Texto: David Benedicte / Reportaje gráfico: José Luis Cuesta
Sueñan las pulgas con comprarse un perro y soñamos los madrileños con salir de casa sin horarios, para que acabe pronto esta pesadilla con piel de cordero y podamos reconquistar las aceras. Porque ya es hora de pasearnos a cuerpo y mostrar que, pues vivimos, anunciamos algo.
Lo que ha ocurrido con Madrid es esto: el 14 de marzo fuimos avisados de desahucio inverso que convirtió el ombligo madrileño en símbolo de la España vaciada. Y a la vista de estas fotos está: gajes de esta novísima normalidad, nos estalla en los ojos tanta soledad junta, tanta ausencia. Parece que todos se hubieran ido, o muerto; con las calles sin alma alguna, a la hora en que los mendigos se emborrachaban en las esquinas. Cuando las mañanas aún tenían una tonalidad amarilla, nada molesta, que se agitaba en la prisa de los madrileños que íbamos siempre con la mirada puesta en el reloj de Telefónica para llegar puntuales a ningún sitio.






Queda un mal humor que no trasciende ni se contagia ni se desfoga, aplastando la mano en el claxon de los coches sin batería. La gente se levanta demasiado temprano y lo hace mordida por la angustia de teletrabajar en casa. Y las noches ya no alivian la tristeza. Queda pasar siglos así, viendo en fotografías recientes cómo todo envejece. Atisbando un rumor colectivo, como un mar reiterado en el fondo de estas imágenes en las que, por doler, duele hasta el blanco y negro con que fueron hechas. Porque, frente a la retórica imprecisa del político profesional, qué concretos, qué reales son siempre los silencios del pueblo.
Cuando Neruda hizo su oda elemental al aire, todavía el aire era de todos, el aire era lo único que les quedaba a los nadies. Pero acabarán nacionalizándolo de seguir así. Al aire libre ya no se canta, joven. El aire libre ya no es del pueblo que lo respira. Cuando salgamos de aquí, si es que llegamos a salir algún día, el aire libre será de los de Amazon.




No volveremos a ninguna normalidad, por inédita que nos la vendan. La normalidad era el problema. Allá donde sonaban las sirenas de las fábricas sin amenazas de ERTE o se recogían puntuales los carteros; cuando, tras la sintonía de apertura, el locutor reiniciaba su invitación a la felicidad y el consumo. Y las plazas olían a membrillo. Y los locos del manicomio salían a asfaltar las aceras: porque era quitarse de todo aquello que nos perturbaba y porque eran cincuenta céntimos de ganar con las uñas. Y resbalaban sus ojos y sus palabras verdes por las piernas de las mujeres, que pasaban a menos de dos metros de distancia y con prisa.






Los madrilenadies sólo hemos muerto en abril de COVID-19. Virus pandémico, celeste, feo y nada sentimental que nos noqueó por sorpresa. ¿Y las demás enfermedades? ¿Adónde se fueron? ¿Seguirán por mucho tiempo de vacaciones? ¿O cerradas por defunción?
Ay, Madrid, runrún de revuelta en el silencio sepulcral de tus postales. Dejas a tu paso rumor de cacerolada. O de aplauso. Va por franjas horarias. Mientras tanto, seguimos soñando con volver a pasear al niño interior que se arrastraba por la selva de tus callejeros. La nueva normalidad era esto. Un Madrid repleto de selfies vacíos, desocupados e inquietantes. Un Madrid con aspecto de morgue. Un Madrid de tos seca. De los nadies de Eduardo Galeano.
Los madrilenadies, que costamos menos que las mascarillas que nos protegen.