En febrero del año pasado, el gobernador de Virginia, el demócrata Ralph Northam, se vio metido en un virulento escándalo. Un portal de extrema derecha rescató el anuario de la facultad de medicina donde estudiaba Northam en 1984. En la página dedicada al actual gobernador, además de su lampiño retrato estudiantil, aparecía una foto en la que salían dos individuos: uno vestido con la túnica blanca del Ku Klux Klan y otro con la cara pintada de negro.
En Estados Unidos el hecho de que un blanco se disfrace de afroamericano es considerado racista, ya que la “cara negra” y con los labios abultados, el estereotipo de este tipo de máscaras, era una de las muchas maneras en la que los terratenientes sureños humillaban a sus esclavos. Los actores blancos, en el género teatral racista del minstrel, se pintaban la cara de negro y se comportaban de manera ignorante, cobarde y bufonesca. Una de estas caricaturas xenófobas, Jim Crow, fue tan popular que acabó dando nombre a las leyes segregacionistas que azotaron los estados del sur hasta los años sesenta. El disfraz del KKK, por otra parte, no necesita mayor explicación.
La tormenta se desató inmediatamente. Las protestas y los equipos de noticias se congregaron frente al Capitolio de Virginia y empezaron a llegar los comunicados de condena. El gobernador pidió disculpas por haber incluido esa foto, “claramente ofensiva y racista”, en su página del anuario, y aseguró que los 35 años que han pasado desde entonces lo han convertido en un hombre distinto.
Las palabras de Northam no sirvieron de mucho. Numerosos parlamentarios de Virginia y Washington, así como casi todos los candidatos presidenciales de entonces, desde Kamala Harris a Elizabeth Warren y Cory Booker, pidieron su dimisión. Lo mismo hicieron grandes medios nacionales y de Virginia, como el Richmond Times-Dispatch, por no hablar del firmamento de periodistas, activistas y opinólogos de Twitter. Uno de los más influyentes, Chris Cilizza, de CNN, llegó a decir que “Northam tiene que dimitir, solo que aún no lo sabe”. Incluso Donald Trump arremetió contra el gobernador. El ruido y la furia de las redes sociales se cernieron sobre Northam, que parecía políticamente muerto.
Sin embargo, Northam no dimitió. El gobernador, que reconoció ser uno de los hombres disfrazados en la fotografía para luego negarlo, se aferró al cargo que había jurado poco más de un año antes. Su actitud inspiró artículos sobre el descaro de los políticos contemporáneos y su resistencia a dimitir cuando han hecho algo malo. Northam, según este razonamiento, seguiría los pasos de Donald Trump en su actitud desafiante y esencialmente antidemocrática.


Entonces, como por arte de magia, el cielo político de Virginia, apelmazado de nubarrones, se aclaró de golpe. La tormenta se fue por donde había venido. Al poco de ser arrastrado por el fango de la opinión pública, Northam seguía siendo gobernador y aún lo es a día de hoy. Es más: su dominio del partido y del estado es insólito. Los demócratas controlan las dos cámaras de Virginia, gracias a lo cual el gobernador ha podido expandir la cobertura sanitaria del Medicaid, limitar la venta de armas, reformar el código penal y ampliar las protecciones al colectivo LGBTQ, entre otras reformas. El pasado junio, además, ordenó retirar la estatua del general confederado Robert E. Lee de su pedestal en el centro de Richmond, que había sido capital de los estados sureños durante la Guerra Civil.
“¿Veis? En Virginia ya no predicamos una versión falsa de la historia”, dijo Northam el pasado junio, poco después del asesinato de George Floyd en Mineápolis. “Una [versión] que pretende que la Guerra Civil iba sobre los ‘derechos estatales’ y no sobre las maldades de la esclavitud. Ya nadie se cree eso”, declaró.
La resurrección de Northam, aparentemente inexplicable, se ha entendido a posteriori en virtud de una ruptura: el divorcio entre la opinión publicada y la opinión pública. La primera se rasgó las vestiduras, denunció el racismo y exigió justicia. Políticos y perioactivistas recibieron su dosis de atención mediática y también de aplausos, unidos a placenteras descargas de serotonina. La opinión publicada exigía ya, para ayer, la cabeza del gobernador racista.
La opinión pública, en cambio, esa cosa amorfa e invisible que palpita en los hogares y en las calles, la suma de millones de opiniones individuales y anónimas, parece que no estaba tan indignada. En plena controversia, una encuesta del Washington Post y Schar Poll reflejó que una mayoría de virginianos se oponía a la dimisión de Northam. Los que más apoyo le mostraban, curiosamente, dadas las implicaciones de la fotografía, eran los afroamericanos.
El caso llevó a uno de los estadísticos más conocidos de Estados Unidos, Nate Cohn, empleado del New York Times, a comparar las posturas ideológicas de los demócratas de Twitter y de los votantes demócratas en general. Usando datos del proyecto The Hidden Tribes of America, Cohn y su compañero Kevin Quealy descubrieron que, muchas veces, estos dos grupos no estaban precisamente en sintonía: los demócratas de Twitter, con sus rutinarias polémicas y sus apasionadas batallas por la justicia social, tendían a ser el doble de combativos que los demócratas de la calle.
«La opinión publicada y la opinión pública son dos grupos que precisamente no están en sintonía»
Por ejemplo: solo el 29% de los demócratas activos en Twitter dicen considerarse moderados, frente al 53% de los demócratas en general. Menos de la mitad de los demócratas de Twitter creen que la corrección política es un problema en Estados Unidos, frente a siete de cada diez demócratas en la calle. Los demócratas de Twitter dicen leer más las noticias, participar más en manifestaciones y donar más dinero a partidos o candidatos. En otras palabras, son políticamente mucho más activos que el votante demócrata medio.
Estos datos no solo reflejan diferencias de opinión o matiz ideológico, sino también el bagaje social. Entre aquellos que dedican parte de su jornada a Twitter prevalecen, según estos mismos números, las personas con estudios universitarios y (consecuencia de las desigualdades socioeconómicas) los blancos. Y no son muchos. Solo un 14% de los norteamericanos usa la red social del colibrí; de estos, menos de la mitad lo hace a diario.
El estudio puede ser mucho más específico. Estos dos grupos, el de Twitter y el de la calle, naturalmente se solapan y además son diversos. En Twitter, por ejemplo, hay una facción de demócratas tradicionales y otra, más joven y combativa, de izquierdistas identitarios. Los mismos que han estado influyendo sobremanera, pese a ser una minoría dentro de una minoría, la agenda pública tras el asesinato del afroamericano George Floyd: haciendo la guerra en Twitter, exigiendo cambios en las políticas de contratación de las empresas, cambiando la línea editorial de los medios de comunicación, consiguiendo despidos, cancelaciones y sembrando el terror a ser tachado de racista y reaccionario.
Otros indicadores pintan el mismo retrato. A día de hoy es habitual ver, en las manifestaciones o en las columnas de opinión más progresistas, la palabra “Latinx”: una forma de referirse a los estadounidenses de origen latinoamericano sin tener que masculinizarlos. Un término de “género neutro”, equivalente, en España, al “nosotres” o “elles” que utilizan algunas corrientes del feminismo. La comunidad “Latinx” o los artistas “Latinx” son expresiones de uso común en Twitter. No obstante, según una reciente encuesta del Pew Research Center, el 75% de los estadounidenses de origen latinoamericano jamás han escuchado dicha palabra. De los que lo han hecho, solo la utilizan una pequeña fracción. Un 3% del total.
La esfera de quienes son políticamente activos, los periodistas, los activistas y los propios políticos, tiende, además, a la endogamia. Uno puede alegar que sucede como en cualquier otro sector: los abogados se juntan con los abogados y los arquitectos con los arquitectos. La diferencia es que los políticos y los periodistas tienen que estar en contacto directo con aquello que preocupa al común de los mortales: al blanco y al negro, al pobre y al rico, al norteño y al sureño. Reflejar sus problemas y resolverlos, o iluminarlos para que otros los resuelvan. Un elemento que a veces, a la luz de los hechos, parece faltar.
«Estudios exponen que la burbuja en la que viven los medios se ha apartado todavía más del sentir general de la sociedad»
En el caso concreto del periodismo estadounidense, varios estudios indican que, en los últimos años, su burbuja se ha apartado todavía más del sentir general de la sociedad. Se ha hecho una burbuja más urbana, más elitista y más progresista. Una burbuja que recoge, de una manera desproporcionada, lo que interesa a las clases profesionales de Washington, Silicon Valley y Nueva York.
Veamos la situación específica de Washington, desde donde emana la práctica totalidad de las noticias políticas nacionales. Un estudio de Nikki Usher y Yee Man, de la Universidad de Illinois, detectaron nueve burbujas de Twitter en las que se congregan los periodistas de la ciudad. A la burbuja más grande, bautizada como “élite/legado”, pertenecen los reporteros de los grandes medios, como el New York Times, el Washington Post, NPR o NBC News. Luego está la burbuja particular de la CNN, la burbuja de medios locales, la de periodistas de política exterior, la de periodistas económicos, etc.
Las investigadoras, que estudiaron 133.529 tuits de más de 2.000 informadores, comprobaron que los miembros de estas burbujas interactuaban sobre todo entre ellos. Apenas salían de su corral o entraban en contacto con gente de otras burbujas. En la burbuja más grande, la de la élite, el 68% de las interacciones de sus miembros se daban con otros miembros del mismo grupo.
“Esto puede significar que no se están relacionando, de la misma manera, con la gente que está realmente sobre el terreno consiguiendo las pequeñas exclusivas del Congreso”, dijo Nikki Usher. “No se están relacionando con los periodistas expertos en las políticas públicas”.
A las académicas les sorprendió que hubiera una burbuja de productores televisivos, con gente de Fox, ABC o CBS. Lo cual podría explicar, según Usher, por qué los canales de televisión suelen contar siempre con los mismos invitados y comentaristas: porque quienes los contactan forman parte de la misma burbuja.
De más largo recorrido es el mimbre económico. La revolución digital ha desencadenado una profunda crisis en los medios tradicionales, acostumbrados a tener una audiencia fiel y una cartera sólida de ingresos publicitarios. Internet desbarató los esquemas y las redes sociales solo han agravado la situación, forzando a los periódicos, radios y televisiones a ser creativos, a apelar más a las emociones del público en busca del clic, y, en definitiva, a adoptar, muchas veces, el tono vociferante y sensacionalista de las redes sociales. En un mercado de la atención cada vez más saturado, se trata de una lucha por la supervivencia.
«En un mercado de la atención cada vez más saturado, los medios se han embarcado en una lucha por la supervivencia»
Los que peor lo han tenido para adaptarse son los medios locales. Con su periodismo cercano y sus escasos recursos, no tenían espalda económica para aguantar el envite de las páginas web y de Twitter, y han sido diezmados como soldados indefensos. Desde 2004 han cerrado 1.800 periódicos locales en Estados Unidos, y 200 condados no tienen ningún medio propio. Según un estudio de Pen America, esto ha dejado a grandes proporciones del país mal informadas: dependientes de medios establecidos en ciudades grandes y lejanas que prestaban poco o nada de atención a sus problemas cotidianos.
Los medios de comunicación, además, parecen haber seguido el mismo camino que las inversiones y el talento: en lugar de quedarse en la América rural o las zonas manufactureras del interior, ha ido emigrando hacia las grandes ciudades de la costa, como si quisiera juntarse a los centros de poder financiero, político y tecnológico.
En 2011, el 92% de los periodistas trabajaba en núcleos urbanos: un 75% más que medio siglo antes. La zona de Manhattan, que apenas tiene el 0,5% de la población de Estados Unidos, acumula el 13% de sus periodistas. El perfil del reportero, además, se ha vuelto mucho más uniforme: la mayoría tiene un bagaje similar y recibe una educación similar en universidades similares, lo cual, como apunta el columnista Andrew Sullivan, hace que muchos periódicos digitales, a día de hoy, sean prácticamente indistinguibles.
La ciudadanía quizás percibe esta disfuncionalidad, como refleja el radical descenso de la confianza pública en los medios de comunicación. La proporción de norteamericanos que dicen confiar en los medios de masas bajó en 2016, durante las elecciones entre Hillary Clinton y Donald Trump, a mínimos históricos del 31% (un porcentaje que desciende a niveles irrisorios entre los republicanos). Hoy en día sigue cerca de esos números; según una reciente encuesta de Gallup, tres de cada cuatro estadounidenses dicen que el sesgo informativo de los medios es un “gran problema”, y el 84% los culpa de la polarización política.
Este paisaje mediático, la presencia de burbujas que no han dejado de fortalecerse, de cajas de resonancia donde las mismas voces se concatenan una y otra vez hasta pintar una realidad alternativa, llena de polémicas y momentos “sin precedentes”, vestiduras rasgadas, llamamientos apasionados, unos minutos de fama, nos retrotrae a la historia política de la década: la sorprendente victoria del nacionalpopulismo en el único país que parecía inmune. Un fenómeno que se materializó, desde el punto de vista de estas burbujas, como salido de la nada. El testimonio de un divorcio mediático entre la élite y el conjunto de la ciudadanía.