Central Park, el parque que anticipó la ciudad del futuro

Central Park, el parque que anticipó la ciudad del futuro

Central Park, el parque que anticipó la ciudad del futuro

El Central Park de Nueva York comenzó a construirse en 1858 y se terminó 20 años después. Fue uno de los primeros grandes parques públicos del mundo. La idea principal era descongestionar la ciudad y dar al pueblo un pedacito de campo en el que tomar aire los fines de semana. Hoy, se ha convertido en pulmón verde de la ciudad, que recibe cada año unos 40 millones de visitas


Argemino Barro | Corresponsal en EEUU
Nueva York | 12 marzo, 2021

Tiempo de lectura: 7 min



Creo que conozco bien Central Park, al menos uno de sus cuadrantes más emblemáticos: aquel al que se accede por la calle 72, junto al famoso Dakota Building. No es que tuviese un apartamento allí, como era el caso de Lauren Bacall, Boris Karloff y por supuesto Yoko Ono (y el fantasma de John Lennon), sino que durante años me encargué de pasear los perros de varias familias del Upper West Side. He dado vueltas y más vueltas por Central Park, en el calor y en el frío, con sol y con lluvia, al mediodía y en el ocaso. Cientos y cientos de paseos.

Lo recorrí tantas veces que, al final, llegué a sentirlo mío, como una finca, e incluso tenía mi propia comunidad de vecinos dispersos. Cada día veía a los mismos perros y a los mismos paseadores, a los mismos chóferes de carruaje de caballos, a los mismos rusos cobrando cinco dólares el minuto de rickshaw, a los mismos coreanos predicando el mensaje de Cristo, a los monjes budistas pidiendo dinero, a los vendedores de baratijas, al cliclista con Edith Piaf sonando a todo trapo desde el altavoz de su mochila e incluso al mapache que busca comida en los cubos de basura.

Vista aérea de Central Park, en Nueva York. | FOTO: Digi Shoots

«La idea principal era descongestionar la ciudad y dar al pueblo un pedacito de campo en el que tomar aire los fines de semana»

Había un saxofonista del que nunca llegué a saber el nombre. Pero nos conocíamos. De hecho estábamos sincronizados. Cuando pasaba por delante de él, junto a la concha acústica Naumburg, ese bonito escenario de piedra que parece una bóveda cortada por la mitad, siempre coincidía con la misma pieza de su repertorio: Bewitched, Bothered and Bewildered en versión saxofónica. Todos los días. Exactamente a las 10:50 de la mañana. Ahora que lo pienso, para él yo debía de ser como un fallo informático. Un tipo que aparece en bucle con los mismos perros, describiendo el mismo paseo, hasta el fin de los tiempos.

El parque más famoso de Nueva York fue concebido en los salones de los ricos. La aristocracia local buscaba un espacio en el que lucir las sombrillas y los trajes de lino blanco en verano. Un lugar de ocio, verbenas, chismorreos y competiciones deportivas. Un símbolo, también, del su creciente orgullo.

Una estampa otoñal de Central Park. | FOTO: Songquan Deng
Una estampa otoñal de Central Park. | FOTO: Songquan Deng

Antiguamente (aunque también a día de hoy) los europeos veían a los americanos como palurdos con dinero. Descendientes de campesinos y fanáticos religiosos lo suficientemente desnortados como para marcharse al otro lado del océano, con la suerte de haberse encontrado un territorio próspero y precioso, listo para ser explotado. Rockefeller, Carnegie, Vanderbilt. Solo eran advenedizos cuyas fortunas nunca podrían comprar el refinamiento de las civilizaciones que habían dejado atrás.

Este era, más o menos, el estereotipo. Así que los millonarios neoyorquinos, en parte dolidos por esta actitud petulante, decidieron crear un esplendoroso parque en medio de su ciudad. Una creación arquitectónica urbana de máximo nivel, que sumase los estilos europeos en boga y estuviese orientada al bien común. La idea principal era descongestionar la ciudad y dar al pueblo un pedacito de campo en el que tomar aire los fines de semana. Aunque, para la mayoría de los neoyorquinos de clase trabajadora, Central Park era un “oasis distante”. Los ricos, que vivían en los barrios monumentales de alrededor, lo transformaron casi en un jardín privado.

La construcción del parque empezó en 1858 y duró casi 20 años. El mítico barrio del Seneca Village, el primero formado por libertos afroamericanos que habían venido del sur, fue arrasado en el proceso. A sus habitantes se les ordenó que hicieran el petate y sus casas fueron demolidas. El Seneca apenas dejó huella en los anales, pero en 2001, a raíz de la publicación de un libro que contaba su historia, se colocó una placa conmemorativa en su viejo emplazamiento.

El Central Park de Nueva York bajo la nieve. | FOTO: Clari Massimiliano

Hoy en día Central Park ni siquiera es el parque más grande de Nueva York. Pero ni de lejos. Pelham Park, en el Bronx, tiene más del triple de su tamaño, luego están Greenbelt, en Staten Island; Van Cortlandt Park, en el Bronx, y Corona Park, en Queens. Nuestro protagonista ocupa el quinto puesto. Aún así, se trata del parque más concurrido. Antes de la pandemia recibía cada año unos 40 millones de visitas. Y las cámaras de cine lo adoran. Central Park es la localización más filmada del mundo.

Durante esos años llegué a conocer al dedillo la parte del parque comprendida entre la calle 59, donde está su límite sureño, y la 81, a la altura del Museo de Historia Natural. Como los paseos eran de una hora, contando con recoger y devolver a mis amigos cánidos, tampoco podía salirme de esos límites. Alguna vez apreté el paso cruzando el parque, hasta llegar al Upper East Side, o a un puesto de libros de Strand en la Quinta Avenida. Un día enfilé por los senderos, prácticamente corriendo, empapado en sudor y con los perros jadeando con la lengua fuera, hasta darme de bruces con el majestuoso Castillo de Belvedere. A la vuelta me perdí.

Central Park y el Upper West Side de Nueva York. | Foto. Francois Roux

«Central Park es la localización más filmada del mundo y también concurrida. Antes de la pandemia recibía cada año unos 40 millones de visitas»

Las 350 hectáreas de Central Park incluyen veredas sinuosas que se ramifican en colinas selváticas, grandes extensiones de césped, como la icónica Sheep Meadow, bautizada en honor a las ovejas que pastaban allí en otra época; multitud de lagos, riachuelos, 18.000 árboles, un zoo, un tiovivo, un campo de béisbol y otro de fútbol, una zona de conciertos y multitud de estatuas de políticos y literatos.

Es tan placentero que hasta los famosos acuden a tomarse un respiro. Solo en Central Park West, la avenida que acota el parque por el oeste, me he cruzado con Antonio Banderas y con Jerry Seinfeld, que se saltó un semáforo en bicicleta y casi pasa por encima de mí y de los perros. En lugar de disculparse, me echó una mirada torva. A DiCaprio lo vi unas manzanas más al oeste, en Riverside Park, con una de sus amigas, y a Woody Allen muy cerca del memorial de John Lennon. Iba con un gorro de cubo, como de los que se llevan a la playa, pero sus icónicas gafas de pasta y su estrecha cara de gesto resignado eran inconfundibles. Además lo acompañaba Soon Yi. Cada vez que veía a un famoso lo apuntaba en una lista, pero con el tiempo me pareció sonrojante y un día deje de contar.

Aficionados a las aves en Central Park de Nueva York. | FOTO: Edd Toro
Aficionados a las aves en Central Park de Nueva York. | FOTO: Edd Toro

El parque de las aves

Otros que también adoran el parque son los pájaros. Los hay que viven aquí todo el año, y los hay que paran a repostar en primavera y otoño. Central Park está en la ruta atlántica de la migración: es un lugar idóneo para que las golondrinas, los halcones, los vireos o los papamoscas se paren descansar y a llenar el buche antes de reemprender el vuelo. En un solo día, dicen los ornitólogos de la Audubon Society, se pueden ver unas 100 especies: la cuarta parte parúlidos. Con ellos aparecen los aficionados y los expertos, midiendo sus pasos en la crujiente hojarasca, apuntando con sus prismáticos, tomando notas en sus libretas.

Central Park tiene muchos misterios y curiosidades. Sus paseos se trazaron en curva para evitar las carreras de carruajes. Las funciones teatrales de Shakespeare in the Park, que nos deleitan en verano, se representan en el Shakespeare Garden: un jardín donde cada una de las plantas aparece en una obra del dramaturgo. Tenemos ruinas, extraños códigos de orientación y artefactos semienterrados. Hay crímenes sin resolver y todo tipo de leyendas del subsuelo.

Mi misterio favorito es por qué los músicos callejeros que tocan en Strawberry Fields, la placita donde está el monumento a John Lennon, un mosaico en el suelo que dice “Imagine”, son tan malos. Es como si nunca en su vida hubieran visto una guitarra de cerca, pero allí están: maltratando las cuerdas, dándole patadas a una letra de los Beatles. Cada día cientos o miles de turistas pasan a dejar flores frescas sobre el mosaico y dudan un momento antes de dar propina al pseudomúsico de turno. Algunos guías les recomiendan que no lo hagan. Con la cantidad de artistas que se ven en el metro, es inexplicable. Mi teoría es que una especie de mafia ha ocupado esta mina de oro y no deja que nadie de fuera, alguien con talento, acuda a tocar.

Mis temporadas favoritas son la de julio y agosto, y la de enero y febrero. Durante el verano, la temperatura se regula en el parque. Uno pasa del asfalto candente, del ruido del Upper West Side, al olor de los jardines y al quejido de las ramas frondosas. Los olmos y los tupelos te protegen del sol, un ligero velo de humedad te ayuda a transpirar, el cuerpo se relaja y de fondo suena la música de un concierto. Central Park se convierte en un oasis. La mejor parte del día.

 

En “lo muerto del invierno”, como se dice en inglés, en lo más crudo, la atmósfera no es tan placentera. Es en esta época cuando los paseadores bromean diciendo que los perros viven mejor que ellos. Uno camina en mitad de una ventisca de nieve, mete el pie en un charco camuflado por una capa de hielo sucio, pierde un guante, moja el teléfono móvil, y luego deja a los perros en apartamentos amplios y caldeados, con luces bajas y música de jazz suave. Les seca las patitas con una toalla limpia, les sirve comida orgánica de la granja de nosédónde y les pone agua mineral en la escudilla. Algunos dueños te piden: ponles “Friends”. Les gusta ver “Friends” en la tele.

Pero, si de verdad hace mucho, mucho frío, el parque está desierto. Solo hay oscuridad y formas fantasmagóricas. Uno va tan cubierto que se comunica con el mundo a través de la nariz, y, si tiene suerte, puede ver remolinos blancos formándose en la noche, al final de unas escaleras novecentistas, arrastrando las hojas muertas del año que se acaba en un enigmático silbido.

La primavera, a la que nos aproximamos, tampoco está nada mal.

 



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