Cuando el CEO de Facebook, Mark Zuckerberg, presentó el “metaverso” y rebautizó su empresa como Meta, los creadores de opinión desplegaron su más afilado sarcasmo. Se rieron de Zuckerberg y dijeron que sus ojos estaban muertos y que no tenía alma. “La persona más socialmente torpe del planeta”, en palabras del presentador Bill Maher, quiere engancharnos todavía más a las pantallas y a los likes, a su negocio. Si fuera por Zuckerberg, la humanidad se encerraría en un sótano, se conectaría a la realidad virtual y renunciaría para siempre a los placeres y desdichas de la cambiante, peligrosa, voluptuosa existencia de carne y hueso.
Sin embargo, pese al ruido y la chanza, el vilipendiado “Zuck” podría estar desbrozando un camino nuevo. Una era de posibilidades largamente codiciada por las mentes del sector tecnológico: la siguiente fase de internet, un paso más hacia la fusión en curso del humano y la máquina. El metaverso no es un concepto nuevo, pero recientemente ha ganado un tremendo impulso, quizás porque la tecnología ya está los suficientemente avanzada como para poner sus cimientos. Según el portal The Verge, ya podemos hablar de una “fiebre del oro del metaverso”. Una carrera en la que ninguna empresa del sector quiere quedarse atrás.
Pero el concepto aún tiene que asentarse más allá de estos círculos. Ni siquiera existe una definición consensuada al respecto. El término fue acuñado por el escritor Neal Stephenson en su novela Snow Crash, publicada en 1992, que transcurría en una especie de internet al que las personas se conectaban por medio de la realidad virtual. Un mundo paralelo, un “Matrix”, en resumen, donde, en lugar de personas, interactúan los avatares de esas personas. Ahora que el concepto se ha popularizado, cada cual lo adapta a sus ambiciones y necesidades.
Si preguntamos a Mark Zuckerberg, el metaverso sería una ampliación de su red social: un Facebook de sumersión. En lugar de mirar a la pantalla, nos pondríamos unas gafas de realidad virtual y nos encontraríamos frente a frente con otras personas, para conversar o desarrollar todo tipo de actividades. “Vais a poder hacer casi cualquier cosa que podáis imaginar”, dijo Zuckerberg durante la presentación el pasado octubre. “Seremos capaces de sentirnos presentes, como si estuviésemos ahí mismo, con la gente, sin importar lo lejos que estemos en realidad”.
Se trata de una noción bastante fiel a la idea original de la novela de Stephenson, y de la definición que ha dado otra de las grandes implicadas en revolucionar internet, Google: “un espacio de realidad virtual en el que los usuarios pueden interactuar con un ambiente generado por ordenador y otros usuarios”.


La apuesta de Meta, que ha sido considerada por los escépticos una estrategia para mantener a los inversores entusiasmados y distraer a la opinión pública de los problemas de la red social, consiste en dominar un mercado antes de que lo haga la competencia. “A medida que invertimos en el metaverso, sabemos que nos enfrentamos a una feroz competición de empresas como Microsoft, Google, Apple, Snap, Sony, Roblox, Epic, y muchas otras, a cada paso de este viaje”.
Meta comenzó a usar Horizon Workroom en agosto, una aplicación que permite al usuario trabajar de forma remota colocándose sus gafas de realidad virtual Oculus, fabricadas por la compañía. Fuera de Estados Unidos, Siemens, Hyundai o Samsung ya usan la realidad virtual para entrevistar a potenciales empleados.
Las reacciones al metaverso ocupan el abanico entero de emociones, como suele suceder en momentos de cambio tecnológico. Siempre hay “tecnófobos” y “tecnoeufóricos”: personas que pensaban que la televisión no tendría futuro, porque ningún humano en su sano juicio se sentaría delante de una caja más de cinco minutos, y personas que se abalanzan sobre el invento con el furor del converso.
La cantante canadiense Raine Maida asegura que el metaverso ya es una parte de su vida. “La habilidad de llevar una existencia secundaria en un mundo virtual ya ha sido adoptada por mis hijos”, dijo al portal Fast Company. “No solo pueden vestir a su avatar con las Air Jordans que no pueden conseguir en el mundo real, sino que tienen la oportunidad de intercambiar ideas, creatividad, inteligencia emocional, y, al final, soñar con miles de millones de personas en lugar de ser víctimas de las barreras del mundo real, como la socioeconomía, las fronteras o el lenguaje”.
Uno de los más destacados tecnoeufóricos es Ray Kurzweil, inventor americano y futurista. Kurzweil, que lleva décadas investigando en el campo de la inteligencia artificial y ha sido considerado “el heredero de Edison”, es un partidario de la idea de “Gran Singularidad”. Según Kurzweil, la humanidad está camino de fusionarse con las máquinas. Algún día habrá un gran cerebro hecho de carbono y silicona al que todos estaremos conectados, y que nos permitirá superar las desventajas propias de nuestro falible envoltorio humano.
La humanidad, al fin y al cabo, no ha sido otra cosa que un constante proceso de acercamiento. Primero fuimos unas células flotando en el océano primordial, luego, como humanos, nos constituimos en tribus, después en poblados, en ciudades, en confederaciones y en estados-nación. La globalización e internet solo han acelerado este proceso, y la tecnología nos permitirá, algún día, culminarlo. Formar una gran existencia común, alcanzar la “singularidad”. Cuando Kurzweil le preguntan si Dios existe, él responde: “Aún no”.
La imaginación extrema de Kurzweil ha sido usada, muchas veces, para que los creadores de opinión de Europa y la Costa Este de EEUU caricaturizasen las ínfulas de Silicon Valley. Lo cual refleja el hecho de que las empresas tecnológicas han perdido el favor de la opinión pública, y todo lo que venga de ellas, por ejemplo el concepto de metaverso, es recibido con sospecha y desdén.
Hace menos de una década, palabras como Facebook, Apple o Google eran sinónimo de ambición, creatividad, grandeza. Silicon Valley era el sitio donde unos empollones vestidos en vaqueros y camiseta reinventaban el futuro mientras jugaban al pin pon en una oficina transparente, donde el jefazo iba en chanclas y te animaba a equivocarte y a romper cosas para sacar el mayor provecho del proceso creativo. Un hermoso paisaje californiano con su propio santoral, encabezado por Steve Jobs, cuya discreta vivienda se convirtió en destino de peregrinos, con mensajes y manzanas mordidas depositados respetuosamente en su jardín.
Si Jobs es venerado, será porque dio un paso decisivo hacia esa fusión del hombre y la máquina. Como dice Hans Ulrich Gumbrecht en El espíritu del mundo en Silicon Valley: Vivir y pensar el futuro, publicado el año pasado por Abante y Deusto, la tecnología que elevó Apple a los cielos ya existía. Lo que marcó la diferencia fue la estética: el diseño bello y compacto de un iPhone o de un Mac Air. No es poca cosa. Gracias a ello, dice Gumbrecht, Steve Jobs mezcló la tecnología con la vida cotidiana, transformándonos casi, casi, en ciborgs: humanoides ensalzados por la técnica. A estas alturas, en la práctica, el teléfono inteligente es una extremidad más.
Millones de americanos aún recuerdan el día en que se sacó el iPod del bolsillo más pequeño y estrecho de sus vaqueros, ese bolsillo que nadie usa, o cuando presentó el iPhone como si fuera la piedra filosofal. Mucha gente lo describe, quizás sin darse cuenta, como una experiencia religiosa. El milagro de los panes y los peces. El teléfono inteligente. El mundo en la palma de la mano.
Pero luego llegó 2016, y los venenos políticos que bullían en las venas americanas salieron a la superficie, y lo hicieron sirviéndose de la virulencia y la hiperconectividad de las redes sociales, semejantes a un bosque seco presto a ser incendiado. Observamos lo fácil que era manipular y entendimos el uso de los algoritmos, que nos mantenían atrincherados con nuestras tribus políticas.
Eran los propios exempleados de estas empresas, como Tristan Harris, de Google, o Chamath Palihapitiya, de Facebook, quienes nos advertían que las redes estaban “haciendo pedazos la sociedad”. Esa ventana en la palma de la mano, el iPhone, pasó a ser un grillete: una sanguijuela que chupaba nuestros datos personales para comerciar con ellos, y que nos mantenía pegados a las más sucias, paraonoicas, y muchas veces falsas, polémicas.


Las tecnológicas se convirtieron en el chivo expiatorio de numerosos problemas sociales y pronto cayeron del pedestal. En 2010 se hacían películas sobre Mark Zuckerberg. En 2018, su cara aparecía en la portada de la revista Wired como si le hubieran dado una paliza: lleno de moratones y con el labio partido.
La opinión pública pasó de la adoración a las ansias de regulación. Entre 2017 y 2019, según una encuesta de Axios y The Harris Poll, Google y Apple pasaron a estar entre las 10 empresas más respetadas de EEUU a bajar al final de las primeras 100. Facebook se cayó hasta el número 94. Dos años después, la situación es todavía peor. Solo uno de cada tres americanos, según Gallup, tiene una visión “positiva o muy positiva” de las tecnológicas. Y más de la mitad, el 57%, pide que el Gobierno regule más estas compañías.
El experto en inteligencia artificial y divulgador Lex Fridman preguntó a Neal Stephenson, recientemente, por aquella época en que se pensaba que internet resolvería nuestros instintos tribales: que sería una especie de comunismo idílico, un lugar de recursos infinitos en el que las personas depositarían sus talentos a cambio de nada. “Hasta hace 10 años hubiera estado de acuerdo”, respondió el futurista.
La balanza ha pasado del optimismo al pesimismo, y, en este marco, la idea de fundirnos en algo de lo que desconfiamos no ha aterrizado bien en las cortes de la opinión pública. Internet, y su posible nueva fase, el metaverso, más que una liberación de nuestros instintos primitivos, podría ser instrumento más de estos. Un escenario en el que se expresa lo mejor y también lo peor de nosotros mismos.
