Estados Unidos todavía conserva unas gotas de aire pionero y salvaje. Si uno conduce a medianoche por las carreteras de Colorado o Nuevo México, además de esquivar los socavones en la más completa oscuridad, verá familias de cérvidos rumiando en los bordes, con sus ojos brillantes y verdes y cornamentas tan altas como grúas de la construcción. Uno puede perderse en las carreteras rectas e infinitas de Kansas, Oklahoma o las Dakotas, sin cobertura en el teléfono móvil y sin ver una sola gasolinera durante horas. Suspendido en la nada: lejos de la autoridad y el Estado, a merced de las grandes extensiones.


Los creadores de este país, fundado en la modernidad, tuvieron la visión de levantar muros protectores en torno a la naturaleza. En plena expansión del ferrocarril, las minas y las acerías, los escritores trascendentalistas de mediados del siglo XIX, como Ralph Waldo Emerson, John Muir o Henry David Thoreau, convencieron a la nación de que una parte de su esencia, del espíritu americano, residía en la indomable naturaleza y los diferenciaba de esas criaturas momificadas por miles de años de tradiciones: los europeos.
“Hemos escuchado durante demasiado tiempo a las musas cortesanas de Europa”, escribió Emerson, que, durante un viaje a Francia, había sentido rechazo frente a los rígidos e intelectualizados jardines de París.


En 1872, a caballo de la prosa naturalista y los sublimes óleos de Thomas Cole o Asher Durand, el presidente Ulysses Grant aprobó la creación del primer parque nacional del mundo, en Yellowstone: casi 9.000 kilómetros cuadrados de naturaleza salvaje entre Wyoming, Idaho y Montana. A día de hoy el Sistema de Parques Nacionales gestiona 62 espacios en todos los estados menos Delaware.
Pero la cultura del excursionismo no ha logrado consolidarse en todas las esferas sociales. Los afroamericanos, según diferentes encuestas, siguen siendo más reacios a la hora de aventurarse en el bosque o en la montaña. Un estudio del 2011 recogía que solo un 2% de los visitantes a los parques nacionales eran negros. Uno de los motivos puede ser la menor capacidad económica media, que limita las posibilidades de ocio y de costearse unas vacaciones en la naturaleza: la posesión de un coche, de una tienda de campaña, de unas buenas botas o de los utensilios para escalar o cocinar al raso, además del tiempo que requiere cultivar estas aficiones. Otros motivos que explican esta reticencia son más profundos, llegan más lejos.
“Los escritores trascendentalistas de mediados del siglo XIX, como Ralph Waldo Emerson, John Muir o Henry David Thoreau, convencieron a la nación de que una parte de su esencia, del espíritu americano, residía en la indomable naturaleza”
“Todos sufrimos un trastorno de ‘déficit de naturaleza’”, dijo Shelton Johnson, naturalista afroamericano y guardabosques, al portal oficial Our National Parks. “Aprendemos imitando a nuestros padres, así que si nuestros padres nunca han ido a los parques, como es el caso de muchas minorías, los jóvenes ni siquiera pensarán en ir a los parques nacionales. Por eso, cuando se van de vacaciones, la idea de experimentar lo salvaje les es completamente ajena. Porque no saben qué esperar de una visita al parque, les crea ansiedad, y el objetivo de unas vacaciones es deshacerse de toda ansiedad”.
La relación entra la experiencia negra y la naturaleza es complicada, ya que bebe, en parte, de los episodios más trágicos de la historia nacional. Una memoria difícil, originada durante la esclavitud y la segregación racial en los estados sureños, que parece haberse prolongado durante generaciones como un lúgubre tabú.
“Hace unos años, una amiga blanca sugirió que nos fuéramos de excursión”, dijo Aaron Jones, afroamericano de 32 años, a The Guardian. “Todos los miedos que tenía sobre estar en la naturaleza me golpearon en la cara. Es un miedo muy real para los negros, sobre todo aquellos que vienen de comunidades urbanas, que a los negros les suceden cosas malas en el bosque, como los linchamientos”.
“Los afroamericanos siguen siendo más reacios a la hora de aventurarse en el bosque o en la montaña. Un estudio del 2011 recogía que solo un 2% de los visitantes a los parques nacionales eran negros”
Entre los siglos XVIII y XIX, muchos esclavos negros solían huir al amparo de la noche, adentrándose en los peligrosos pantanos de Luisiana, plagados de caimanes, o cruzando bosques interminables sin ningún mapa o instrumento de orientación. La escapada era toda una apuesta. Los terratenientes del sur tenían a su disposición patrullas especializadas en la caza de esclavos. A diferencia de los fugitivos, estos regimientos conocían bien el terreno y contaban con sabuesos entrenados para rastrear a las personas de raza negra.
Capturar a los esclavos era una obsesión, como también evitar posibles revueltas. Todo el sistema económico del sur dependía de ello y los terratenientes no escatimaban en gastos. A las patrullas de slave catchers se unían los mercenarios. Dado que estos cobraban por hora y milla, llegaban hasta donde fuera necesario con tal de atrapar a su presa. En 1850, presionado por los estados del sur, el Congreso aprobó la Ley de Esclavos Fugitivos, que obligaba a todos los ciudadanos y fuerzas de seguridad del país a colaborar en la caza de los escapados. Si estos eran prendidos, no tenían derecho a testificar y explicar su caso ante un tribunal, lo cual permitía a los slave catchers secuestrar a negros libres del norte y venderlos como esclavos a los terratenientes de Alabama, Misisipi o Carolina del Sur. Los jueces, además, recibían una paga extra por cada detenido que consideraban un esclavo.


El ingenio de los esclavistas afiló el ingenio de los esclavos y de quienes los ayudaban a escapar. El llamado “ferrocarril subterráneo”, una red de caminos secretos, puntos de encuentro, graneros y sótanos de iglesias, logró salvar a un número incontable de esclavos que terminaron en los estados del norte o en Canadá. Para evitar el desmantelamiento del sistema, ninguna de las personas implicadas, los abolicionistas, conocía la amplitud de la operación. Los eslabones de la cadena solo se conocían entre ellos, de manera que, si uno era capturado, solo podía traicionar a un eslabón y la red en sí continuaba funcionando.


Los esclavos se movían en la oscuridad de refugio en refugio, caminando trechos de 20 o 30 kilómetros por el medio de los ríos, las praderas y los bosques. Algunos abolicionistas pagaron caballos y vagones de tren de su propio bolsillo. El cuáquero Levi Coffin sufragó la comida y los medios de transporte de entre 2.000 y 3.000 esclavos y acogió a centenares de ellos en su propia casa, en Ohio.
Para los esclavos, la naturaleza de Estados Unidos no era un lugar apacible en el que hacer picnic o sentarse a observar a las mariposas, sino un territorio sombrío e iexplorado. El escenario de una carrera desesperada, con los sabuesos pisándoles los talones, hacia la libertad.
La victoria del norte en la Guerra Civil abolió finalmente la esclavitud, pero los estados sureños implantaron en su lugar una versión más sofisticada. Las leyes de Jim Crow partieron la sociedad en dos mitades, una negra, de segunda clase, y una blanca. Las autoridades lo justificaban como una manera de proteger a los negros de la ira de la clase trabajadora blanca, resentida por la derrota militar y preocupada por la posibilidad de que los negros les arrebataran sus precarios empleos. Cuando un afroamericano, de manera real o percibida, cruzaba algún límite, como entrar en el restaurante equivocado o hablar con una mujer blanca, los racistas respondían con la más despiadada violencia.
«Para los esclavos, la naturaleza de Estados Unidos no era un lugar apacible en el que hacer picnic o sentarse a observar a las mariposas, sino un territorio sombrío e inexplorado»
Los linchamientos eran habituales. Solo en 1892 hubo 161 ejecuciones extrajudiciales de personas negras. A principios del siglo XX se daban entre 50 y 100 linchamientos al año, con una terrorífica variedad de métodos: hierros candentes, mutilaciones, ahorcamientos. Algunos de estos crímenes tenían lugar en los aledaños de los pueblos, al abrigo de la naturaleza. Otros eran aplaudidos por enormes muchedumbres, como sucedió en Paris, Texas. Un hombre, acusado de matar a la hija de un policía, fue torturado durante casi una hora, con hierros al rojo vivo, sobre un escenario. Luego le prendieron fuego. Delante de 10.000 personas.
El profesor KangJae Lee, de la Universidad de Misuri, indagó hasta qué punto esta herencia de horror ha dejado un eco en la actualidad, en la manera en que los afroamericanos se relacionan con la naturaleza. Lee tomó el caso concreto de Cedar Hill, un parque estatal cercano a Dallas. Cedar Hill presenta una paradoja: el 65% de las personas que viven alrededor son negras, pero los negros no llegan ni al 10% de los visitantes del parque. Según Lee, el motivo por el que los vecinos de color no parecen mostrar mucho interés en Cedar Hill es la historia segregacionista.
“Cedar Hill, en Texas, presenta una paradoja: el 65% de las personas que viven alrededor son negras, pero los negros no llegan ni al 10% de los visitantes del parque”
“Muchos de los adultos con los que he hablado fueron criados por padres que experimentaron las discriminatorias leyes de Jim Crow, que prohibían o disuadían a los afromericanos de visitar los parques públicos”, declaró Lee al portal Futurity. “Muchos afroamericanos no van a los parques porque sus padres y abuelos no podían llevar a sus niños”
Hay otro hecho respecto a Cedar Hill. Dice KangJae Lee que, en su día, fue una plantación de esclavos.
Pero no todos los matices de esta relación son tenebrosos. Hubo también un capítulo heroico, una gesta que todavía resuena en la cultura negra, incluso en las canciones de Bob Marley.


Nada más acabar la Guerra Civil, el Ejército americano formó cuatro regimientos negros encargados de mantener la paz en la región del Suroeste y de las Grandes Llanuras, que en la década de 1860 vivía peligrosas fricciones. Los colonos blancos avanzaban, en pequeñas oleadas, hacia el oeste; los comanches defendían sus territorios y los bandidos intentaban hacer dinero. Allí estaban los soldados negros, peleando, escoltando, protegiendo los caminos. Durante las guerras indias, una veintena de afroamericanos recibieron la Medalla de Honor, la condecoración militar más alta de Estados Unidos.
Estos cuatro regimientos, conocidos como los Buffalo Soldiers, se volvieron legendarios. Otros regimientos negros pasaron a ser conocidos con ese nombre, en honor a los originales, y desde entonces hay toda una raigambre afroamericana en el ejército que profesa con orgullo este apodo, que no está claro de dónde viene. Varias fuentes dicen que se debe al pelo rizado y negros de los soldados, que a los nativos les parecía igual que el de un búfalo. Otra versión dice que, al destacarse en el combate, los nativos vieron en ellos la valentía de este animal sagrado.
Cuando colgaron las botas, y dada su vasta experiencia en recorrer la naturaleza salvaje, muchos de estos Buffalo Soldiers encontraron empleo de guardabosques en los parques de Yosemite o Yellowstone. El oficial negro de mayor rango, el capitán Charles Young, llegó a ser superintendente del parque de Sequoia.
Estados Unidos es hoy un país mucho más diverso, donde en apenas medio siglo las minorías han pasado a representar un 10% a un 37% de la población. En los últimos años han surgido iniciativas para romper estos miedos y estereotipos y atraer a la gente de color a los parques nacionales. Grupos como Outdoor Afro, H.E.A.T. o ¡Vamos Verde!, dirigido a los estudiantes hispanos, hacen divulgación y ofrecen excursiones asequibles.


“Algunas personas de color creen que salir al aire libre es solo para blancos”, escribe Chelsea Griffe, fundadora y directora de Los Angeles Wilderness Training. “Para otros puede haber una historia familiar de tiempo al aire libre, pero en condiciones de coacción o en tiempo de guerra”, añade. “Quiero cambiar la percepción equivocada sobre la naturaleza. Por eso, cada año desde hace 10 años, he guiado viajes de mochila para mujeres de color”.
En 2013, el Sistema de Parques Nacionales creó la Oficina de Relevancia, Diversidad e Inclusión para fomentar la presencia de las minorías. Entre otras medidas, ha creado una serie de hitos y monumentos en memoria de Harriet Tubman, activista, naturalista y una de las lideresas clave del “ferrocarril subterráneo”, o de los Buffalo Soldiers. La administración cuenta con las donaciones, para estos fines, de las fabricantes de ropa de montaña North Face y Patagonia.
El guardabosques Shelton Johnson, que se ha convertido en una referencia de la causa, dirige en Yosemite un evento educativo sobre los míticos soldados negros. “Como afroamericano, me da un sentido profundo de enraizamiento”, dijo a National Geographic. “Cuando hablo con afroamericanos sobre los Buffalo Soldiers, ahí está la energía. Es un tipo de conexión”.
