguas generadas en la producción, las purifica y las devuelve en buena parte al ciclo de agua de la fábrica. De ese modo puede usarlas como agua de servicio, reutilizarlas en la producción o emplearlas para regar las zonas verdes del recinto, por ejemplo.
