Vivimos con la sensación general de que lo peor de la pandemia de COVID-19 ya ha pasado. O al menos, ya no ocupa la primera línea de la actualidad. Sacar conclusiones sobre lo sucedido en estos más de dos años será, seguramente, una tarea que nos ocupará durante mucho tiempo. Pero si hay un consenso general es que pocas veces como en este período la ciencia ha ocupado un lugar tan crucial y ha estado sometida a un mayor escrutinio. De repente, los tiempos y los métodos de trabajo de los científicos alimentaron las tertulias audiovisuales, y profesionales que, en circunstancias normales, habrían hecho una labor casi anónima, se convirtieron en rostros y nombres conocidos por la mayoría de la gente.
La percepción de la ciencia, además, vivió una extrema polarización. En algunos, despertó una admiración sin fisuras, rayana en la devoción por lo milagroso, en la creencia de que cualquier cosa estaba a su alcance. Otros, sin embargo, mostraron un escepticismo, cuando no directamente un profundo rechazo, por unos científicos que consideraban corruptos y alineados con los oscuros intereses de grupos no menos misteriosos que, según ellos, habían ido marcando la agenda pública de los últimos meses.
«La percepción de la ciencia vive una extrema polarización»
Juan Ignacio Pérez, catedrático de Fisiología en la Universidad del País Vasco y director de su Cátedra de Cultura Científica, y Joaquín Sevilla, físico y catedrático de Tecnología electrónica en la Universidad Pública de Navarra, son dos de los nombres más destacados de la divulgación de nuestro país. Son, también, de los que más se han enfrentado a las distorsiones pseudocientíficas o al acoso contra la labor científica, pero a la vez son conscientes de que solo entender cómo funciona la ciencia, con sus virtudes, pero también con sus debilidades, puede llevar a su plena aceptación por la sociedad.
Los males de la ciencia
Como ambos afirman en su libro Los males de la ciencia, que ahora publica Next Door Publishers, “la ciencia es sólida. Se nutre de la ignorancia y la curiosidad humanas, y utiliza el contraste con la realidad y el cedazo de la prueba como criterios de validez de las nociones que alumbra. Pero, a la vez, es frágil, porque no solo no obedece al ‘sentido común’, en ocasiones lo contradice o parece contradecirlo”.
Pero, al final, la realizan individuos concretos, que viven en sociedades complejas con sus propios problemas y contradicciones, y eso puede tener un reflejo en su labor, porque “la ciencia podría dejar de ser una herramienta de conocimiento fiable e impedir que actúe como factor de progreso social al servicio del bienestar de las personas. Quienes formamos parte del sistema somos los primeros interesados en que tal cosa no ocurra.”


«La clave pasa por bajar la marcha, y liberarse de la presión por conseguir resultados positivos inmediatos»
A continuación, los autores pasan revista a cuáles son esos problemas que pueden dañar la credibilidad de la ciencia. Algunos de ellos son comunes a lo que sucede en la sociedad, como la desigualdad en el acceso a sus beneficios por parte de los distintos grupos sociales, o las discriminaciones entre sus profesionales por razón de recursos económicos, así como la influencia de sesgos de género, raza, religión u orientación sexual en las carreras de sus profesionales.
Otros son más específicos del sistema científico, como la inestabilidad de la financiación, la preferencia por el llamado “conocimiento útil”, aquel que lleve a un inmediato beneficio económico; la asfixiante burocracia, la obsesión por las mediciones del impacto de las publicaciones o la perenne precariedad laboral. Una presión por la rentabilidad que ha llevado a que sistemas diseñados para proteger la investigación, como el de patentes, puedan derivar en un oligopolio de unas pocas empresas, o que restrinjan de manera excesiva el acceso a tratamientos como las vacunas de la COVID-19.
Las revistas científicas
Algo parecido sucede con las revistas científicas que publican las investigaciones de los científicos, y cuyo funcionamiento sigue unas normas, como el de la revisión por pares, que busca lograr la máxima objetividad, para que solo lo que verdaderamente suponga un avance pueda ser conocido por el resto de la comunidad científica. Sin embargo, la extrema dependencia de las publicaciones en las carreras de los científicos ha llevado a que surjan toda una serie de prácticas más cercanas a la picaresca y al establecimiento de un negocio abusivo por parte de las editoriales que, de nuevo, vuelve a dejar fuera a los científicos de países, instituciones y disciplinas con menores recursos.
«La ciencia no solo no sigue el sentido común, sino que llega a contradecirlo, lo que la hace frágil»
Además, no solo se trata de fraudes intencionados. Las conclusiones de un trabajo pueden verse también distorsionadas por sesgos propios de quienes la realizan, como los de confirmación (ver solo aquellos datos que parecen confirmar la idea previa del investigador), los ideológicos, o los motivados por conflictos de intereses que comprometen la necesaria objetividad. Y a la vez, hay ciencia que no cumple los requisitos establecidos por el método científico y sus sistemas de validación, a la vez que la presión por publicar lleva a que vean la luz trabajos sin demasiado interés, con el caso extremo de reconocidos científicos que llegan a caer en afirmaciones pseudocientíficas o que no resisten ningún análisis mínimamente racional.


Y luego están las prácticas que, simplemente, son inaceptables desde el punto de vista ético, como los experimentos con humanos, los realizados en países pobres y con un menor control por parte de las instituciones, los experimentos con animales que no respetan las cada vez más exigentes condiciones establecidas por los acuerdos internacionales sobre la ética y dignidad animales, o las nuevos retos que ofrecen campos de vanguardia que se adentran en territorios hasta ahora inexplorados y de enormes consecuencias, como todos los referidos a la genética o la inteligencia artificial.
Frente a todos estos problemas, la buena noticia es que se está produciendo una reacción que busca racionalizar la gestión de la ciencia, atacar los problemas de discriminación y de ética, aumentar la transparencia y promover una ciencia ciudadana en la que el público puede participar en procesos como el de la recogida de datos. La clave, en definitiva, pasa por bajar la marcha, y desarrollar una ciencia menos esclava de la necesidad de resultados positivos inmediatos.
“Las buenas noticias”, concluyen los autores, es que han sido diversos agentes, individuales, colectivos e institucionales, del propio sistema quienes han identificado los males y han empezado a poner y a aplicar remedios. Porque, efectivamente, los males de la ciencia tienen remedio. Y es muy bueno que así sea”.
