Nuestro corresponsal en Nueva York, Argemino Barro, se sumerge en la realidad ante el coronavirus de unos de los barrios históricos. El Bronx es el barrio más pobre, violento y contaminado de la ciudad pero también es parte de la identidad neyorquina



Cuando la película Taxi Driver cumplió 40 años, en 2015, un periodista le preguntó a Martin Scorsese por el Nueva York de aquel entonces: una ciudad gritty, con carácter. Una jungla brumosa de prostitutas, justicieros y policías corruptos. Una Babilonia provocadora y sucia, donde el peligro y la inspiración andaban de la mano.
“¿Alguna vez se le ocurrió, cuando estaba rodando, que ese mundo ya no existiría nunca más?”, dijo el periodista.
“Realmente, podrías hacer la misma pregunta sobre cualquier película rodada en Nueva York en cualquier época”, respondió el director. “Ahora, por ejemplo. ¿Van esas superficies limpias y fregadas a estar siempre tan limpias y fregadas? ¿Estarán en pie esas torres de cristal dentro de cien años? ¿Estará Manhattan tan calmada y domesticada, como lo está ahora, dentro de veinte años? ¿De cincuenta?”.
El veterano director sabía que el progreso no se escribe en renglones rectos, sino que sube y baja como el garabato de un niño. Si bien Nueva York se ha vuelto más “limpia y domesticada”, nada garantiza que siga igual.
El garabato del progreso puede subir, o bajar, o quedarse estancado. De hecho, esa marea de prosperidad domesticada no ha llegado a todos los barrios neoyorquinos. Todavía quedan remansos de bandas callejeras y edificios vacíos.
Todavía queda South Bronx.
Los primeros pobladores de este enclave fueron los Morris, una dinastía de congresistas, gobernadores y firmantes de la Declaración de Independencia de 1776. Su majestuosa hacienda, llamada Morrisania, estaba rodeada por una fila de colinas al oeste, y al este por extensiones de pantanos y tierra fértil.
La grandeza bucólica de Morrisania no tardó en ser presa del hormigón.
Manhattan se expandía desde el sur y acabó plantando su manaza en el Bronx: la llegada del metro a principios del siglo pasado generó un boom. Los trabajadores de origen alemán o irlandés y los inmigrantes judíos se mudaron a los apartamentos construidos junto a Morrisania.


La industria vibraba en aquel entonces. Las fábricas producían y la clase obrera vivía bien en sus bloques modernos y avenidas arboladas. Entre 1905 y 1920, la población de South Bronx se multiplicó por ocho.
El garabato del progreso avanzó con suavidad durante unos años, luego se estabilizó, como si recorriera una meseta. Pero a mediados del siglo XX se precipitó al vacío.
La Gran Depresión de los años treinta disparó la tasa de paro y dejó a miles de familias en el abismo. En las dos décadas siguientes, la industria se marchó a otros estados con salarios más discretos, y con ella una parte de la población.
Fue un declive lento, casi biológico. Luego cayó un meteorito: el golpe definitivo.
En 1963, el Ayuntamiento construyó una autopista en medio de South Bronx. El vecindario de East Tremont fue reducido a polvo y los precios de las casas cercanas colapsaron. Los restos de la clase media desaparecieron y las familias más pobres de la ciudad, de mayoría latina y afroamericana, se mudaron a estos pisos baratos.
Diez años después, Nueva York estaba en quiebra y la antigua Morrisania, cuyas migas aristocráticas aún sobresalen como pavos reales entre las viviendas de protección oficial, se quedó sin los servicios más básicos: bomberos, policía, sanidad. Las bandas competían por las calles y el crack diezmaba a las familias.
El South Bronx de los años setenta desprendía un olor particular. Decenas de bloques ardían a menudo como grandes antorchas, de día y de noche. Los caseros desesperados, incapaces de alquilar sus antaño florecientes propiedades, les prendían fuego para cobrar el seguro. La quinta parte de los edificios del barrio fueron destruidos. Morrisania parecía Sarajevo.
“El olor de los incendios”, recordaba un bombero, “siempre estaba ahí, en casi todo el barrio”.
El garabato del progreso se arrastraba por el fondo, revolcándose en la violencia, las adicciones y la falta de oportunidades.
Mientras una gran parte de la ciudad prosperaba, incluido partes del Bronx, como Riverdale, Kingsbridge o Fordham, los aledaños de Morrisania continuaban sumidos en las profundidades, en la noche oscura.


Solo en la primera mitad de 2018, el Bronx registró 50 homicidios, la mayoría de ellos concentrados en el viejo reino de los Morris.
«Hoy los niños, cuando están en un parque y hay un tiroteo, se agachan durante cinco minutos y después siguen jugando», me decía Jaime Rivera, coordinador de S.O.S. South Bronx, una organización que trata de sacar a los jóvenes de las bandas.
La violencia no es la única plaga. Cuatro de cada diez vecinos de South Bronx viven bajo el umbral de la pobreza y es el barrio más contaminado de la ciudad: buena parte de los residuos neoyorquinos se tratan aquí. A uno de sus vecindarios, Mott Haven, lo llaman “el callejón del asma” por su aire irrespirable.
Al final, pese a todo, el garabato ha empezado a levantar el vuelo en los últimos años, a subir tímidamente, a inaugurar proyectos socioculturales, a abrir algún museo, cervecerías y restaurantes diáfanos. Hoy en día hay equipos de fútbol que entrenan gratis a los niños y la población está, de nuevo, creciendo.
Ha tardado más, pero la marea de prosperidad limpia y domesticada también se abría paso en South Bronx.
Hasta que llegó la pandemia de coronavirus.
“Nadie se pudo imaginar el tamaño y la gravedad de la emergencia», dice por teléfono Beth Shapiro, directora de Citymeals on Wheels, una ONG que reparte comida a los neoyorquinos pobres y de la tercera edad. Su grupo, que tiene almacenes en South Bronx, dada la cercanía de muchos ancianos necesitados, ha tenido que multiplicar sus operaciones en tiempo récord. Ahora mismo, coordinados con el Ayuntamiento, necesitan ayuda para reunir y entregar 450.000 comidas.
La delicada red de beneficiencia que sostenía a muchas personas se ha rasgado, y Nueva York está movilizando todo su poder para mantener a raya el hambre.


“Antes de que el COVID-19 afectara a nuestro barrio ya había una pandemia de pobreza”, declaró Michael Blake, miembro de la Asamblea de Nueva York. Blake co-lidera el Bronx Community Relief Effort, un plan de asistencia a los vecinos más desamparados, los dueños de pequeños negocios y los médicos que precisan más y mejores equipos, ya que los hospitales de la zona soportan una enorme presión.
El Lincoln Hospital, en South Bronx, tiene la sala de emergencias más desbordada de Nueva York. Los pacientes se acumulan y exigen, desesperados, atención inmediata.
“Nos escupen, también nos insultan, le dan la vuelta a la mesa”, decía a The New Yorker María López, recepcionista del hospital.
El barrio más pobre, violento y contaminado de la ciudad también es el más castigado por la pandemia. Según datos del 7 de abril, de cada 100.000 personas que viven en Manhattan, unas 20 han fallecido de COVID-19. En Brooklyn 30 y en Queens 45. Los fallecidos del Bronx son 60 de cada 100.000: el triple que en Manhattan.
Las ambulancias suenan a todas horas en Nueva York, el epicentro mundial del coronavirus, y lo hacen con fuerza: las calles vacías actúan como un eco. Una caja de resonancia fregada y limpia, calmada, domesticada.
