Si la enfermedad existe desde los orígenes animales del hombre, las epidemias son casi tan antiguas como las sociedades humanas. Al fin y al cabo, relacionar problemas de salud generales con los fenómenos poblacionales es algo lógico: si muchas personas de una misma zona sufren el mismo mal, igual existe una explicación común. Por eso, el estudio de las epidemias es casi tan antiguo como la escritura, y las primeras descripciones de padecimientos que afectan a poblaciones enteras aparecen más de 2.000 años antes de nuestra era, en el antiguo Egipto. Desde entonces, la epidemiología ha salvado millones de vidas a lo largo de los siglos, pero la crisis del coronavirus nos recuerda su enorme relevancia actual.
Aunque la epidemiología en sí no fue una disciplina propia de la medicina hasta finales del siglo XVIII, el estudio de la transmisión de enfermedades en las sociedades humanas viene de lejos. De hecho, epidemiología, que etimológicamente significa el estudio de lo que ocurre en las poblaciones, proviene de los vocablos griegos “epi” (encima), “demos” (pueblo) y “logos” (estudio).
La idea de que la enfermedad se produjera a través de contagios entre personas ya fue desarrollada por el padre fundador de la medicina, el griego Hipócrates (460-377 a. C). En concreto, en su obra magna, el Corpus Hippocraticum, se incluye el Tratado de los Aires, las Aguas y los Lugares donde, por primera vez, el sabio griego discute las causas ambientales de las enfermedades en vez de atribuirlas a un origen divino. También es donde se usan por primera vez los términos “epidemia” y “endemia” (que describe una enfermedad que afecta a un país o una región determinados).


Por desgracia y aunque la noción de que la relación entre una persona y su ambiente inmediato determinaba en gran medida su salud persistió durante toda la época clásica, con el colapso de la civilización grecorromana en Occidente se volvió a esas concepciones mágico-religiosas de la enfermedad que caracterizaban a las civilizaciones primitivas.
Es decir, la idea de que el contagio era una fuente de enfermedad, común a casi todos los pueblos antiguos, fue paulatinamente desplazada por creencias religiosas donde la enfermedad y la salud significaban el castigo o el perdón divinos. Aunque las pandemias no desaparecieron, durante siglos, la epidemiología y las explicaciones sobre la causa de los padecimientos colectivos estuvieron prácticamente ausentes en los escritos médicos, al menos mientras la Iglesia Católica ejerció una hegemonía casi absoluta en el terreno de las ciencias.
El Renacimiento de la medicina
Con el Renacimiento, como en tantas otras áreas del conocimiento, la medicina volvió a ganar protagonismo y las enfermedades empezaron de nuevo a observarse como el resultado de la interacción entre ser humano y naturaleza. Médicos y naturalistas recuperaron la visión clásica sobre el conocimiento empírico y las ciencias naturales lograron en esa época extraordinarios avances que contrastaban fuertemente con el vacío científico del milenio anterior.
El avance del estudio de las enfermedades coincidió en el tiempo con el nacimiento de los primeros censos sanitarios, que permitió el estudio de casos concretos y el inicio del sistema de hipótesis falsables que precede a la ciencia moderna. Empiezan a aparecer trabajos en los que la enumeración estadística juega un importante papel, como el publicado en 1747 por James Lind sobre el escorbuto, en el que demostró experimentalmente que la causa de esta enfermedad, muy común entre marineros, era un deficiente consumo de cítricos.


Sin embargo, es sobre todo a partir de la segunda mitad del XVIII y durante todo el siglo XIX que la mejora del conocimiento científico se acelera a pasos agigantados, gracias a un movimiento intelectual y social, la Ilustración, que cambió radicalmente la forma en la que se veía, se estudiaba e incluso se gobernaba el mundo.
En medicina, la Ilustración supuso un impulso definitivo al estudio de las enfermedades como fenómenos naturales en los que la estadística y la probabilidad jugaban un importante papel. Los tres hitos concretos de la medicina y la epidemiología que repasamos a continuación, así lo atestiguan, aunque en ningún caso pretenden ser una lista exhaustiva de la enorme cantidad de avances médicos que se produjeron en esa época.
Jenner y la vacuna de la viruela
El término “vacuna” proviene precisamente de las vacas, aunque hoy en día hayamos olvidado esa relación etimológica que debería saltar a la vista. La explicación a este curiosa conexión entre uno de los avances médicos más importantes de la historia humana y el ganado de reses hay que buscarla en la Inglaterra de finales del XVIII y las investigaciones del doctor Edward Jenner (1749-1823).
En esa época, la viruela era una de las epidemias más temidas en el mundo desarrollado, puesto que causaba una enorme mortalidad y no existía ningún tipo de tratamiento general contra ella. Sus síntomas eran conocidos desde la época romana: unas erupciones muy dolorosas en la piel, pústulas y fiebre. Pero la única opción para luchar contra ella era la prevención: inyectar a un hombre sano tejido infectado de un paciente con una forma leve de viruela, con la esperanza de que el inyectado pasase por una viruela leve y después quedase protegido frente a cualquier infección. Pero era bastante común que la inoculación no tuviese el efecto esperado y el individuo sano desarrollase una viruela grave que podía matarle.
Jenner observó que las mujeres que ordeñaban a las vacas sufrían en sus manos un tipo de viruela, la vacuna, que aunque también provocaba erupciones era mucho más leve y tenía una mortalidad mínima. Pero, lo más importante, Jenner, mediante el estudio sistemático de estos casos leves, llegó a la conclusión de que esas vaqueras nunca sufrían la viruela común: estaban inmunizadas. En 1796, decidió poner a prueba su teoría e inoculó a un niño sano de ocho años con la viruela de las vacas para conferirle inmunidad.


Su experimento funcionó: el niño tuvo algo de fiebre durante unos días, pero después era imposible infectarle con viruela común sin importar cuánto tiempo estuviera en contacto con tejido infectado. La “vacuna” había sido inventada.
Pero, como muchos grandes inventores, Jenner tuvo que sufrir primero el escarnio y la burla de sus colegas. La Royal Society de Londres rechazó sus escritos y los científicos de la época, e incluso la Asociación Médica de Londres, se opusieron al tratamiento, tildándolo de “anticristiano” por sugerir que podía existir parentesco entre humanos y animales. Pero los espectaculares resultados de la vacuna acabaron por imponerse y para 1802 Jenner era una celebridad nacional y un precursor de la epidemiología moderna.
La vacuna de la viruela tuvo un gran éxito, aunque la enfermedad se mantuvo todavía durante un siglo y medio en zonas pobres de Asia y África, un problema al que se intentó poner remedio en 1966 con el Programa de Erradicación de la Viruela de la OMS. En 1980, 24 años después de comenzar las vacunaciones masivas, la viruela se declaró oficialmente erradicada, convirtiéndose así en la primera enfermedad oficialmente fuera de circulación de la historia humana.
Snow y la epidemiología moderna
El cólera, una enfermedad intestinal que viajó de Asia a Europa, traía al mundo occidental de cabeza en el siglo XIX y no se empezó a resolver hasta que las medidas de higiene pública se extendieron a comienzos del XX. Pero cincuenta años antes de que se aislara en Egipto el bacilo causante de este mal y se conociera realmente su funcionamiento, otro médico inglés ya había observado como se distribuía y transmitía.
John Snow (1813-1858), destacó primero desarrollando formas más seguras de anestesiar, pero fueron sus estudios sobre el cólera los que le han hecho subir al panteón de la medicina e incluso ser considerado el padre de la epidemiología tal y cómo la conocemos hoy. En 1848, cuando el doctor vivía en Londres, se produjo una gran epidemia de cólera en Inglaterra, que causó centenares de muertes en la ciudad victoriana.
Por aquel entonces, no se conocía con certeza la etiología ni el modo de transmisión de esta enfermedad, pero Snow estaba convencido de que el simple contagio entre humanos no podía explicar la extensión de la mortalidad. Basándose en el registro de las defunciones por cólera de la ciudad, Snow observó que los distritos de la zona sur de Londres concentraban la mayor cantidad de casos y tenían la más alta tasa de mortalidad. La única condición ambiental que diferenciaba a estos barrios del resto era que obtenían agua para beber río abajo del Támesis, un lugar donde las aguas estaban altamente contaminadas.


Snow dedujo que la enfermedad se debía estar transmitiendo a través de estas aguas sucias y planteó esta hipótesis en un artículo de 1849 que, al igual que le pasó a Jenner, también fue ridiculizado. Pero un nuevo brote de cólera en 1853 le dio la oportunidad de corroborar empíricamente su teoría: con un estudio sistemático de un barrio concreto de Londres, pudo determinar que casi todos los enfermos de la zona obtenían su agua de la misma fuente, que estaba contaminada con materias fecales.
En cualquier caso, su teoría debió esperar la cuarta epidemia de cólera de Londres, ocurrida en 1866, para ser finalmente aceptada después de que otros científicos validaran su hipótesis. Poco después, experimentos realizados por Louis Pasteur demostraron que, efectivamente, eran los microorganismos presentes en el ambiente los causantes de las enfermedades transmisibles. Casi tres décadas después de la muerte de Snow, Robert Koch aisló y cultivó el Vibrio cholerae en Egipto y confirmó lo que para el médico inglés solo había sido una deducción lógica derivada de sus investigaciones empíricas y estadísticas.
Finlay y el mosquito
Carlos Juan Finlay (1833-1915) fue un médico y científico cubano que fue el primero en teorizar sobre la transmisión de enfermedades a través de mosquitos, el conocido como “vector biológico” de las epidemiología. En la segunda mitad del siglo XIX, la enfermedad de la fiebre amarilla, que causa fiebre y hemorragias mortales, estaba matando a cientos de miles de personas en todo el mundo, pero su origen seguía siendo un misterio para la comunidad científica.
Tras estudiar en Francia, Reino Unido y Estados Unidos, Finlay estableció su consulta en La Habana donde abrió una consulta como oftalmólogo al mismo tiempo que se dedicaba a estudiar esta enfermedad, también conocida como vómito negro o plaga americana. Su alta incidencia en zonas tropicales había tenido incluso consecuencias históricas: los franceses perdieron Haití después de que la fiebre amarilla diezmara sus tropas y las hiciera incapaces de sofocar la revuelta de esclavos.
Tras numerosas pruebas y errores Finlay llegó a la conclusión de que la enfermedad se tenía que estar trasmitiendo por un agente intermediario. Según cuenta la leyenda, la inspiración le llegó como a Newton, por casualidad: Finlay estaba una noche rezando el rosario en su casa cuando le llamó la atención un mosquito zumbando a su alrededor, algo que le decidió a investigarlos. Tan solo dos años después de esta revelación, en 1881, Finlay propuso en una conferencia en Washington que la fiebre amarilla podía ser transmitida por un mosquito y no por el contacto directo del enfermo.


De nuevo, el ridículo y la humillación por parte de sus colegas estabas asegurados, algo que parece una constante en los grandes avances médicos de la historia. Pero, según avanzaban los años, el Gobierno de Estados Unidos estaba cada vez más desesperado por acabar con la fiebre amarilla, ya que las epidemias urbanas eran un verdadero problema de salud pública para los norteamericanos y su proyecto de construir un canal en Panamá sufría constantes retrasos por la incidencia de la enfermedad.
Aún así, Finlay tuvo que esperar 20 años a que se le hiciera caso. Después de que el ejército americano sufriera muchas pérdidas por fiebre amarilla en sus sucesivas guerras contra España y se hiciera con el control de Cuba en 1898, sus altos mandos enviaron a sus médicos a La Habana para que comprobaran la epidemiología del médico cubano. Ésta no sólo se ratificó, sino que las recomendaciones de Finlay fueron aplicadas para que La Habana fuera la primera ciudad del mundo en erradicar la fiebre amarilla. El resto, como se suele decir, es historia.
