Antonio Sandoval reflexiona sobre el extraño encierro que todos hemos sufrido durante semanas. Mirar al cielo desde la ventana, soñar, imaginar, ver el mundo desde un entorno reducido ha despertado en nosotros todo tipo de sentimientos y reflexiones
Es el mayor río del planeta. Pero no avanza entre selvas, ni desemboca en un delta gigantesco, pues su valle es la atmósfera: es un río que vuela.
Además, se moldea a sí mismo. De pronto aquí es un oso, de pronto allá un elefante, de pronto viene una tortuga, de pronto se va un delfín. Crea cordilleras inmensas, archipiélagos, pasteles de nata, almohadas arrugadas, sábanas infinitas. Sus metamorfosis, sin igual en la naturaleza, avivan de manera muy especial nuestra imaginación. Sobre todo, la de una forma de sabiduría que admiraban los neoplatónicos, y que todos dominamos una vez, pero luego casi todos perdemos: la sabiduría infantil.
“Me voy a convertir en…”. “Voy a convertir esto en…”.
Eso es lo que mejor sabemos hacer, y desde ya muy pequeños.


La mejor creatividad de nuestra especie, la que tanto nos asombra cuando la reconocemos en los ingenios más prodigiosos, y en sus frutos, debe mucho a la contemplación de las nubes.
En ellas viaja.
Por ese río.
Casi todas nuestras ideas y obras, de todo tipo, estaban en él antes de empapar primero a quienes se dejaron llover bajo ellas, y luego a tantas y tantas personas, por todas partes.
La ciencia, la literatura, la artesanía, la filosofía, las artes, la política, los negocios… ¿Cuánto no deberán a infinidad de paseos hacia las nubes, emprendidos por gentes de toda condición y con la cabeza siempre llena de asuntos que resolver?
¿Cuántas otras ideas aguardarán ahí arriba a que alguien las reconozca, y las absorba como una esponja, para luego estrujarse al máximo y compartirlas con los demás? Impone pensarlo.
Cualquiera nos reconocemos en momentos así: no puedes más, te levantas de donde sea que estés y te asomas a la ventana. O coges una chaqueta y te vas a caminar, solvitur ambulando, hacia donde sea que te distancie lo suficiente para tener perspectiva. Para mirar.
Tu misma mirada es muy parecida a una nube: el llamado humor acuoso, ese líquido transparente que guardan nuestros globos oculares, está compuesto en un 99% de agua. En algún momento estuvo también ahí arriba. Más de una vez.


“Desde la ventana de mi casa, estos días de tanta preocupación, veo pasar ese río convertido en altísimos cirros, estratos en forma de niebla que casi puedo tocar, monumentales cumulonimbos, cirrocúmulos que parecen empedrar el cielo”
Desde la ventana de mi casa, estos días de tanta preocupación, veo pasar ese río convertido en altísimos cirros, estratos en forma de niebla que casi puedo tocar, monumentales cumulonimbos, cirrocúmulos que parecen empedrar el cielo, cúmulos que me invitan a inventar sentidos a sus formas caprichosas… Aunque aquí en Galicia pasa poco, a veces no hay nubes. Es una ilusión, me digo: la humedad atmosférica está ahí, solo que no se ve.
Miro, sí, allá arriba, y pienso en quienes, en estas mismas horas, pelean en los hospitales, en sus trabajos, en sus hogares; en quienes más temen por su futuro; en quienes toman decisiones por todas partes y de todo tipo, a menudo brotadas de ideas muy diversas, y por tanto muy diferentes entre sí, unas incomprensibles, otras inevitables, otras felizmente atinadas, otras… En fin.


Todas ellas, todas esas ideas, estaban antes en las nubes. Tanto las que nos sacarán del profundo y tan complejo problema sanitario, socioeconómico y medioambiental en el que estamos como las que podrían enterrarnos más en él.
Tienen que ser, seguro que sí, muchas más las personas que trabajan a destajo por buscar las mejores soluciones a ese múltiple reto, y tanto a corto como a medio y largo plazo. Evoco su esfuerzo. Cada rato parece que no pueden más. Se levantan exhaustas, alarmadas, conmovidas, de donde quiera que estén, y se alejan en busca de perspectivas. Miran entonces hacia las nubes y piensan, seguro, en quienes les han precedido en momentos así.
“Las ideas que nos lluevan y empapen los próximos meses y años van a ser cruciales para nuestro futuro”
Porque ese río volador se ha mezclado desde siempre con otro no menos caudaloso: el de la historia. Unas veces, es cierto, más que otras.
Esta es una de esas veces.
Las ideas que nos lluevan y empapen los próximos meses y años van a ser cruciales para nuestro futuro.
Y más aún para el de quienes hoy todavía atesoran sabiduría infantil, acaso la más hermosa de todas.


Nos debemos, les debemos, que la atmósfera que contribuyamos a crear con esas ideas sueñe con ser la más libre, fraternal, democrática y creativa de cuantas haya disfrutado la humanidad. Y que el río de nubes que por ella fluya lo haga cargado sobre todo, y a pesar de todo, de un optimismo tan pragmático como idealista, convencido de cuántas cosas buenas somos capaces cuando nos ponemos a inventar:
“Nos vamos a convertir en…”. “Convertiremos esto en…”.
¿Qué haríamos si, al preguntarles, todos los niños y niñas respondieran que quieren que nos convirtamos en lo que de verdad somos?
Porque claro, ¿qué somos, de verdad?
Miremos a las nubes. Y a través de ellas, directamente a sus ojos: grandes, brillantes, expectantes, sabios. Rumbo a ellos va ese río que vuela.
