En esta septima entrega de sus crónicas, nuestro corresponsal en Nueva York, Argemino Barro nos lleva hasta un pequeño café de Brooklyn, que se ha convertido en un refugio para muchos durante la pandemia, aunque sus propietarias ecuatorianas ahora temen por la continuidad del negocio



Una muralla de verjas tapa los negocios de Flatbush Avenue, en Brooklyn, como si al barrio le hubieran puesto un inmenso bozal. Una mortaja de hierro con estrías. De vez en cuando aparece una excepción: una farmacia, una tienda de alimentos. Y la cafetería más cuca y estrecha del vecindario, Loud Baby Café. Un pequeño espacio que ha navegado la pandemia como un barquito de papel en un maremoto. Un barquito que se mantiene a flote.
“O cerramos y desaparecemos, o continuamos con un coste mayor”, recuerda haber dicho Maritza Romo, dueña de esta cafetería y tienda de ropa para bebés junto a su hermana Verónica. El gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, había ordenado clausurar el 15 de marzo los bares, cafeterías y restaurantes, a no ser que vendiesen comida para llevar. “Y con el espíritu, no sé de dónde, dijimos: tenemos que estar aquí todos los días”.
Maritza es diseñadora de moda y Verónica interiorista. Nacieron y crecieron junto a los cafetales de Loja, en el sur de Ecuador. Luego cada hermana emprendió su propio camino. Verónica se fue a España y Maritza a París. Años después, Nueva York las reunió de nuevo y a finales de 2017 montaron Loud Baby Café.
“Quisimos conectar nuestras carreras y traer algo que tuvimos desde niñas”, dice Verónica. “Crecimos con nuestra abuela preparando café”, añade Maritza. “Nos enseñaba a coger el café, a cultivarlo, y veíamos cómo lo molían y cómo lo secaban, los procesos…”.
“Como yo viví en España desde los 17 años”, retoma Verónica, “también aprendí su cultura del café. Me encantaba el cortadito. Al estilo español. Aquí lo preparamos también”.
Al principio, la perfección fue su enemiga. Maritza y Verónica emplearon casi dos años en reformar el local y estuvieron cuatro meses practicando el servicio, horneando pasteles y aprendiendo sobre miles de tipos de café en un laboratorio barista de Chelsea. Los preparativos se alargaban en cada detalle, hasta que un día el esposo de Maritza les dijo: “Abren hoy, y abren hoy”, y levantó la verja.


Cuando uno piensa en las empresas de Estados Unidos, le vienen a la mente los gigantes: Apple, Microsoft, Ford, Boeing, Pfizer, Walmart, General Electric. Pero se trata de unos pocos peces en una pecera gigantesca, un océano donde son los pequeños negocios, las cafeterías, las tiendas, los talleres, quienes emplean en torno a la mitad de la población activa del país. Una tupida red de alveolos económicos que chupan el dinero de los consumidores y lo devuelven en forma de empleo, oportunidades e ingresos fiscales. Un tejido empresarial que ahora mismo corre peligro.
“Nuestros resultados sugieren que la pandemia ya ha causado una dislocación masiva entre los pequeños negocios”, dice un estudio realizado por economistas de las universidades de Illinois y de Harvard. El informe calcula que más de 100.000 pequeños negocios en Estados Unidos han cerrado para siempre debido a la crisis del coronavirus.
Unos han tenido que cerrar temporalmente o para siempre. Otros han repensado sus prioridades en tiempo récord para sobrevivir. Una destilería de Brooklyn, por ejemplo, ha pasado de producir whisky a fabricar desinfectante de manos, los diseñadores de moda confeccionan mascarillas y monos de hospitales y los gimnasios han mudado sus operaciones a internet. La cadena de gimnasios Swerve alquila sus bicicletas estáticas a distintos clientes para que ejerciten desde casa.
Las ayudas anunciadas por el Gobierno federal, 700.000 millones de dólares en préstamos para los pequeños negocios, beneficiaron sobre todo a los estados menos afectados por la pandemia, como Iowa, Nebraska y Dakota del Norte. Al tener una banca más pequeña y menos regulada, los estados del interior han podido ser ágiles al tramitar las ayudas. En Nueva York o California, epicentros del coronavirus, las grandes financieras tardan más y muchos negocios siguen esperando.
Loud Baby, que solicitó las ayudas federales, es una de las empresas que por ahora han sido ignoradas y han tenido que buscar otras vías de supervivencia.
“Con la pandemia, las ventas bajaron al 30%”, dice Maritza Romo. “Lo que nos salvó un poquito fue que alguien de aquí nos conectó con una doctora que traía comidas al departamento de urgencias del hospital, y ellos nos pudieron comprar a nosotras. Nos compraron 240 desayunos”.
Los cocinaron todos en Loud Baby, que en realidad es un pasillo. A la izquierda hay decenas de prendas para bebé, fabricadas por diseñadores eco-amigables que ha seleccionado Maritza (madre de cuatro niñas). A la derecha, dos mesitas y un par de taburetes bajo los cuadros de artistas locales, y al fondo está el mostrador: el puesto de mando de las hermanas Romo, que hornean las tortas y los cruasanes y sacan todo el partido a su niquelada cafetera Curtis.
El entresuelo que tienen arriba, donde no cabe de pie una persona de metro ochenta, es un escueto santuario donde las mamás suben a dar el pecho, los escritores a escribir y los músicos a practicar sus acordes. En invierno, por la mañana temprano, acoge clases de español.
“Al principio siempre tienes la inseguridad de que salga todo mal y queríamos todo muy perfecto”, reconoce Verónica. “Mi padre nos ha dicho siempre: el que sabe hacer, sabe mandar”.


Las hermanas abrieron su café en el momento dulce de Flatbush Avenue: el punto en el que los empresarios y vecinos de siempre, de mayoría caribeña y afroamericana, seguían haciendo su vida en las peluquerías, los restaurantes jamaicanos, las verdulerías coreanas y los animados portales de las viviendas. El punto en el que diferentes artistas se mudaban a Flatbush, atraídos por los bajos alquileres, y daban al paisaje un barniz nuevo, con una librería, un par de tiendas de vino y bares donde la composición étnica era matemáticamente exquisita. Una Babilonia de talla humana, a medio camino entre dos etapas de la gentrificación.
Se trata de un barrio legendario, el último de su especie. Una zona bien conectada por el metro y cercana a un inmenso parque, Prospect Park, que todavía no se ha vuelto prohibitiva.
La tercera etapa, sin embargo, ya ha comenzado. Los halcones del sector inmobiliario sobrevuelan el lugar buscando una presa: los espacios o edificios que puedan arrasar para levantar un condominio. Un par de torres acristaladas puntúan ya el horizonte, y hay más en camino: estructuras altas y blancas, tan dispares de los chalets novecentistas como un iPhone de un teléfono antiguo.
En la esquina de Caton y Flatbush hay una bestia de 14 plantas. Ahora mismo están solo el esqueleto, los andamios y las lonas verdes que se agitan los días de viento. Cuando acabe la construcción, sus ventanas serán cuadradas y de cuerpo entero, como si cada piso fuera a la vez un expositor y una atalaya: los buenos sueldos mirando desde arriba a las ferreterías y los badulaques.
La pandemia ha causado estragos en la economía y en la salud de Flatbush. La apretada cultura caribeña, el hacinamiento de grandes familias en pequeños apartamentos y la abundancia de trabajos en primera línea del virus han potenciado los contagios, conocidos y desconocidos. Los paros cardiacos, por ejemplo, se han multiplicado por cinco en las últimas semanas. Un número que puede reflejar los casos de COVID-19 que nunca fueron diagnosticados.
“La pandemia afectó a muchísima gente psicológicamente”, dice Maritza Romo. “El miedo a un contagio, el miedo a perder el trabajo, el miedo a todo”.
Loud Baby Café ha lanzado una campaña de recaudación en GoFundMe para dar de desayunar, cada semana, a 500 trabajadores de los servicios de emergencia. Las hermanas Romo empiezan a cocinar a las cinco de la madrugada y durante nuestra conversación se les escapan inevitables suspiros de cansacio, que se ven compensados por el amor con el que hablan de su proyecto. Cada vez que mencionan las palabras “café” o “chocolate” se les encienden los ojos por encima de la mascarilla médica.
