El periodista afincado en Nueva York Argemino Barro nos relata cómo está viviendo la ciudad los efectos de la pandemia. Una isla donde la penuria, la riqueza y las oportunidades se rozan y donde hoy puedes estar en lo más alto y mañana durmiendo en un banco. Una población que va de liana en liana, danzando sobre el vacío



En nuestro piso de Brooklyn tenemos un “árbol del dinero”: una planta china que fomenta, se supone, la prosperidad del hogar. Y la verdad es que es una planta sofisticada, de tronco entrelazado, ramas finas y esbeltas, y hojas alargadas que titilan como si fueran sensibles al entorno. Desde hace tres años, el árbol del dinero preside nuestra cocina como un mandarín en su palacio: siempre erguido, intocable, dispuesto a recibir la admiración y los cumplidos de las visitas.
Su decadencia me clavó una espina en el ánimo. Al subconsciente le gustan las metáforas, y me di cuenta de que, estos tres años, había relacionado la prosperidad de nuestro hogar con la salud del árbol del dinero. A medida que amarilleaban y se le caían las hojas, me preguntaba cuándo nos tocaría a nosotros. Cuándo se marchitaría, también, nuestro discreto pero cómodo nivel de vida.
Con la llegada de la pandemia, comprobé que el miedo irracional que me acechaba no era del todo absurdo: simplemente faltaba calibrarlo. La agonía del árbol del dinero no prefiguraba nuestra ruina familiar, sino la ruina de algo mucho más grande.
El árbol del dinero, en realidad, representaba Nueva York.
“El negocio ha caído en torno a un 98 o un 99%”, dice John Hill, ajedrecista callejero de Union Square. Desde hace once años, cuando el tiempo lo permite, Hill ofrece lecciones a cambio de la voluntad. O propone pequeñas partidas por unos dólares. “Lo creas o no, vencí a algunos campeones”, dice sonriendo sin dientes.
El suyo no es un “trabajo esencial”, pero aún así John Hill continúa ofreciendo partidas a las pocas personas que pasan por delante. “¡Todas las piezas están saneadas!”, repite, mostrando una botellita de gel antiséptico.


Al mismo tiempo que los ingresos de John Hill se esfumaban, la Bolsa de Wall Street perdía un tercio de su valor en apenas unos días. El golpe se llevó muchos futuros por delante: en solo dos semanas diez millones de norteamericanos han solicitado el subsidio por desempleo. Y es una cifra conservadora. Muchos otros no han podido contactar con unos servicios públicos desbordados por el número de reclamaciones.
La economía ha sido rebanada de un tajo, como si una katana cósmica la hubiera partido por la mitad. Un día echaba chispas y al día siguiente caía sobre el asfalto. Un día brillaba y al día siguiente había que buscarla a tientas. El golpe ha sido tan limpio que apenas empezamos a ver las consecuencias, las gotas de sangre.
El árbol del dinero ofrecía una red de seguridad muy particular.
En España, por ejemplo, hay una serie de muros que separan al individuo de la penuria. La sanidad y la educación están garantizadas, las infraestructuras aguantan en forma, y hay opciones y ayudas. No son muros insalvables, ni salen gratis. Los mantiene el contribuyente con su esfuerzo, y a veces son muros tan altos que nublan la vista: echan arena en los engranajes de la ambición, de las ganas.
En Nueva York, la red de seguridad tiene otro aspecto. En lugar de muros, hay una verja muy fina, casi transparente. La penuria está más cerca: la podemos ver desde nuestras ventanas. Si uno tropieza, toma una mala decisión o padece la enfermedad equivocada, tiene menos salientes a los que agarrarse.
Una vez hablé con una estrella del baloncesto, reciclado en comentarista deportivo, reciclado en indigente. Su barba le llegaba al pecho y tenía una pierna enyesada. La escayola renegrida estaba a punto de caerse.


Seis de cada diez neoyorquinos viven nómina a nómina: no tienen ahorros. Uno de cada cuatro destina más de la mitad de sus ingresos al alquiler, el doble de lo que el Gobierno federal considera sostenible. El gasto medio en sanidad es de 6.300 dólares al año y uno de cada cinco niños pasa hambre.
La vida es inmediata y cruda
Pero Nueva York es el árbol del dinero. Si la penuria está más cerca, también lo están la riqueza y las oportunidades. La abundancia de empleo sustituye a la protección social y las inversiones públicas.
Si uno se cae de las ramas altas del árbol, siempre tendrá debajo una rama en la que aterrizar. Puede pasar de ser ejecutivo de la banca a dueño de una tienda de alimentación, de periodista a paseador de perros, de informático a repartidor. Y luego, si tiene suerte y pone el énfasis necesario, volver a subir: admirar de nuevo las hojas verdes que centellean en las ramas de la cúspide. Reinventarse.
La gente va de liana en liana, danzando sobre el vacío.


Ahora los empleos yacen en el parqué, secos y amarillentos. Casi todas las hojas del árbol del dinero se han caído. El pulso de la ciudad se apaga. En los hospitales luchan los médicos y en la calle solo quedan repartidores estresados, policías y todo tipo de seres errabundos, mendigos, músicos callejeros, periodistas, predicadores.
“Creemos que tener fe en Dios aumenta tu inmunidad frente al coronavirus”, dice Yushi Hagimoto, ministro de la Ciencia Feliz en Manhattan. “Ahora mismo lo que más tememos es el miedo que se expande por el mundo. Y la forma de combatir el miedo es la fe”.
Hagimoto y otros dos correligionarios acaban de grabar un vídeo en mitad de Times Square. Con una estola dorada sobre los hombros, transmitían al mundo su mensaje de paz y de confianza: solo hay que dejar las cosas en manos del Mesías. “El más grande salvador está aquí, en la Tierra: es nuestro maestro, Ryuho Okawa”, dice Hagimoto. “Creemos que Dios es la gran fuente y que ha mandado a la Tierra una parte de su alma con la forma del Maestro Okawa”.
Sus palabras resuenan en el corazón vacío de Nueva York, Times Square. Las ramas se han podrido y las hojas pajizas cubren el asfalto. El emperador está desnudo. El árbol del dinero ha sido talado.