Una de las palabras más poderosas en lengua inglesa es smart. Su raíz, en los antiguos idiomas germánicos, ya indicaba poder: smeart significaba “severo, doloroso, punzante” en inglés antiguo. Luego evolucionó al campo semántico de la fuerza y el vigor, después pasó a ser “afilado”, y en la actualidad está relacionado con el intelecto, el juicio y la razón. Una serie de atributos que, a día de hoy, abarcan también al reino de los objetos inanimados. La primera vez que se habló de una smart bomb, una bomba inteligente, fue en 1978.
Las ciudades, al igual que las fabricantes de armas y teléfonos móviles, también quieren ser consideradas smart y el vocablo no falta en boca de alcaldes y gobernadores. En Nueva York hay esfuerzos por ganarse la etiqueta.
El lejano oeste de Manhattan, la zona de las vías de tren en desuso, ha vivido en la última década un proceso de remodelación según los más altos estándares y tecnológicos. La llamada high line es un paseo elevado, ajardinado y plagado de pequeños murales y obras artísticas, y junto a ella ha aparecido, como un hongo, el lujoso barrio de Hudson Yards. Su primera fase abrió el año pasado: una zona de jardines y centros comerciales, tres bloques de oficinas y tres rascacielos de viviendas frente al río.
La plaza central de Hudson Yards tiene un suelo smart, con más de un metro de tierra, gravilla y paneles que protegen las raíces de 225 árboles y 28.000 plantas. Cuando llueve, una parte del agua se almacena bajo tierra para refrescar la atmósfera, mantener la vegetación y escurrir las lluvias torrenciales. Si fallan los sistemas de la ciudad, Hudson Yards tiene depósitos de agua potable y puede producir su propia energía eléctrica.
El vecindario está recorrido por una fibra óptica que lleva el wifi a cualquier punto del territorio. Los apartamentos de lujo se abren con una aplicación de móvil y una trama de sensores miden la humedad y la temperatura, de manera que se puedan ajustar en todo momento las condiciones ambientales. 30 kioskos o pantallas gigantes informan sobre las ofertas culturales de la zona y sirven, también, para observar el tráfico de peatones. Una información que luego venden a las compañías que se anuncian en ellos y que sirve para financiar el proyecto inmobiliario más costoso de la historia de Estados Unidos. La construcción de Hudson Yards, desarrollada por Related Companies and Oxford Properties desde el año 2012, ha costado unos 25.000 millones de dólares y está previsto que la segunda parte del barrio se inaugure dentro de 5 años.


Al mismo tiempo, alcaldes y gobernadores tienen que medir las veces que se refieren en público a este tipo de iniciativas smart. Al menos en Nueva York. Cuando el gobernador, Andrew Cuomo, presumió en Twitter de acoger la primera prueba de vehículos autónomo en el estado, por ejemplo, mucha gente no se lo tomó del todo bien.
“¿Qué tal si arreglas un coche que sí tiene conductor y que lleva 100 personas al mismo tiempo? Se llama metro. ¿Has estado en uno alguna vez?”, le dijo un usuario. Otros fueron más directos: “¡ARREGLA EL METRO, MONSTRUO!”. El mismo mensaje se repitió literalmente cientos de veces. Un síntoma de la ira neoyorquina por unas infraestructuras envejecidas y peligrosas, capaces de convertir la vida diaria en una pesada condena.
Si uno mirase el sistema de control del metro de casi cualquier capital de Occidente, tendría la impresión de estar mirando una pantalla de Uber. En Nueva York, en cambio, se sigue usando en gran medida el sistema de señales creado en los años treinta. Unas señales que tienen que ser reparadas a mano y que en 2018 generaban una media de 5.000 retrasos al mes. A día de hoy no es raro marcharse a trabajar por la mañana y no llegar nunca a la oficina, lo cual ha llegado a generar “un clima cercano a la revuelta”, en palabras del propio gobierno del estado, y denuncias por parte de los agotados neoyorquinos.
Nueva York tiene una noble tradición política de autoritarismo y opacidad, y los esfuerzos por arreglar el sistema de transporte son devorados por la burocracia, los retrasos y las luchas entre agencias. Según las estimaciones del investigador Alon Levy, a día de hoy construir una estación de metro en Nueva York cuesta “el doble que en Londres, cinco veces más que en Madrid y 15 veces más que en Berlín”. Las grandes inversiones de dinero tardan más en abrirse camino y dejan un resultado mucho más modesto que en otras ciudades. Por eso, es probable que la mayoría de los neoyorquinos no vuelvan a ver una nueva línea de metro, que serviría para descongestionar unos trenes al doble de capacidad, en lo que les queda de vida.
La situación al aire libre tampoco es mucho mejor.
Hace una semana, un todoterreno se hundió en el asfalto del East Village. Amaneció casi en vertical, con la mitad del cuerpo desaparecido bajo tierra. Una postal que tampoco es del todo extraña. Una de las primeras cosas que observan los turistas cuando vienen a Nueva York son las grietas en el asfalto y la abundancia de tropiezos en las envejecidas aceras.
A los bloques de viviendas de Nueva York se les adeudan unos 32.000 millones de dólares en reparaciones, sobre todo en los edificios de protección oficial: auténticas colmenas enrejadas que se van deshaciendo ante nuestros ojos. En 2018 había pendientes unas 170.000 peticiones de reparación, casi el doble de lo que el Ayuntamiento reconoce que puede afrontar.
Los servicios de internet siguen una lógica feudal. La mayoría de los edificios tienen un solo proveedor, lo cual deja al consumidor indefenso ante los precios. Según datos de la agencia Clave, en el año 2018 la conexión media a internet costaba 29 dólares al mes en Italia, 31 en Francia y 37 en Japón. En Estados Unidos costaba 68.
Al igual que sucede en otros sectores, como las aerolíneas, el mundo de las telecomunicaciones se ha convertido en un oligopolio: un coto de caza gobernado por cuatro corporaciones, que, gracias a la fusión en curso de Sprint y T-Mobile, están a punto de convertirse en tres. Lo cual ha generado una situación insólita: el viejo continente europeo, gracias a su cuidadosa regulación en defensa de la pluralidad de los mercados, se ha vuelto un lugar más capitalista que la propia meca del capitalismo.


“Llegué a Estados Unidos hace 20 años, y hace 20 años los servicios de internet, planes de teléfono, billetes de avión… Todo eso era mucho más barato aquí que en Francia”, declaró Thomas Philippon, profesora de la Universidad de Nueva York, a la CNBC. “Y hoy, cuando viajas alrededor del mundo, te das cuenta de que es al contrario: sea en Europa, Londres, París, Pekín, Asia… En todas partes los servicios son mucho más baratos que en Estados Unidos”.
El servicio de recogida de basura es otra película. El año pasado la ciudad de Nueva York produjo unos 12 millones de toneladas de basura, de las que solo se recicló menos de una quinta parte. Basura que espera amontonada en las aceras a que pasen los camiones. Antes de que estallara la pandemia, el Ayuntamiento solicitó propuestas (7) para solucionar este problema medioambiental y de calidad de vida.
Pero la ciudad no desespera. Los neoyorquinos navegan por estas y otras pruebas diarias y poco a poco la palabra mágica, smart, trata de abrirse camino.
El 2017 la flor y nata de Nueva York estuvo presente en la inauguración del campus tecnológico de la Universidad de Cornell en Roosevelt Island. Un intento de crear un pequeño Silicon Valley en la estrecha isla que separa Queens de Manhattan. El plan, iniciado por el anterior alcalde, Michael Bloomberg, y respaldado por el actual, Bill de Blasio, espera crear 600 compañías tecnológicas, crear 28.000 empleos y generar un volumen de actividad económica de 23.000 millones de dólares.
No todo lo smart ha de ser caro y sofisticado. Las iniciativas verdes más sencillas están teniendo un momento de auge, en parte gracias a la pandemia de coronavirus, La cultura de la bicicleta se expande merced a la caída del tráfico en las carreteras, la apertura de vías peatonales para facilitar la distancia social y el miedo a usar el transporte público.
Los peligros del virus, que ahora mismo circula a placer por el sur y el oeste del país, marcando nuevos récords de contagios diarios, ha hecho que las autoridades suspendan por ahora el paso a la fase 3 en los restaurantes. La única opción de la hostelería es colocar a sus clientes en las terrazas, lo cual ha obligado al Ayuntamiento a despejar de tráfico algunas calles y ha otorgado a Nueva York un cálido aspecto de localidad europea, con las terrazas semivacías desplegadas en las aceras.
La reapertura, aún así, continúa, y la palabra que cada día se escucha en las comparecencias del alcalde y el gobernador es la misma: esa poderosa palabra inglesa que nos hacer querer ser mejores, más fuertes, listos y afilados.
