Vuelven los aviones supersónicos en versión sostenible

Vuelven los aviones supersónicos en versión sostenible

Vuelven los aviones supersónicos en versión sostenible

Casi dos décadas después de que el mítico Concorde realizara su último trayecto entre Londres y Nueva York, varios proyectos intentan resucitar los aviones supersónicos aunque prestando una especial atención al medio ambiente


Argemino Barro
Nueva York | 16 abril, 2021


Era toda una institución, el Concorde. Un símbolo de las ambiciones y el optimismo de la segunda mitad del siglo XX. Cada vez que su fina figura aparecía en el cielo, las conversaciones se detenían. Un ruido ensordecedor acompañaba su elegante despegue. Nadie diría que, dentro, los pasajeros ya degustaban una tapa de caviar y un vaso de champán, propulsados a casi 20 kilómetros de altura. Mach 1. Mach 2. El pájaro alcanzaba los 2.100 kilómetros por hora, el doble de la velocidad del sonido, y atravesaba el Atlántico en lo que dura una película de Martin Scorsese.

Con dos vuelos diarios de Londres a Nueva York, como cuenta Dara Bramson en The Atlantic, era común que los empresarios británicos partiesen a primera hora de la mañana a reunirse con alguien en Wall Street y estuviesen de vuelta esa noche para tomarse una pinta en algún pub de Londres. Su paso por el Concorde, creado por Francia y Reino Unido para honrar su “concordia”, entrañaba las atenciones más exquisitas e incluso regalos. Al embarcar, los pasajeros encontraban en sus asientos un caro alfiler de corbata o una petaca de whisky. Eran otros tiempos.

Toda una cultura particular emergió de este avión supersónico, capaz de resistir la tremenda presión de la velocidad con sus alerones flexibles y su combustible repartido por la estructura para no desequilibrar el “centro de masas” del aparato. Además, siempre había una súperestrella abordo, lo cual enriquecía el halo mítico del Concorde: el lugar al que uno cruzaba la mirada con Mick Jagger o Richard Gere y se sentía parte de la cúspide.

El historial de seguridad del avión también era impecable. En 31 años de operatividad no había tenido ningún accidente. Esto es, hasta la tarde del 25 de julio del año 2000.

La catástrofe de ese día, en el que murieron los 100 pasajeros y nueve miembros de la tripulación del Concorde, junto a cuatro personas que se encontraban en tierra, no tuvo que ver con los cuatro poderosos motores Olympus, ni con el fino fuselaje de 2,7 metros de anchura. Una banda de titanio, que se había desprendido de otro avión y yacía en la pista del Aeropuerto Charles de Gaulle, reventó el neumático número 2 del Concorde y lanzó fragmentos contra el depósito, que estaba inusualmente lleno. El aparato despegó con una inmensa cola de fuego y se precipitó segundos después contra el suelo de las afueras de París.

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El Concorde ya es solo un monumento fijo a las afueras del aeropuerto Charles de Gaulle (París).

El accidente del año 2000 fue el final del Concorde. Las autoridades suspendieron los vuelos y estaba claro que la confianza del público había sido perjudicada. En octubre de 2003, el apodado “cohete de bolsillo” efectuaba su último vuelo supersónico, entre el aeropuerto JFK de Nueva York y el Heathrow de Londres.

Sin embargo, más allá de un golpe de mala suerte, no todo lo relacionado con el Concorde era tan magnífico y brillante. El miedo a sufrir otro siniestro no fue la única razón por la que el “gran pájaro blanco” acabó plegando las alas. Si bien era una maravilla de la técnica propia de la Guerra Fría, cuando los países andaban obsesionados por sacar más músculo tecnológico que el rival, desde el punto de vista comercial no tenía mucho sentido. Construir y mantener el Concorde salía muy caro, y solo fue posible gracias a los generosos subsidios que Reino Unido y Francia le fueron inyectando a lo largo de los años. Entre otras cosas, la máquina consumía 20 toneladas de queroseno por hora de vuelto. Más todavía al despegar. Lo cual añadía otra pega que molestaba a los ecologistas: el avión era extremadamente contaminante.

El Concorde, como hemos mencionado, era también muy ruidoso. Tanto, que algunos países prohibieron que volara por encima de sus territorios. El famoso “boom sónico” que hacía al pasar tenía a colectivos vecinales en pie de guerra. La fascinación que ejercía el avión solo era comparable a la irritación que también podía generar. Para que nos hagamos una idea: el umbral de dolor del oído humano suele situarse en los 110 decibelios, menos de los casi 120 que genera el Concorde al despegar. Un sonido similar al de un trueno que cae relativamente cerca.

Esta fue la breve pero dorada historia del Concorde. El otro avión de pasajeros capaz de rebasar la velocidad del sonido, que además se probó dos meses antes que el francobritánico en 1969, fue el ruso Tupolev Tu-144. Lo jubilaron en 1999.

Dos décadas después, sin embargo, el hambre por desarrollar las velocidades supersónicas en los vuelos comerciales parece estar resucitando. En los últimos meses una serie de compañías aeroespaciales han anunciado su intención de volver a catapultar pasajeros de un lado a otro del mundo en el mismo tipo de pájaro metálico, de pico bajo para permitir buena visibilidad a los pilotos.

La empresa Aerion está preparando una familia de aviones supersónicos AS2 capaces de transportar a 50 personas y cuadruplicar la velocidad del sonido; una velocidad casi hipersónica que podría conectar Los Ángeles y Tokio en menos de tres horas. El acuerdo firmado en 2018 con la gigante Boeing y su colaboración con la NASA refuerzan sus credenciales.

Está previsto que Aerion empiece a fabricar los aviones en Florida en 2023 y a comercializarlos en 2027, con dos ventajas sobre el viejo Concorde. Primero, que llevará una tecnología capaz de anular ese endemoniado boom que podía resquebrajar las ventanas de los edificios cercanos. Y segundo: funcionaría, desde el principio, con biocombustible. La compañía aérea de vuelos privados NetJets, subsidiaria de la financiera Berkshire Hathaway, ha encargado 20 ejemplares de Aerion a un precio de 120 millones de dólares cada uno.

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Los nuevos aviones supersónicos funcionarán con biocombustible.

Hay otras cuatro grandes compañías, además de Aerion, desarrollando aviones comerciales de características parecidas. La NASA y la Fuerza Aérea de EEUU están interesadas en apoyar también a las estadounidenses Spike Aerospace y Boom Technologies, implicadas en desarrollar sus respectivos modelos para un mercado que promete ser apetecible. El banco suizo UBS cree que el sector de los cuelos supersónicos crecerá hasta rondar los 340.000 millones de dólares en 2040.

Boom Supersonic, respaldada por Japan Airlines o American Express Ventures, entre otras firmas, quiere empezar la producción de su nave supersónica Overture en 2023. El pasado octubre ya hizo una prueba; el avión podría llevar entre 65 y 88 personas a una velocidad Mach 2.2. Boom Supersonic tiene la misión de convertirse en una especie de Ryanair del vuelo supersónico. Su previsiblemente mayor capacidad de producción podría bajar el coste final, y su consejero delegado, Black Sholl, ha llegado a decir que el Overture podrá colocarse en cualquier lugar del mundo en solo cuatro horas. A un precio, en el largo plazo, de 100 dólares.

Hay algo vintage en estos proyectos, como si la Unión Soviética estuviera viva y los capitalistas quisieran saludarla con la mano desde la ventanilla de un rapidísimo avión aerodinámico. El Concorde vuelve de entre los muertos: en versión sostenible.

En unos años, podría ser posible volar desde Washington D.C. a París en cuatro horas (en lugar de ocho), o de San Francisco a Tokio en solo seis ahoras abordo de la nueva gama de jets supersónicos”, escribe Joann Muller en Axios. “Los viajes aéreos de alta velocidad prometen encoger el planeta, poniendo lejanos destinos vacacionales más cerca y permitiendo que los viajeros de negocios acudan a reuniones en otro continente y vuelvan el mismo día”.

Artículos como este hablan del futuro, pero bien podrían haber sido escritos en los años setenta, cuando los empresarios que volaban a Manhattan terminaban la jornada de vuelta en un pub de Londres, con una petaquita de regalo en el bolsillo. Eran otros tiempos.



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