Antes de que llegara la pandemia, la soledad ya era uno de los grandes problemas de Nueva York. Ahora, con un confinamiento que nadie esperaba tan largo, golpea en una sociedad en la que la mitad de la población vive sola



La soledad está en todas partes, como un duende malvado, un virus que ronda buscando víctimas: sobre todo gente mayor o personas que han tenido un golpe de mala suerte. Una vez toma posesión del cuerpo, la soledad tritura los ánimos y altera el aspecto físico: los mentones se erizan de púas y la lenta circulación de la sangre, causada por la depresión, afloja el tono muscular y genera bolsas bajo los ojos. Sus víctimas, a veces, reúnen fuerzas para tratar de escapar, y corren y corren a la caza de compañía, de unas migas de conversación.
Antes de que la pandemia nos golpease, la soledad ya era uno de los grandes problemas de Nueva York. Una de sus lacras, junto a la pobreza y el sistema de metro atestado. La mitad de los neoyorquinos viven solos, casi el doble de la media nacional, y la dinámica de la ciudad los vapulea y los arrastra como si fueran copos de nieve suspendidos en la tormenta.
La psicoterapeuta neoyorquina Kerrie Thompson dice que la pandemia ha agudizado la soledad. “Las personas que se habían preparado para estar confinadas empiezan a sentirse inquietas”, explica por teléfono. “Sobre todo las personas que ya vivían solas y que no podían anticipar que iban a estar confinadas tanto tiempo”.
Según Thompson, hay mucha gente con “hambre de piel”, de contacto humano que la tranquilice y le devuelva el equilibrio. “Estar sin contacto humano puede ser problemático, porque nos ayuda a regular el sistema nervioso, y las personas empiezan a anhelarlo de forma muy profunda, lo anhelan como si fueran otras cosas básicas: comida, agua, aire. Las cosas que nos mantienen con vida”.
Sentirse solo, a la larga, tiene el mismo efecto que la diabetes o la alta presión arterial. Castiga el sistema inmunitario, acelera el envejecimiento y, según este estudio de las universidades de Bringham Young y Carolina del Norte, duplica las posibilidades de morir prematuramente. Estar solo, dice otro informe, equivale a fumarse 15 cigarrillos diarios.
La soledad está en todas partes, pero tiene lugares favoritos, sus cotos de caza. Las bibliotecas, por ejemplo. En la biblioteca del barrio de Flatbush, en Brooklyn, siempre hay un señor con un libro abierto: a cualquier hora de la mañana o de la tarde. Se mantiene erguido, inmóvil y con un fulgor sabio en los ojos. Cuando la biblioteca cierra, los domingos, su figura estática, contemplativa, se traslada a la Biblioteca Central de Grand Army Plaza.
Algunos solitarios se han envuelto en tantas capas de soledad que parecen figuras inaccesibles, como el señor de la biblioteca. Símbolos de la autosuficiencia y la melancolía, eremitas subidos a su columna mental en medio del desierto. Otras veces, el solitario quiere romper su aislamiento y corre en dirección de la compañía, sea cual sea.
Una vez, en una de las cafeterías más concurridas de Nueva York, el Starbucks de Barnes & Noble frente a Union Square, vi que un señor de unos sesenta años me miraba desde su mesa. Yo leía una novela en español, así que el señor tiró por la vía fácil y me preguntó, en mi idioma, de dónde era. Un minuto después me estaba contando la historia de su vida.


Observé que este hombre, llamado Jaime, venezolano judío que había dilapidado la fortuna familiar en un par de malas inversiones, tenía a su lado varias revistas que seguramente había cogido del copioso revistero, en la misma planta donde estaba la cafetería. Comprendí que su soledad le había hecho muy culto. Quién sabe cuántos años llevaba leyendo gratis las revistas de Barnes & Noble, una tras otra, de economía, historia, cine, ciencia, sociedad.
Cuando le dije que me interesaba Rusia, me puso a prueba. “¿Cuántas repúblicas hay en la Federación Rusa?”, preguntó, elevando su mentón en señal de desafío. Y sin esperar a que yo le respondiera, quizás para evitar dejarme en ridículo, las nombró todas, las 22: desde Altái a Buriatia, Karelia y Tatarstán. Desde Ingushetia a Kalmukia, Mordovia, Komi y Kabardia-Balkaria.
Su conocimiento era kilométrico, igual que su camiseta estirada, casi transparente de tanto usar y lavar. Jaime dijo que vivía cerca de allí, en un estudio de alquiler protegido, y que se pasaba la vida entre las bibliotecas públicas y la cafetería de Barnes & Noble. No era el único. La afluencia de clientes que pasan el día en este lugar sin comprar nada ha generado muy malas maneras por parte del personal. Cada media hora, un dependiente de Starbucks grita a voz en cuello que allí solo hay dos opciones: o consumir, o la calle.
La soledad no tiene el glamur de los cuadros de Edward Hopper. No es un señor de traje y sombrero tomándose un old fashion en la barra de un bar. La soledad es triste y está mal afeitada. Toma posesión de los cuerpos. Si el solitario te ve desprevenido, trata de entablar un diálogo al precio que sea. Un diálogo que en realidad es un monólogo.
La soledad también afecta a los jóvenes, nadie está a salvo.
En una ocasión, el guionista de cine Paul Schrader ingresó en el hospital con una úlcera sangrante. Se había divorciado, había perdido el trabajo y vivía en un coche. Tenía 25 años. Cuando salió del hospital, se dio cuenta de que llevaba semanas sin hablar con nadie. Su vida se había vuelto un agujero oscuro. Un túnel de autocompasión y malos sentimientos. Schrader decidió que tenía que exorcizarse, tenía que desterrar al individuo en que se había convertido, y se le ocurrió una metáfora de la soledad: un gran ataúd urbano, sobre ruedas, de color amarillo. A continuación escribió Taxi Driver.


Los neoyorquinos saben que la soledad está en todas partes, y algunos han levantado barreras contra ella. Se han atrincherado. Los vecinos de varios edificios del Upper West Side han montado su propia comunidad. Se mudaron allí de jóvenes, en los años setenta, cuando el hoy aburguesado Upper West era un lugar más inseguro y sórdido. Para estar tranquilos, se pusieron en contacto para informarse de los incidentes que ocurrían en el barrio: los robos, los alunizajes, algún asesinato. Se apoyaban los unos a los otros.
Casi medio siglo más tarde, convertidos en jubilados, aquellos jóvenes profesionales que vinieron a gentrificar el barrio han resucitado la comunidad. Solo que ahora, en lugar de ponerse al día de la criminalidad o de juntar unos dólares para pagarle a un portero que vigile la acera, los vecinos han decidido envejecer juntos. Por la mañana salen a pasear por Central Park y por las tardes hacen actividades: ven películas, debaten o aprenden a escribir sus biografías.
Otros siguen suspendidos en el éter, como copos de nieve en la tormenta.
“Hay cosas que puedes hacer sin salir fuera y romper el distanciamiento social”, dice Kerrie Thompson, fundadora de A Good Place Therapy, en el distrito financiero. “Puedes honrar y aceptar lo que sientes, darte un masaje de cuero cabelludo, o hacer ejercicios físicos para autorregular tu sistema nervioso y permitir que su lado parasimpático se ponga a punto”.
Thompson y otros terapeutas llevan desde 2014 el proyecto Sidewalk Talk: una iniciativa de voluntarios que se dedican a escuchar los problemas de los neoyorquinos. A menudo se los puede ver en lugares concurridos de la ciudad, dispuestos a escuchar lo que uno tenga que decir, sin tener que identificarse o dejar sus datos. Una especie de confesionario laico y al aire libre donde aligerar el peso que lleva cada uno, su porción de soledad.
La ayuda psicológica ha sido de las primeras medidas aprobadas al principio de la pandemia. El Ayuntamiento ha lanzado ThriveNYC, que aporta ayuda psicológica a distancia y de manera gratuita. El Gobierno estatal ha convocado a 6.000 especialistas con el mismo objetivo: aliviar el coste emocional de la pandemia.
Es como si dos duendes malvados hubieran sumado fuerzas, la soledad y el coronavirus. Cuando uno ya no esté, el otro seguirá deambulando por las cafeterías y las bibliotecas, en los recovecos de la vida urbana, tratando de reproducirse.